XII

Recibió un mensaje de su padre. La familia estaba preocupada por Leonardo, de quien se había dicho que estaba enfermo en el monasterio de San Marco. «¿Podrías hacer uso de la influencia de los Medici para ir a verlo?», preguntaba Ludovico.

Miguel Ángel fue a su casa, y allí le repitió la pregunta.

—No se permite a ningún extraño en las dependencias de los monjes —contestó.

—San Marco es iglesia y monasterio de los Medici —le dijo su abuela—. Fue construida por Cosimo, y Lorenzo sufraga los gastos de su mantenimiento.

Después de unos cuantos días, se dio cuenta de que sus peticiones no eran escuchadas. Luego se enteró de que Savonarola predicaría en San Marco el domingo siguiente.

—Todos los monjes tendrán que estar allí —le dijo Bertoldo—. Así podrás ver a tu hermano, y hasta posiblemente hablar unas palabras con él.

Su plan de colocarse al lado de la puerta lateral, cerca del claustro, a fin de que Leonardo tuviera que pasar junto a él, fue desbaratado por la presencia del apretado grupo de monjes cubiertos con sus hábitos negros que oraban y cantaban en el coro desde antes del amanecer. Sus capuchas estaban tan caladas que era imposible ver sus rostros. Por lo tanto, Miguel Ángel no pudo ver si Leonardo estaba en el grupo.

Cuando un apagado murmullo anunció la entrada de Savonarola, Miguel Ángel se deslizó en un banco, cerca del púlpito.

No había mucho que diferenciase a Savonarola de los otros cincuenta monjes cuando ascendió lentamente las escaleras del púlpito. Su cabeza y su rostro estaban hundidos en la capucha dominicana, y su cuerpo parecía pequeño y delgado bajo el hábito. Su voz adquirió un tono imperioso al exponer su tesis sobre la corrupción del clero. Jamás, ni siquiera en los más acalorados ataques de las discusiones en el palacio, había oído Miguel Ángel ni una mínima parte de las acusaciones que Savonarola formulaba ahora contra los sacerdotes: éstos eran políticos, más que hombres de fe, llevados a la Iglesia por sus familias con fines de lucro mundano; eran oportunistas que sólo buscaban la riqueza y el poder; se habían hecho culpables de simonía, nepotismo, sobornos, venta de reliquias y acumulación de beneficios. «Los adulterios de la Iglesia», dijo, «han llenado el mundo».

Ya en pleno sermón, el monje se echó hacia atrás la capucha, y Miguel Ángel pudo ver por primera vez su rostro. Resultaba tan emocionalmente perturbador como las palabras que brotaban, aceleradas y secas, de su boca contradictoria: el labio superior, delgado y ascético, el inferior, más carnoso y voluptuoso todavía que el de Poliziano. Sus negros ojos brillaban y escrutaban hasta los más lejanos rincones de la iglesia. Aparecían hundidos sobre los altos pómulos y las delgadas mejillas, evidente resultado de severos ayunos. Su nariz se proyectaba hacia afuera y tenía anchas ventanas. Era un rostro dramático. La estructura ósea fascinó a Miguel Ángel como escultor.

Apartó los ojos de aquella cara para poder oír mejor las palabras que ahora brotaban como bronce derretido. La voz llenaba la iglesia y reverberaba en los huecos de las capillas.

Denunció con terrible energía al pueblo de Florencia y dijo que Dante había utilizado la ciudad como modelo para la de Dios. Miguel Ángel concentró toda su voluntad, pues la voz de Savonarola era como un agente paralizante, para mirar a su alrededor. Y pudo ver que toda la gente que llenaba el templo estaba sentada como un solo individuo, inmóvil, como soldada en un único cuerpo.

—¡Toda Italia habrá de sentir la ira de Dios! —clamó el monje—. ¡Sus ciudades caerán en manos de enemigos! ¡La sangre correrá por las calles! ¡La muerte será la orden del día! ¡Todo eso sucederá, a no ser que os arrepintáis! ¡Arrepentíos!… ¡Arrepentíos!

El monje bajó lentamente la escalera del púlpito y salió por la puerta que daba al claustro. Miguel Ángel quedó profundamente emocionado, un poco exaltado y no poco confundido. Una vez que hubo salido de nuevo al sol de la plaza, se quedó un rato encandilado por la intensa luz, sin saber qué decir. Finalmente avisó a su padre de que no le había sido posible ver a su hermano Leonardo.

Había desaparecido su perturbación emocional cuando recibió una nota de Leonardo en la que le pedía que fuera a San Marco a la hora del rosario.

Su hermano le pareció tan cadavérico como Savonarola.

—La familia ha estado preocupada por ti —dijo Miguel Ángel.

La cabeza de Leonardo se hundió aún más en la capucha.

—Mi familia —dijo— es la familia de Dios.

—No seas tan santurrón —exclamó Miguel Ángel.

Cuando Leonardo respondió, su hermano percibió en su voz un dejo de afecto:

—Te he llamado porque sé que no eres malo. El palacio no ha conseguido corromperte todavía. Aun en medio de esa atmósfera de Sodoma y Gomorra, no has sido pervertido, pues has vivido como un anacoreta.

—¿Y cómo sabes tú todas esas cosas? —preguntó Miguel Ángel, risueño.

—Sabemos cuanto ocurre en Florencia —respondió Leonardo. Dio un paso y extendió sus huesudas manos—: Fra Savonarola ha tenido una visión. Los Medici, el palacio, todas las obscenas e impías obras de arte que hay dentro de sus muros serán destruidas. No podrán salvarse, pero tú sí, porque tu alma no se ha perdido todavía. Arrepiéntete y aléjate de todo eso, mientras todavía es tiempo de hacerlo.

—Savonarola —dijo Miguel Ángel— atacó al clero. He oído su sermón. Pero no atacó a Lorenzo de Medici.

—Pronunciará diecinueve sermones, a partir del día de Todos los Santos hasta la Epifanía. Cuando terminen, Florencia y los Medici estarán en llamas.

Miguel Ángel calló, asustado.

—¿No quieres salvarte, hermano mío? —preguntó Leonardo.

—Tenemos ideas distintas. Todos no podemos ser iguales —replicó Miguel Ángel.

—Podemos. El mundo tiene que ser un monasterio como éste, en el que todas las almas estén a salvo.

—Si mi alma ha de salvarse, ello sólo podrá ocurrir por medio de la escultura. Ésa es mi fe y mi disciplina. Has dicho que yo vivo como un anacoreta; es mi trabajo el que me hace vivir así. Entonces, ¿cómo es posible que ese trabajo sea malo?

Leonardo miró a su hermano con ojos que centelleaban. Luego se fue por una puerta que daba a una escalera.

A Miguel Ángel le pareció que debía asistir al sermón de Todos los Santos, como tributo a Lorenzo. La iglesia estaba abarrotada. Savonarola comenzó su perorata con tono tranquilo, expositivo. Explicó los misterios de la misa y la divinidad de la palabra de Dios. Los fieles que no habían asistido al sermón anterior parecían desilusionados. Pero el monje sólo estaba entrando en materia, y poco después su poderosa voz fustigaba a la concurrencia con sus elocuentes palabras, que eran como latigazos.

Atacó al clero: «Se oye decir: "¡Bendita sea la casa en la que hay un cura gordo!", pero pronto llegará el día en que se dirá más bien: "¡Maldita sea esa casa!"».

—«Sentiréis el filo de la espada en vuestras carnes. La aflicción os atacará. Esta ciudad ya no será llamada Florencia, sino una cueva de ladrones, de corrupción y de sangre. Había jurado no profetizar, pero una voz en la noche me dijo: "¡Loco! ¿No has comprendido, acaso, que es la voluntad de Dios que continúes?". A eso se debe que no pueda dejar de profetizar. Y os digo que habrán de llegar días infaustos para todos vosotros».

Un sordo rumor recorrió la iglesia. Muchas de las mujeres lloraban.

Miguel Ángel se levantó y se fue por una de las naves laterales. La irritada voz del predicador lo siguió, hasta después de haber traspasado la puerta. Cruzó la Piazza San Marco, entró en el jardín y se fue a su cobertizo. Temblaba y tenía escalofríos. Y resolvió no volver a la iglesia.

La agonía y el éxtasis
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