III

Roma, como ciudad, le desagradaba, pero la verdad era que no se trataba de una ciudad, sino de muchas. Alemanes, franceses, portugueses, corsos, griegos, sicilianos, árabes, levantinos y judíos se congregaban en sus respectivos barrios, y como los florentinos, no recibían con buenos ojos a los extraños. Puesto que no existía un gobierno, leyes, ni policía o juzgados que los protegiesen, cada barrio se gobernaba a sí mismo lo mejor que podía. El cementerio más conveniente para los crímenes era el río Tíber, donde todas las mañanas se encontraban cadáveres flotando en las perezosas aguas. Tampoco existía una distribución equitativa de la riqueza, la justicia, la sabiduría y las artes.

Los residentes no sentían el menor orgullo de su ciudad, ni deseo de mejorarla ni de brindarle los cuidados más elementales. Muchos le decían a Miguel Ángel: «Roma no es una ciudad; es una iglesia. No tenemos el poder suficiente para controlarla ni modificarla». Y cada vez que preguntaba: «Entonces, ¿por qué se queda la gente aquí?», alguien le respondía: «Porque existen probabilidades de ganar dinero». Y Roma contaba con la peor reputación de toda Europa.

Los contrastes con la homogénea Florencia, compacta dentro de sus muros, inmaculadamente limpia, república con gobierno propio, inspirada por las artes y la arquitectura, en rápido crecimiento, sin pobreza, orgullosa de su tradición, respetada y amada por toda Europa debido a su cultura y justicia, le resultaban duros y dolorosos. Pero más personalmente doloroso era para Miguel Ángel ver el trabajo atroz de la piedra en los edificios ante los que pasaba día a día. En Florencia jamás había podido resistir la tentación de dejar resbalar amorosamente sus manos por la pietra serena hermosamente tallada de los edificios. En Roma se estremecía cada vez que su ojo experto veía los toscos golpes del cincel en las piedras, las superficies desiguales y defectuosas. ¡Florencia no habría empedrado ni las calles con aquellas piedras de los edificios romanos!

Cuando regresó al palacio, encontró una invitación de Paolo Rucellai a una recepción en honor de Piero de Medici, que se encontraba en Roma para organizar un ejército, y del cardenal Giovanni de Medici, que ocupaba una pequeña casa cerca de la Vía Florida. Miguel Ángel se emocionó ante el hecho de haber sido invitado; al abandonar su modestísima habitación para ver nuevamente a los dos hermanos Medici, hasta se sintió feliz.

El sábado, a las once de la mañana, cuando terminaba de afeitarse y peinarse, oyó un sonido de trompetas y corrió a ver el espectáculo. Sintió una gran excitación al ver, por fin, al Papa Borgia, a quien los Medici habían temido y Savonarola elegido como blanco especial de sus ataques. Precedido por un grupo de cardenales con sus vestimentas rojas, y seguido por príncipes purpurados, el Papa Alejandro VI, cuyo nombre de pila en España era Rodrigo Borgia, vestido totalmente de blanco, encabezaba un cortejo que atravesaba el Campo dei Fiori, camino del convento franciscano del Trastevere.

Alejandro VI, que tenía entonces sesenta y cuatro años, parecía un hombre de enorme virilidad, de poderosa osamenta bien cubierta de carnes. Su nariz era ancha, sus mejillas, carnosas y la tez, oscura. Aunque en Roma se lo calificaba de actor teatral, poseía numerosos atributos, además de la «brillante insolencia» que lo había hecho famoso. En su carácter de cardenal, había conquistado la fama de tener un número mucho mayor de mujeres y una fortuna más cuantiosa que cualesquiera de los prelados que lo habían precedido. En 1460 había sido reprendido por el papa Pío II por «comportamiento poco digno en un cardenal», eufemismo con el que se trataba de disimular sus seis hijos conocidos, todos ellos de diversas madres. Los tres predilectos eran Juan, un joven exhibicionista y prodigioso despilfarrador de las fortunas amasadas por su padre a costa del clero romano y los aristócratas; César, hermoso, sensual, sádico y guerrero, acusado de haber llenado el Tíber de cadáveres; y la hermosa Lucrezia, con quien toda Roma decía que mantenía secretas relaciones amorosas, al margen de su creciente lista de matrimonios oficiales.

Los altos muros que rodeaban el Vaticano estaban protegidos por tres mil guardianes armados, pero Roma había desarrollado un sistema de comunicaciones que propagaba las noticias de cuanto allí ocurría a las siete colinas.

Una vez que hubo pasado aquel suntuoso cortejo, Miguel Ángel se dirigió al Ponte por la Vía Florida. Como llegó temprano, Paolo Rucellai lo recibió en su despacho, una habitación con zócalo de madera oscura y estantes en los que se veían manuscritos encuadernados, bajorrelieves de mármol, óleos sobre madera, un escritorio de talla florentina y sillas con asiento de cuero.

—Los florentinos constituimos una colonia cerrada en Roma —le dijo Paolo—. Como sabe, ya tenemos nuestro gobierno propio, nuestro tesoro y leyes, así como los medios para imponerlas. De lo contrario, no nos seria posible existir en este caos. Si necesita ayuda, acuda a nosotros. Jamás pida nada a un romano. La idea que éstos tienen sobre el juego limpio es aquélla en la cual se vean protegidos por todas partes.

En el salón conoció al resto de la colonia florentina. Hizo una reverencia a Piero, quien después de la discusión en Bolonia se mostró frío y ceremonioso con él. El cardenal Giovanni, a quien el Papa odiaba y estaba alejado de toda actividad de la Iglesia, pareció sinceramente contento de verlo, pero Giulio se mostró todavía más frío que Piero. Miguel Ángel se enteró de que Contessina tenía un hijo llamado Luigi y estaba nuevamente encinta. A su ansiosa pregunta de si Giuliano estaba también en Roma, Giovanni respondió:

—Giuliano está en la corte de Elisabetta Gonzaga y Guidobaldo Montefeltro, en Urbino. Allí completará su educación. La corte de Urbino, en plena sierra de los Apeninos, era una de las más cultas de Italia.

Treinta florentinos se sentaron a cenar aquella noche en la mesa. El menú estaba integrado por cannelloni rellenos de tierna carne picada y setas, ternera en leche, judías verdes, vinos de Broglio y variada repostería. Todos los comensales charlaban animadamente. Jamás se referían a su adversario llamándolo «el Papa» o «Alejandro VI», sino únicamente «el Borgia», pues trataban de conservar su reverencia al Papado, a la vez que expresar su total desprecio hacia el aventurero español que, por medio de una serie de calamitosos incidentes, se había apoderado del Vaticano.

A su vez, los florentinos distaban mucho de gozar del aprecio del Papa. Los sabía enemigos suyos, pero necesitaba sus bancos, su comercio mundial, los elevados impuestos sobre importaciones que pagaban por cuanto traían a Roma y su estabilidad. Contrariamente a los barones romanos, no libraban una guerra contra él, limitándose a orar fervorosamente al cielo pidiendo su muerte. Por tal motivo, apoyaban a Savonarola en su lucha contra Alejandro VI, y les resultaba molesta la misión de Piero.

Mientras bebían su copita de licor después de la cena, los invitados se mostraron nostálgicos, y hablaban de Florencia como si estuviesen a sólo unos minutos de viaje de la Piazza della Signoria. Aquél era el momento que Miguel Ángel había esperado.

—¿Qué probabilidades hay de obtener algún encargo en Roma? —preguntó—. Los papas siempre han llamado junto así a los pintores y escultores.

—El Borgia —dijo Cavalcanti— llamó a Pinturicchio, de Perugia, para que le decorase sus habitaciones y varias estancias de Sant'Ángelo. Pinturicchio terminó su trabajo el año pasado y partió de Roma. Perugino ha pintado frescos en una sala del Borgia, así como en la torre del palacio papal. Pero también se ha ido.

—¿Y de escultura?

—Mi amigo Andrea Bregno es el escultor más respetado de Roma. Tiene un gran taller con muchos aprendices.

—Me gustaría conocerlo.

—Es un hombre capaz, un trabajador rapidísimo, que ha decorado la mayor parte de las iglesias de aquí. Le diré que usted irá a visitarlo.

Balducci compartía el odio de sus compatriotas hacia Roma, pero había una faz de la vida romana que le agradaba: las siete mil mujeres públicas reunidas allí de todos los rincones de la tierra. El domingo siguiente, después de almorzar en la Trattoria Toscana, Balducci llevó a Miguel Ángel a hacer un recorrido por la ciudad. Conocía todas las plazas de Roma, sus fuentes, foros, arcos triunfales y templos, no por sus respectivas historias, sino por la nacionalidad de las mujeres que tenían su campo de operaciones en cada uno de esos lugares. Recorrieron las calles durante varias horas, observando rostros, mientras Balducci se extendía en prolongados comentarios sobre las virtudes, defectos y agradables cualidades de cada una. Las mujeres romanas, que llevaban loros o pequeños monos sobre un hombro e iban cubiertas de joyas y perfumes, seguidas de sus servidores negros, pretendían imponerse despectivamente a las extranjeras: muchachas españolas, de negros cabellos y ojos de notable claridad; altivas griegas, vestidas con blancas túnicas, rodeadas sus breves cinturas por finos cinturones; egipcias, de oscura piel, envueltas en ropajes que les caían hasta los pies; rubias de ojos azules del norte de Europa, en cuyas trenzas llevaban prendidas pequeñas flores; turcas, de lacias cabelleras, que miraban desde la protección de sus casi transparentes velos; orientales, de ojos rasgados, envueltas en metros y más metros de sedas de brillantes colores…

—Nunca cojo a la misma dos veces —explicó Balducci—. Me agrada la variedad, el contraste, los distintos colores de la piel, las formas diferentes, las personalidades dispares. Eso, para mí, es lo interesante, porque me parece que viajo por todo el mundo.

—¿Y cómo sabes, Balducci, que la primera que se cruza en tu camino no será la más interesante del día?

—Mi inocente amigo, lo que cuenta realmente es la caza. Por eso prolongo la búsqueda, algunas veces hasta avanzadas horas de la noche. Lo exterior es distinto: tamaño, formas, maneras; pero el acto es siempre el mismo, o casi el mismo: rutina. Es la caza lo que cuenta…

Miguel Ángel no sentía una imperiosa de esculpir, pues estaba enfrascado dibujando esculturas en perspectiva. Pero pasaban las semanas y no le llegaba una sola palabra del cardenal Riario. Acudió a los secretarios del prelado varias veces, pero fue recibido con evasivas. Entendía que el cardenal estaba ocupado, pues se decía que después del Papa era el hombre más rico de Europa y que dirigía un imperio bancario y comercial comparable al antiguo de Lorenzo de Medici. Jamás lo vio oficiar un servicio religioso, pero Leo le informó de que el cardenal lo hacía diariamente en la capilla de su palacio a primera hora de la mañana.

Finalmente, Leo le consiguió una audiencia. Miguel Ángel concurrió con una carpeta llena de dibujos. El cardenal Riario pareció alegrarse al verlo, aunque se mostró ligeramente sorprendido de que todavía estuviese en Roma. Estaba en su despacho, rodeado de papeles y libros, contables y escribientes, con los cuales Miguel Ángel había comido varias veces a la semana, pero sin hacerse amigo de ellos. Trabajaban en altas mesas y no levantaron las cabezas para mirarle. Cuando Miguel Ángel preguntó al cardenal si había decidido ya lo que le gustaría que esculpiese con el bloque de mármol que había adquirido, Riario respondió:

—Lo pensaremos. Todo a su debido tiempo. Mientras tanto, Roma es una ciudad maravillosa para un joven; hay muy pocos placeres en el mundo que no hayan sido desarrollados por nosotros aquí. Y ahora, perdóneme, pero…

Miguel Ángel bajó lentamente la amplia escalinata hasta el patio, todavía inconcluso, con la barbilla hundida en el pecho. Al parecer, se hallaba en la misma posición que con Piero de Medici: si uno estaba bajo el techo de esos señores estaban satisfechos y consideraban que nada más tenían que hacer.

En su habitación lo esperaba un hombre delgado, de manto negro sobre un hábito blanco, ojos hundidos, exhausto y hambriento, al parecer.

—¡Leonardo! —exclamó Miguel Ángel—. ¿Qué haces en Roma? ¿Cómo has dejado a nuestra familia?

—No he visto a nadie —respondió Leonardo fríamente—. Savonarola me ha enviado en una misión a Perugia y Arezzo. Ahora regreso a Viterbo para disciplinar a un monasterio de esa ciudad.

—¿Cuándo has comido por última vez?

—Te ruego que me des un florín para el viaje a Viterbo.

Miguel Ángel metió la mano en su pequeña bolsa y entregó una moneda de oro a su hermano, quien la tomó sin el menor cambio de expresión.

Apenas había reaccionado de la sorpresa de ver a Leonardo, cuando le llegó una carta de su padre. Le escribía en un profundo estado de perturbación, pues había contraído una deuda originada por la adquisición de unas telas, y el comerciante amenazaba con llevarlo ante la justicia. Miguel Ángel leyó aquella misiva varias veces, buscando, entre las noticias sobre su madrastra, hermanos y tíos, alguna indicación de cual era la suma que su padre debía y cómo era que había contraído la deuda. Pero no la encontró. Únicamente la petición:

«Envíame algún dinero».

Deseaba comenzar algún proyecto debido a su necesidad de conseguir un trabajo remunerador. Ahora había llegado el momento de estudiar muy seriamente su situación monetaria. Todavía no sabía cuánto le iba a pagar el cardenal Riario por la escultura ni cuándo podría comenzarla.

En el palacio se le había provisto de papel de dibujo, carboncillos y modelos, y no le había costado nada vivir allí. Sin embargo, los escasos florines que tenía ahorrados de la suma que recibiera de los Popolano por el San Juan habían ya desaparecido. Comía con Balducci varias veces a la semana en alguna hostería o restaurante florentino y tenía que comprar de vez en cuando algunas ropas para sus visitas a los palacios y residencias de los florentinos. También necesitaba un manto abrigado para el invierno. Según parecía, no iba a recibir dinero alguno del cardenal hasta que la escultura estuviese terminada, lo que tardaría muchos meses.

Contó sus florines. Tenía veintiséis. Llevó trece al banco de Jacopo Galli y pidió a Balducci que enviase una orden de pago por dicha suma al corresponsal del Banco de Florencia a nombre de su padre. Luego regresó a su taller y se sentó, decidido a concebir un tema que obligara al cardenal Riario a ordenarle la ejecución del trabajo. Y como ignoraba si el prelado prefería un tema religioso o uno mitológico, decidió preparar uno de cada clase.

Necesitó un mes para terminar, en cera, un Apolo de cuerpo entero, inspirado en el magnífico torso que había visto en el jardín del cardenal Rovere, y una Piedad, que era una proyección de su anterior Madonna y Niño.

Escribió una nota al cardenal, informándole de que tenía listos dos modelos para que Su Eminencia eligiese. No obtuvo respuesta. Volvió a escribir, esta vez pidiendo una audiencia. No recibió contestación.

Leo fue a verlo al día siguiente y le prometió que hablaría al cardenal.

Pasaron los días y las semanas; mientras Miguel Ángel miraba y remiraba el bloque de mármol, ansioso de comenzar a trabajarlo hasta sentir dolor físico.

—¿Qué razones da? —le gritó a Leo—. Sólo necesito verlo un minuto, para que elija uno de los dos proyectos.

—Los cardenales no dan razones —replicó Leo—. Tenga paciencia.

—Los días mejores de mi vida se van —gimió Miguel Ángel—, y todo lo que tengo para esculpir es un bloque de «Paciencia».

No le fue posible conseguir una audiencia con el cardenal. Leo le explicó que el prelado estaba muy preocupado por una flota de naves que hacía bastante tiempo debían haber llegado de Oriente y que «no se sentía con ánimos para hablar de arte». Lo único que podía hacer, según Leo, era rezar pidiendo a Dios que llevase a buen puerto cuanto antes las naves del cardenal.

A fuerza de hambre de esculpir, fue a ver a Andrea Bregno. El escultor era oriundo de Como, en el norte de Italia. Tenía setenta y cinco años, pero poseía todavía una asombrosa vitalidad. Antes de ir a su estudio, Miguel Ángel se había detenido para observar los altares y sarcófagos de Bregno en Santa María del Popolo y Santa María Sopra Minerva. Sus bajorrelieves decorativos eran realmente muy buenos. Podía realizar cualquier cosa que concebía, con su martillo y cincel, pero jamás esculpía nada que no hubiese visto ya esculpido. Cuando necesitaba nuevos temas se ponía a buscar nuevas tumbas romanas y copiaba sus diseños.

El escultor lo recibió cordialmente cuando Miguel Ángel le informó que era oriundo de Settignano.

—La primera tumba que esculpí para Riario la hice con Mino da Fiesole. Era un exquisito escultor y esculpía deliciosos querubines. Puesto que es usted oriundo de su mismo pueblo, supongo que será tan bueno como él, ¿no?

—Tal vez.

—Siempre puedo emplear ayudantes. Mire, acabo de terminar este trabajo para Santa María della Quercia, en Viterbo. Ahora estamos trabajando en el monumento Savelli, para Santa María de Aracoeli. La escultura no es un arte inventivo sino de reproducción. Si yo intentase idear diseños, este taller sería un verdadero caos. Aquí esculpimos lo que otros han esculpido antes que nosotros.

—Lo hace muy bien —dijo Miguel Ángel, mientras observaba los numerosos trabajos en ejecución que se veían por todas partes del taller.

—¡Soberbiamente! En medio siglo nadie me ha devuelto un trabajo. Desde los primeros días de mi carrera aprendí a aceptar la siguiente convención: «Lo que es tiene que continuar siendo». Esta sabiduría mía, Buonarroti, me ha hecho ganar una fortuna. Si quiere triunfar en Roma tiene que dar a la gente exactamente lo que la gente ha tenido toda su vida.

—¿Y qué le ocurriría a un escultor que dijese: «Lo que es tiene que ser cambiado»?

—¿Cambiado? ¿Nada más que por el cambio?

—No; porque ese escultor considerase que cada nueva pieza esculpida tiene que abrirse paso entre las convenciones existentes, lograr algo fresco y diferente…

Bregno movió las mandíbulas como si estuviese chupando algo y al cabo de unos segundos dijo:

—Lo que habla por su boca es su juventud, muchacho. Unos cuantos meses bajo mi tutela le harán olvidar esas nociones tan tontas. Quizá yo estuviese dispuesto a tomarlo como aprendiz por un término de dos años. Cinco ducados el primer año y diez el segundo…

Messer Bregno, he trabajado de aprendiz durante tres años con Bertoldo, en el jardín de escultura de Lorenzo de Medici, en Florencia.

—¿Bertoldo, el que trabajó con Donatello?

—El mismo.

—¡Qué lastima! Donatello ha arruinado la escultura para todos los florentinos. Sin embargo… Tenemos una gran cantidad de ángeles que deben ser esculpidos para las tumbas…

Las lluvias y fuertes vientos del mes de noviembre trajeron consigo para Miguel Ángel la llegada de su hermano Buonarroto. La lluvia había obligado a Miguel Ángel a encerrarse en su dormitorio, cuando se le presentó su hermano, empapado pero con una amplia sonrisa de felicidad que iluminaba sus pequeñas y oscuras facciones.

Abrazó cariñosamente a Miguel Ángel y le dijo:

—Terminé mi aprendizaje y ya no podía resistir más en Florencia no estando tú. He venido a buscar trabajo aquí en el Gremio de Laneros.

—Bueno, ahora cámbiate inmediatamente esa ropa empapada. Aquí tienes ropa mía. Cuando pare la lluvia te llevaré a la Hostería del Oso.

—¿Entonces no puedo quedarme aquí, contigo? —preguntó Buonarroto con tristeza.

—Aquí no soy más que un huésped. La hostería es cómoda. Cuéntame enseguida lo de la deuda de nuestro padre.

—Ese asunto ha quedado zanjado por el momento, gracias a los trece florines que le enviaste. Pero el comerciante, Consiglio, sostiene que nuestro padre le debe mucho más dinero. Parece que le pidió unas telas, pero nadie, ni siquiera Lucrezia sabe lo que hizo con ellas.

Buonarroto le contó los acontecimientos de los últimos cinco meses: el tío Francesco estaba enfermo; Lucrezia también, al parecer de un aborto; como no había más entradas que el arrendamiento de la granja de Settignano, Ludovico no podía hacer frente a los gastos de la casa. Giovansimone se había negado a contribuir al sostenimiento de la casa, a pesar de los reiterados ruegos del padre.

Al cabo de una semana era evidente que no había trabajo para Buonarroto en Roma. Los florentinos no tenían Gremio de Laneros en la ciudad y los romanos no empleaban a un florentino.

—Creo que tendrás que volver a casa —dijo Miguel Ángel con pena—. Si sus cuatro hijos mayores están fuera de casa y no contribuyen con nada a su mantenimiento, ¿cómo va a arreglárselas nuestro padre?

Buonarroto partió bajo un verdadero diluvio. Piero de Medici llegó de vuelta a Roma igualmente empapado por la lluvia. Los últimos restos de su ejército andaban ya desparramados, carecía de fondos y había sido abandonado hasta por Orsini. Alfonsina estaba con sus hijos en una de las posesiones de su familia.

Piero escandalizaba a toda Roma con sus grandes pérdidas en el juego y sus violentas disputas en público con su hermano Giovanni. Pasaba las mañanas en el palacio San Severino, y las tardes, hasta la puesta del sol, con la cortesana favorita del momento. Por la noche salía a las calles de Roma para intervenir en cuanto de malo ofrecía la ciudad. Pero igualmente criticable, a juicio de la colonia florentina, era su actitud de arrogante tirano. Anunció que gobernaría Florencia solo, sin la ayuda de Consejo alguno. «Prefiero», agregó, «administrar mal por mi cuenta que hacerlo bien con la ayuda de otros».

Miguel Ángel se sorprendió al recibir una invitación escrita por el mismo Piero para la cena de Nochebuena en casa del cardenal Giovanni. Fue un verdadero y suntuoso banquete. La casa de Giovanni era hermosa, porque estaba llena de objetos que había llevado de Florencia en su primer viaje: cuadros, bronces, tapices, platería… todo ello empeñado a un interés del veinte por ciento para pagar las deudas de Piero.

Se aterró al ver los estragos que la vida disoluta había causado en el rostro del hijo mayor de Lorenzo. Su párpado izquierdo estaba casi cerrado. En su cabeza se veían calvas parciales. El antes hermoso rostro aparecía embotado y surcado de rojas venas.

—¡Buonarroti! —exclamó al verlo—. En Bolonia consideré que había sido desleal a los Medici. Pero me he enterado por mi hermana Contessina de que salvó numerosas gemas de gran valor y obras de arte del palacio ocultándolas en el montacargas. —Su voz era altisonante, como para ser oída por cuantos se hallaban en la habitación—. A cambio de su lealtad, Buonarroti, quiero encargarle que esculpa un mármol para mí.

—Eso me haría muy feliz, Excelencia —respondió Miguel Ángel serenamente.

—Quiero que sea una gran estatua. Le haré avisar dentro de poco tiempo. Y entonces le daré mis órdenes.

—Las estaré esperando, entonces.

Al regresar a su habitación, después de aquella noche llena de tensión, vio por primera vez desde su llegada a Roma a su ex amigo Torrigiani. Estaba con un grupo de jóvenes romanos, ricamente vestido y muy alegre. Caminaba por la calle, afectuosamente cogido del brazo de uno de sus compañeros, todos ellos evidentemente bajo los efectos del alcohol, acogiendo las payasadas de Torrigiani con grandes risotadas.

Miguel Ángel sintió un vago malestar en el estómago. Se preguntó si aquello era miedo, pero sabía que era algo más, algo afín con el saqueamiento del palacio Medici, con el calamitoso estado de Piero, una conciencia de la insensata destrucción inherente a la época y al espacio, siempre pronta a lanzarse a destruirlo todo.

Las naves del cardenal Riario llegaron por fin a los muelles de Ripetta. Leo consiguió para él una invitación a la recepción de Año Nuevo.

—Conseguiré un par de cajas forradas de terciopelo —dijo—, de esas que se usan para exponer las joyas. Meteremos en ellas sus dos modelos, y cuando el cardenal esté rodeado de las personas a quienes desea impresionar le haré una seña.

Y así lo hizo. El cardenal Riario estaba rodeado de los príncipes de la Iglesia, el Papa, sus hijos Juan, César y Lucrezia, a quien acompañaba su esposo, cardenales, obispos y las familias nobles de Roma, cuyas mujeres vestían lujosos vestidos de seda y terciopelo y lucían costosas joyas.

Leo se volvió al cardenal y le dijo:

—Excelencia, Buonarroti ha preparado unos modelos para que elija entre ellos el que le agrade.

Miguel Ángel colocó las cajas sobre la mesa, las abrió y tomó uno de los modelos en cada mano, tendiéndolos para que el cardenal pudiera verlos. Hubo un murmullo de admiración entre los hombres, mientras las mujeres aplaudían discretamente.

—¡Excelentes! ¡Excelentes! —exclamó el cardenal—. Siga trabajando, mi querido muchacho, y pronto tendremos el que deseamos.

—Entonces, ¿Vuestra Gracia no desea que esculpa ninguno de éstos en mármol? —preguntó Miguel Ángel con voz ronca por la emoción.

El cardenal se volvió a Leo y le dijo:

—Traiga a su amigo a verme en cuanto tenga nuevos modelos. Estoy seguro de que serán exquisitos.

Ya fuera del salón, la ira de Miguel Ángel estalló como un torrente.

—¿Qué clase de hombre es ése? —exclamó—. Fue él quien me pidió que esculpiese algo, y hasta compró el bloque de mármol para hacerlo… ¡Yo tengo que ganarme la vida! A este paso, pasaré aquí meses y hasta años sin que se me permita tocar ese bloque de mármol.

—Yo creí que podríamos conseguir que el cardenal decidiese halagar a sus invitados, permitiéndoles que fueran ellos quienes eligieran. Lo siento mucho, amigo mío.

Miguel Ángel se apresuró a disculparse por su irritación.

—Perdóneme esta amargura, Leo. Le he hecho pasar un mal momento. Vuelva a la recepción, y perdóneme, por favor.

Al quedarse solo vagó por las calles, ahora llenas de familias y niños que celebraban la entrada del año. De la colina Pincio estallaban sobre la ciudad cohetes y fuegos de artificio.

—¡Tiempo! —murmuró para sí—. Todo el mundo quiere que le dé tiempo. Pero el tiempo es tan vacío para mí como el espacio, a menos que pueda llenarlo de figuras de mármol.

Balducci encontró una muchacha de cabellos rubios como el oro para ayudarle a salir de aquella melancolía. Miguel Ángel sonrió por primera vez desde que había salido de la recepción del cardenal.

En la Trattoria Toscana encontraron a Giuliano da Sangallo, el arquitecto florentino amigo de Lorenzo de Medici y el primer hombre que enseñó a Miguel Ángel el arte de la arquitectura. Parecía sentirse muy solo. Había tenido que dejar a su esposa e hijo en Florencia y vivía en unas habitaciones alquiladas en Roma a la espera de mejores encargos que el que ahora tenía: un techo de madera para Santa María Maggiore, el cual tendría aplicaciones del primer oro que Cristóbal Colón había llevado a Europa de América. Invitó a Miguel Ángel y a Balducci a que lo acompañaran y preguntó al primero cómo iban sus cosas en Roma. Escuchó atentamente mientras Miguel Ángel le relató su frustración.

—Lo que sucede es que está al servicio de un cardenal que no le conviene —dijo—. Fue el cardenal Rovere quien llegó a Florencia en 1481 para pedir a Ghirlandaio, Botticelli y Rosselli que pintasen murales para la capilla de su tío, el Papa Sixto IV. Fue él quien persuadió a Sixto de que debía iniciar la primera biblioteca pública en Roma y reunir los bronces necesarios para crear el Museo Capitolino. Cuando el cardenal Rovere vuelva a Roma, se lo presentaré.

—¿Cuándo volverá? —preguntó Miguel Ángel, animado con una nueva esperanza.

—Ahora está en París. Está disgustado con el Borgia y permanece alejado de Roma desde hace varios años. Pero todo parece indicar que él será el próximo Papa. Mañana vendré a buscarlo y le enseñaré la Roma que más me agrada, la Roma grandiosa, en la cual construían los más grandes arquitectos del mundo. La Roma que yo volveré a crear piedra sobre piedra, una vez que el cardenal Rovere sea ungido Papa. Mañana por la noche, olvidará que ha deseado esculpir y se entregará por entero a la arquitectura.

Aquella fue una distracción sumamente necesaria para Miguel Ángel.

Sangallo quería que empezasen por el Panteón, porque era a la cima de aquella magnífica estructura adonde Brunelleschi había subido para aprender un secreto arquitectónico olvidado durante mil quinientos años: que aquello no era una cúpula, sino dos, una construida dentro de la otra.

El arquitecto entregó a Miguel Ángel un rollo de papel de arquitectura y exclamó:

—Bueno, ahora vamos a crear nuevamente el Panteón, tal como lo vieron los romanos de la época de Augusto.

Primeramente dibujaron dentro, estableciendo otra vez el interior de mármol, con la abertura al cielo en el centro de la cúpula. Luego pasaron al exterior y dibujaron las dieciséis columnas de granito rojo y gris que sostenían el pórtico, las gigantescas puertas de bronce, la cúpula, cubierta de chapas de bronce, la vasta estructura circular de ladrillo, tal como la habían descrito los historiadores.

Luego con los rollos de papel bajo el brazo, se dirigieron a la Vía delle Bottheghe Oscure y subieron a la colina capitolina. Allí, de cara sobre el gran foro romano, se hallaban en pleno corazón de la primera capital romana. Ahora era un montón de escombros y basuras, una sucesión de montículos de tierra en los que pastaban cabras y retozaban cerdos. No obstante, en aquellas dos cimas habían estado el templo de Júpiter y el de Juno Moneta, del siglo sexto antes de Cristo.

Bajaron por la ladera de la colina al foro romano y pasaron allí el resto del tiempo dibujando los edificios tal como eran en los días de su mayor grandeza: los templos de Saturno y Vespasiano; el Senado de Julio César, construido de severo ladrillo naranja; el gran templo de Cástor, con sus admirables columnas y sus ricos capiteles corintios; el Arco de Tito; el Coliseo… Las manos de Miguel Ángel volaban sobre el papel como jamás lo habían hecho, mientras trataba de mantener el ritmo impuesto por Sangallo, que producía una verdadera catarata de dibujos y explicaciones verbales.

Cayó la noche. Miguel Ángel se sentía extenuado, y Sangallo estaba triunfante.

—Ahora —dijo—, ha descubierto el glorioso pasado de Roma. Trabaje todos los días. Suba al Palatinado y reconstruya los baños de Severo y el palacio de Flaviano. Vaya al circo Máximo, la basílica de Constantino, la casa dorada de Nerón al fondo de la colina Esquilmo. Los romanos fueron los arquitectos más grandes que haya conocido el mundo.

La agonía y el éxtasis
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