XV

Fue entonces cuando le llegó el llamamiento que esperaba. El Papa Julio II quería que fuera a Roma inmediatamente, y le enviaba cien florines para los gastos del viaje.

Era un mal momento para abandonar Florencia, porque tenía suma importancia que transfiriese el boceto de Los bañistas a la pared del Salón de la Signoria mientras la pintura estaba fresca y palpitante en su mente y antes de que apareciesen otras amenazas exteriores contra el proyecto. Y después tenía que esculpir el San Mateo, pues llevaba ya un tiempo considerable viviendo en su casa y tenía que empezar a pagarla.

No obstante, deseaba desesperadamente ir y enterarse de cuáles eran las ideas concebidas por Julio II para él, y recibir alguno de aquellos descomunales encargos que sólo los Papas podían otorgar.

Informó a Soderini del asunto, y éste estudió atentamente el rostro de Miguel Ángel antes de hablar.

—Uno no puede rechazar un ofrecimiento del Papa. Si Julio II dice «Venid», tiene que ir. Su amistad es de suma importancia para Florencia.

—Sí, pero… mi casa… mis dos contratos…

—Dejaremos ambos en suspenso hasta que sepa lo que desea el Santo Padre. Pero recuerde que esos contratos tendrán que ser cumplidos.

—Comprendo perfectamente, gonfaloniere.

No tuvo más que entrar por la Porta del Popolo para ver y oler los sorprendentes cambios. Las calles habían sido lavadas. Muros y casas semiderruídas habían sido demolidas a fin de ensanchar las calles. La Vía Ripetta estaba empedrada de nuevo. El mercado de cerdos no se veía ya en el Foro Romano. Numerosos edificios nuevos estaban en plena construcción.

Encontró a la familia Sangallo alojada en uno de los palacios pertenecientes al Papa Julio II, cerca de la Piazza Scossacavalli. Cuando un criado le hizo entrar, vio que el interior estaba cubierto de ricos tapices flamencos, las habitaciones aparecían decoradas con costosas vasijas de oro y plata, pinturas y esculturas antiguas.

El palacio estaba lleno de gente. Un salón de música cuyas ventanas daban al patio había sido convertido en taller de pintor. En él, media docena de jóvenes arquitectos, aprendices de Sangallo, trabajaban en planos para la ampliación de plazas, construcción de puentes sobre el Tíber, edificios para nuevas academias, hospitales e iglesias. Los planos habían sido concebidos originalmente por Sixto IV, quien hizo construir la Capilla Sixtina, descuidada luego por Alejandro VI y ahora ampliada por Julio II, sobrino de Sixto.

Sangallo parecía veinte años más joven que el día que Miguel Ángel lo vio por última vez. El arquitecto lo condujo por una amplia escalinata de mármol a las estancias de la familia, donde fue cariñosamente abrazado por la señora Sangallo y su hijo Francesco.

—Hace muchos meses que esperaba este día para darle la bienvenida a Roma —dijo Sangallo—. Ahora que ya ha sido formulado el encargo, el Santo Padre está ansioso por verlo. Iré al Palacio Papal inmediatamente para solicitar una audiencia para mañana por la mañana.

—¡No tan rápido, Sangallo, por favor! —exclamó Miguel Ángel—. ¡Todavía no sé lo que desea el Papa que esculpa para él!

Sangallo acercó una silla y se sentó frente a Miguel Ángel, tan cerca que las rodillas de ambos se tocaban. El arquitecto estaba evidentemente excitado.

—Se trata de una tumba —dijo—. La Tumba… ¡La Tumba del Mundo!

—¿Una tumba? ¡Oh, no! —gimió Miguel Ángel.

—No me ha comprendido. Esta tumba será mucho más importante que los mausoleos de Augusto y Adriano…

—¡Augusto!… ¡Adriano!… Pero ¡esos son gigantescos!

—Como lo será el suyo. No de tamaño, sino por su escultura. El Santo Padre desea que esculpa tantas figuras de mármol como le sea a usted posible concebir: ¡diez, veinte, treinta! Será el primer escultor que tenga tantas figuras suyas en el mismo lugar desde que Fidias hizo el friso del Partenón. ¡Fíjese, Miguel Ángel! ¡Treinta Davides en una sola tumba! Jamás se le ha presentado una oportunidad semejante a maestro escultor alguno. Este encargo lo convierte en el primer estatuario del mundo.

—¡Treinta Davides! ¿Y para qué quiere el Papa tantos Davides? —preguntó Miguel Ángel ingenuamente.

—No me extraña que no comprenda. Yo tampoco lo comprendí al principio, mientras veía cómo se desarrollaba el proyecto en la mente del Santo Padre. Lo que he querido decir ha sido treinta estatuas del tamaño de su David.

—¿De quién ha sido la idea de esa tumba?

Sangallo vaciló un momento antes de contestar:

—La concebimos juntos. Un día, el Papa estaba hablando de tumbas antiguas y yo aproveché la oportunidad para sugerir que la suya debía ser la más grandiosa que hubiera visto el mundo. Él opinó que las tumbas debían construirse después de la muerte del Papa, pero lo convencí de que únicamente utilizando su propio y sensato juicio podría estar seguro de tener el monumento que se merecía. El Santo Padre comprendió mi razonamiento de inmediato… Y ahora, perdóneme, tengo que correr al Vaticano.

Miguel Ángel se dirigió a la residencia de Jacopo Galli. La casa parecía extrañamente silenciosa. Cuando la señora Galli entró en la sala a la que lo había conducido un sirviente, vio que estaba pálida y algo envejecida.

—¿Qué ha sucedido, señora? —preguntó con temor.

—¡Jacopo está gravemente enfermo! El invierno pasado se acatarró y ahora tiene los pulmones afectados. El doctor Lippi ha traído a varios de sus colegas, pero no pueden hacer nada para mejorarlo.

Miguel Ángel sintió una gran angustia.

—¿Podría verlo, señora? Le traigo muy buenas noticias…

—Eso lo animará, seguramente, pero debo advertirle una cosa: no demuestre compasión ni mencione en ningún momento su enfermedad. Háblele solamente de escultura.

Jacopo Galli estaba tendido bajo gruesas mantas. Su cuerpo apenas abultaba. El rostro aparecía macilento, hundidos los ojos. Sin embargo, se animaron de alegría al ver a Miguel Ángel.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Miguel Ángel! ¡Qué placer verlo otra vez! ¡He oído cosas maravillosas de su David!

Miguel Ángel bajó la cabeza, emocionado, a la vez que enrojecía.

—Si está en Roma —agregó Jacopo—, eso sólo puede significar que tiene algún encargo importante. ¿Del Papa?

—Sí. Giuliano da Sangallo me lo ha conseguido.

—¿Y qué va a esculpir para Su Santidad?

—Una tumba monumental, con profusión de mármoles.

Galli lo miró con ojos risueños.

—Después de la figura de David, que ha creado un nuevo concepto en la escultura, ¡una tumba! —dijo—. Y la va a realizar el hombre que más odia las tumbas en toda Italia…

—Es que ésta será distinta: una tumba que contendrá todas las esculturas que yo pueda concebir.

—¡Qué serán muchas, claro! —rió penosamente Galli.

—¿Sabe si Su Santidad es un hombre bueno para trabajar con él? Fue él quien encargó los frescos de la Capilla Sixtina…

—Sí, se puede trabajar para él, siempre que no acentúe demasiado lo espiritual y no lo irrite. Tiene un genio insoportable.

Galli se dejó caer sobre las almohadas.

—Recuerde, Miguel Ángel —añadió—, que todavía soy su administrador en Roma. Tiene que permitirme que redacte su contrato con el Papa, para que sea como debe ser…

—No haré nada sin usted.

Aquella noche tuvo lugar una gran reunión en casa de Sangallo: altos prelados, acaudalados banqueros y comerciantes y muchos otros miembros de la colonia florentina. Balducci abrazó a Miguel Ángel con un grito de júbilo y concertó una cena en la Trattoria Toscana. El palacio estaba refulgente, con sus centenares de velas en altos candelabros. Servidores uniformados circulaban entre los invitados con alimentos y vinos. Los Sangallo estaban rodeados de admiradores; aquél era el éxito que tantos años había esperado Giuliano. Hasta Bramante estaba presente. No había envejecido nada en los cinco años pasados. Parecía haber olvidado su discusión en el patio del palacio del cardenal Riario. Si estaba decepcionado por el golpe de suerte que acababa de convertir a Sangallo en el arquitecto de Roma, no lo demostraba.

Al partir el último invitado, Sangallo explicó:

—Esto no ha sido una fiesta, sino la visita de nuestros amigos. Sucede todas las noches. Los tiempos han cambiado, ¿eh?

Aunque Julio II no podía ni siquiera oír que se mencionase el apellido Borgia, se vio obligado a ocupar las habitaciones de Alejandro VI porque las suyas no estaban preparadas todavía. Cuando Sangallo llevó a Miguel Ángel por el gran vestíbulo de la residencia de Borgia, éste tuvo tiempo para contemplar los techos dorados, los tapices, las cortinas de seda y las alfombras orientales, los murales de Pinturicchio, integrados por jardines y paisajes, y el trono, rodeado de banquetas y almohadones de terciopelo.

Sentado en un alto trono con respaldo púrpura estaba Julio II y, a su alrededor, el secretario privado, Sigismondo de Conti, dos maestros de ceremonias, Paris de Grassis y Johannes Burchard, varios cardenales y obispos y otros caballeros que parecían ser embajadores. Todos ellos esperaban turno para unas palabras en privado con el Papa.

Miguel Ángel vio ante él al primer Pontífice que llevaba barba. Era un hombre delgado, como consecuencia de su vida austera, otrora agraciado, pero ahora con el rostro surcado por profundas arrugas. En su barba se veían algunos hilos de plata. Lo que más impresionó a Miguel Ángel fue la enorme energía, lo que Sangallo había descrito como «fiera impetuosidad».

Julio II alzó la cabeza, los vio detenidos junto a la puerta y los llamó con un ademán.

Sangallo se arrodilló y besó el anillo papal; luego presentó a Miguel Ángel, que hizo lo mismo.

—He visto su Piedad en San Pedro —dijo el Papa—. Allí es donde deseo que se levante mi tumba.

—¿Podría Su Santidad especificarme en qué lugar de San Pedro? —preguntó Miguel Ángel.

—¡En el centro! —respondió Julio II fríamente.

Miguel Ángel se dio cuenta de que había hecho una pregunta inconveniente. El Papa era, al parecer, un hombre brusco, y eso le agradó.

—Estudiaré la basílica —dijo—. ¿Desearíais, Santo Padre, exponerme cuáles son vuestros deseos para esa tumba?

—Eso es cosa vuestra: proporcionarme lo que yo deseo.

—Y así lo haré, pero debo construir sobre la base de los deseos de Su Santidad.

La respuesta agradó a Julio II, que comenzó a hablar con su bien timbrada voz, exponiendo sus planes, ideas, datos históricos. Miguel Ángel lo escuchó atentamente. Y de pronto, el Pontífice lo aterró.

—Deseo que diseñe un friso de bronce que abarque los cuatro lados de la tumba —dijo—. El bronce es el mejor medio para relatar historias. Por medio de él puede relatar los episodios más importantes de mi vida.

La agonía y el éxtasis
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