IX
Varias veces a la semana, Bertoldo insistía en que fueran a las iglesias para continuar el dibujo, las copias de las obras maestras. Fueron a capilla Brancacci, en la iglesia del Carmine. Torrigiani colocó su banqueta tan cerca de Miguel Ángel que su hombro hacía presión contra el brazo de su amigo. Miguel Ángel retiró su banqueta ligeramente y Torrigiani se ofendió de inmediato.
—No puedo dibujar si no tengo libre el brazo —explicó Miguel Ángel.
—¡No seas tan quisquilloso! Lo único que pretendía era que nos divirtiéramos mientras trabajamos. Anoche oí una nueva balada obscena…
—Quiero concentrarme en lo que hago.
—Y yo estoy aburrido. Ya hemos dibujado estos frescos cincuenta veces. ¿Qué más pueden enseñarnos?
—A dibujar como lo hacía Masaccio.
—Yo quiero dibujar como Torrigiani. Para mí es bastante.
Sin levantar la cabeza, Miguel Ángel respondió impaciente:
—Pero no para mí.
—¡No seas estúpido! Yo gané tres premios de dibujo el año pasado. ¿Cuántos has ganado tú?
—Ninguno. Y por eso será mejor que me permitas que aprenda.
—Me sorprende que el discípulo favorito tenga que someterse todavía a estos ejercicios de escolar.
—Copiar a Masaccio no es un ejercicio de escolar, como no sea para una mente de escolar.
—¿Así que ahora me quieres decir que tu mente es mejor que la mía? ¡Yo creía que sólo era tu mano de dibujante!
—Si supieras dibujar comprenderías que no hay diferencia entre ambas cosas.
—Y si tú supieras hacer cualquier otra cosa aparte de dibujar, te darías cuenta de lo poco que vives. Pero es como dicen: «Hombre pequeño, vida pequeña; hombre grande, vida grande».
—Hombre grande, pura bolsa de aire.
Torrigiani se enfureció:
—¿Es un insulto eso?
Saltó de su banqueta, puso una maciza mano sobre el hombro de Miguel Ángel y le obligó a levantarse. El muchacho no pudo esquivar el golpe. El puño de Torrigiani se estrelló contra el puente de su nariz. Sintió el sabor de la sangre en la boca y el pequeño ruido del hueso nasal al quebrarse. Y luego, como a distancia, la voz de Bertoldo que lanzaba un grito de angustia.
—¿Qué has hecho, Torrigiani?
Y mientras veía unas estrellas que se movían alocadamente, Miguel Ángel oyó la voz de Torrigiani que respondía:
—El hueso se ha roto como un bizcocho bajo mis nudillos.
Miguel Ángel cayó de rodillas, y un segundo después sintió el duro cemento del suelo en la mejilla. Luego, perdió el conocimiento.
Despertó en su lecho del palacio. Sus ojos y su nariz estaban tapados por unos trapos mojados. Su cabeza era un torbellino de dolor. Al moverse, alguien le retiró los trapos. Trató de abrir los ojos, pero sólo consiguió entreabrirlos un poco. Inclinado sobre él, vio a Pier Leoni, el médico de Lorenzo. Estaban también Il Magnifico y Bertoldo. Alguien golpeó en la puerta. Miguel Ángel oyó que una persona entraba y decía:
—Torrigiani ha huido de la ciudad, Excelencia. Por la Porta Romana.
—Envíen tras él a los más veloces jinetes. ¡Haré que lo encierren en un calabozo!
Miguel Ángel cerró nuevamente los ojos. El médico lo acomodó en las almohadas, le limpió la sangre de la boca y comenzó a explorar su rostro suavemente con los dedos.
—El puente de la nariz está destrozado —dijo—. Es probable que las astillas del hueso necesiten un año para salir. El conducto está completamente cerrado. Más adelante, con un poco de suerte, podrá respirar de nuevo por ese conducto.
Deslizó un brazo bajo el hombro del paciente, lo enderezó un poco y le acercó a los labios un vaso.
—Beba —dijo—. Esto le hará dormir; cuando despierte, el dolor será mucho menor.
Resultaba una verdadera tortura abrir los labios, pero bebió el té de hierbas caliente. La voz del médico se fue alejando.
Cuando despertó, se hallaba solo en la habitación. El dolor se había concentrado ahora en los ojos y la nariz. De la ventana le llegaba claridad.
Hizo a un lado las mantas, se bajó de la cama, trastabilló y se apoyó en el tocador para sostenerse. Luego, armándose de valor, se miró al espejo. Una vez más tuvo que agarrarse con fuerza para no desmayarse, porque apenas podía reconocerse. Ambos ojos estaban muy hinchados.
No podría saber todas las consecuencias del golpe de Torrigiani hasta que hubiese desaparecido la hinchazón. Pasarían semanas, quizá meses, antes de que le fuera posible ver de qué modo su amigo de otra época había conseguido, a la inversa, la modificación de sus facciones deseada hacía tanto tiempo.
Temblando por la fiebre, se arrastró a gatas hasta la cama y se tapó por completo con las mantas, como si quisiera borrar de su vista el mundo y la realidad. Se sentía vencido. Su orgullo le había llevado al estado de derrota en que se hallaba ahora.
Oyó que alguien abría la puerta. Se quedó inmóvil, pues no deseaba ver a nadie. Una mano lo destapó y entreabrió los ojos. Inclinada sobre él se hallaba Contessina.
—¡Miguel Ángel mío! —murmuró la joven.
—¡Contessina!
—¡Siento terriblemente lo que le ha ocurrido!
—¡Más lo siento yo!
—Torrigiani ha conseguido escapar, pero mi padre jura que lo capturará.
Movió dolorosamente la cabeza en la almohada.
—De nada serviría. Me culpo a mí mismo. Yo provoqué su ira, fui más allá de lo que él podía resistir.
—Sí, pero él fue quien empezó. Estamos enterados de todo.
Miguel Ángel sintió que sus ojos se llenaban de cálidas lágrimas al obligarse a sí mismo a pronunciar las palabras más crueles que podían salir de sus labios:
—Soy feo… ¡Muy feo!
El rostro de Contessina estaba muy cerca del suyo cuando él dijo aquello. Sin moverse, ella posó los labios suavemente sobre el hinchado y desfigurado puente de la nariz. Y aquella caricia ligeramente húmeda, cálida, le pareció un bálsamo.
Pasaron los días. No se atrevía a salir del palacio, aunque la hinchazón continuaba desapareciendo y el dolor era mucho menor. Su padre se enteró de la noticia y fue a comprobar la gravedad del daño. Ludovico estaba preocupado, pues temía que los florines no le fueran entregados a su hijo mientras continuaba confinado en su habitación.
—¿Te dejarán de pagar mientras sigas en cama? —preguntó, ansioso.
Miguel Ángel se enfureció.
—No es un salario —dijo—. Y no se me dejará de pagar porque no trabaje. Pero tal vez crean que mientras esté en cama no necesite el dinero.
Ludovico se lamentó.
—¡Ya me imaginaba yo eso! —y se fue.
Lorenzo iba a verlo unos minutos todas las tardes. Le llevaba algún camafeo nuevo o una moneda antigua para analizarlos con él. Il Cardiere estuvo también en la habitación para ponerle al corriente con sus cantos de todo cuanto ocurría en Florencia, incluso el incidente entre él y Torrigiani. Landino fue a leerle trozos de Dante; Pico, para mostrarle algunos nuevos descubrimientos de tallas egipcias en piedra que indicaban que los griegos habían aprendido a esculpir de los egipcios. Contessina iba con su nodriza a pasar con él la última hora antes del anochecer. Y hasta Giovanni y Giulio le visitaron un momento. Piero le envió sus condolencias.
Jacopo y Tedesco fueron hasta su lecho para asegurarle que si le echaban la vista encima a Torrigiani en las calles de Florencia, lo apedrearían. Granacci permaneció muchas horas junto a él. Le llevaba carpetas de dibujos y materiales para sus bosquejos. El médico hurgó en su nariz con unos palos delgados y finalmente le aseguró que llegaría a respirar, al menos por una de las ventanas de la nariz.
—Torrigiani —le dijo para consolarlo— intentó aplastar el talento de usted con su puño, para rebajarlo a su nivel.
Pero Miguel Ángel movió la cabeza negativamente:
—Granacci me lo había advertido —dijo.
—Sin embargo, es cierto: las personas que tienen envidia del talento de otros quieren destruirlo. Y ahora tiene que volver al trabajo. Lo echamos de menos en el jardín.
Miguel Ángel se contempló en el espejo que había en el tocador. El puente de la nariz estaba hundido, y así quedaría para siempre. En su centro había un bulto y la nariz estaba torcida, por lo cual había desaparecido toda la simetría que hubiera tenido antes. Hizo un gesto de horror.
Se sentía dominado por una enorme desesperación. Ahora ya sería, para siempre, el escultor feo que intentaba crear imágenes hermosas.