IV
Bramante murió en la primavera. El Papa ordenó un sepelio suntuoso y luego mandó llamar a Giuliano da Sangallo, el arquitecto favorito de su padre. Sangallo llegó. Su antiguo palacio de la Vía Alessandrina le fue devuelto. Miguel Ángel estaba allí, sólo unos minutos después, para abrazar a su viejo amigo.
—¡Nos encontramos de nuevo! —exclamó Sangallo, con un jubiloso brillo en los ojos—. He sobrevivido a mi destitución y usted a los años en su Capilla Sixtina. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Pero me he encontrado con una extraña comunicación del Papa León X. Me pregunta si tengo inconveniente en tomar como ayudante a Rafael para la obra de San Pedro. ¿Es arquitecto, Rafael?
Miguel Ángel sintió un involuntario escalofrío de disgusto: ¡Rafael!
—Ha estado dirigiendo las reparaciones en la iglesia y se le ve en los andamios a todas horas.
—Pero es usted quien debió hacerse cargo de mi trabajo. Al fin y al cabo, tengo casi setenta años.
—Gracias, caro. Permita que lo ayude Rafael. Eso me deja en libertad para dedicarme a mis mármoles.
Miguel Ángel permitía a muy pocas personas visitar su taller: el ex gonfaloniere Soderini y su esposa, a quien se había permitido ir a vivir a Roma; Metello Van dei Porcari, un romano de antiguo linaje, y Bernardo Cencio, canónigo de San Pedro. Éste último dijo un día:
—Nos gustaría que nos esculpiera un Cristo Resucitado para nosotros… para la iglesia de Santa María sopra Minerva.
—Me agrada que me lo pida —declaró Miguel Ángel—, pero tengo que decirle que mi contrato con los herederos del Papa Julio II no me permite aceptar trabajos de otras personas…
—Ésta sería una pieza única, que esculpiría a su entera comodidad —exclamó Mario Scappucci, otro de los presentes.
—¿Un Cristo Resucitado? —dijo Miguel Ángel. La idea le interesaba—. ¿Cómo imagináis la pieza?
—De tamaño natural. Con una cruz en los brazos y una actitud que determinará usted mismo.
—¿Podría meditarlo? —agregó.
Hacia mucho que pensaba que la mayor parte de las crucifixiones cometían una grave injusticia contra Jesús, pues lo pintaban aplastado y vencido por el peso de la cruz. Él no había creído eso ni un instante: su Cristo era un hombre poderoso que había llevado la cruz Calvario arriba como si fuera una rama de olivo. Comenzó a dibujar. La cruz se convirtió en una cosa diminuta en las manos de Jesús. Puesto que le habían dado el encargo invirtiendo la tradición, al pedirle una cruz después de la Resurrección, ¿por qué no podía él también apartarse del concepto hasta entonces aceptado? En lugar de la cruz que aplastaba a Cristo, Jesús se erguiría triunfante.
Su familia mantenía desbordante la copa de su amargura. Extenuado por las eternas peticiones de dinero de Buonarroto para abrir su tienda propia, Miguel Ángel tomó mil ducados de los fondos provistos por su nuevo contrato con los Royere y los llevó a Balducci para que los enviara a Florencia. Buonarroto y Giovansimone abrieron su tienda, y de inmediato tropezaron con dificultades. Necesitaban más capital. ¿No podría Miguel Ángel enviarles otros mil ducados? Pronto empezaría a percibir parte de los beneficios de la tienda… Mientras tanto, Buonarroto había conocido a una joven con quien estaba dispuesto a casarse, pues el padre de la muchacha prometía una buena dote. ¿Creía Miguel Ángel que debía casarse?
Envió a Buonarroto otros doscientos ducados, que su hermano jamás acusó haber recibido. Una triste noticia fue la de la muerte de la señora Topolino. Dejó de lado el trabajo y fue la iglesia de San Lorenzo a orar por ella. Envió dinero a Buonarroto, ordenándole que fuese a la iglesia de Settignano e hiciese rezar una misa por el descanso del alma de la buena amiga.
Pasaron los meses. Sus aprendices le traían al taller las noticias y chismes locales. Leonardo da Vinci se había visto en muy serias dificultades y pasaba una gran parte de su tiempo en experimentos con nuevos aceites y barnices para presentar las pinturas, por lo cual no le quedaba tiempo para encargos del Papa. Y éste dijo un día, burlón, en la corte: «Leonardo jamás hará nada, pues comienza a pensar en el fin de una cosa antes que en el principio».
Los cortesanos propagaron el chiste y Leonardo, al enterarse de que se había convertido en blanco de burlas, abandonó el encargo que le había hecho León X. El Papa se enteró de que el pintor estaba realizando trabajos de disección en el hospital de Santo Spirito y amenazó con expulsarle de Roma. Leonardo huyó del Belvedere, dispuesto a continuar sus estudios en las lagunas Pontinas, pero contrajo la malaria. Cuando sanó, descubrió que su herrero había destruido sus experimentos de mecánica. Y cuando su protector, Giuliano, partió a la cabeza de las tropas papales para expulsar a los invasores franceses de Lombardia, ya no le fue posible permanecer más tiempo en Roma.
También Sangallo paladeó la amargura de la tragedia, pues enfermó tan gravemente de cálculos biliares que ya no podía trabajar. Fue transportado a Florencia en una litera, por lo que su rehabilitación llegó demasiado tarde. Rafael fue designado arquitecto de San Pedro y de Roma.
Miguel Ángel recibió una nota urgente de Contessina. Corrió al palacio, fue recibido por Niccolo y llevado al dormitorio. Aunque hacía calor, Contessina estaba cubierta de mantas y edredones. Su rostro pálido descansaba sobre las almohadas y sus ojos estaban hundidos en sus cuencas.
—Contessina… ¿está enferma? —preguntó él, ansioso.
Ella lo llamó a su lado y le indicó un lugar al borde del lecho. Miguel Ángel le tomó una mano, blanca y frágil. Ella cerró los ojos. Al abrirlos de nuevo, estaban cuajados de lágrimas.
—Miguel Ángel —dijo—, recuerdo la primera vez que nos vimos, en el jardín de escultura. Todos creían entonces que yo iba a morir muy pronto, como mi madre y mi hermano… Pero usted me dio fuerzas, caro…
Se miraron profundamente, y Miguel Ángel susurró:
—Jamás nos hemos confesado nuestros sentimientos. —Pasó sus manos dulcemente por las hundidas mejillas, y agregó—: ¡La he amado inmensamente, Contessina!
—Yo también lo he amado, Miguel Ángel. Siempre he sentido su presencia a mi alrededor. —Sus ojos brillaron un instante, animados, y añadió—: Mis hijos serán sus amigos…
Sufrió un ataque de tos que sacudió el amplio lecho. Volvió la cabeza y se llevó un pañuelo a los labios, pero Miguel Ángel vio en él una mancha roja. Su mente voló al recuerdo de Jacopo Galli. Esa sería la última vez que vería a Contessina.
Esperó, con los ojos llenos de lágrimas. Ella no volvió a mirarlo.
Murmuró:
—¡Addio, mío caro! —y salió silenciosamente de la habitación.
La muerte de Contessina fue un duro golpe para él. Se concentró en el trabajo y su cincel volvió a la cabeza de su Moisés, para completarla. Luego pasó a las exquisitamente sensitivas figuras de los dos Cautivos, uno resistiéndose a la muerte y el otro rindiéndose a ella. Había sabido siempre que no habría para él una vida en común con Contessina. Pero también él había sentido constantemente su presencia en tomo suyo. Hizo los modelos para el friso de bronce, llamó a varios canteros más de Settignano, apresuró el trabajo de la cuadrilla de Pontassieve, que decoraba las piedras estructurales, y escribió varias cartas a Florencia para pedir un experto en mármol que pudiera ir a Carrara para comprarle nuevos bloques. Contaba con todos los ingredientes para trabajar con intensidad a fin de completar en otro año la importantísima pared frontal, el Moisés y los Cautivos, para colocarlos en sus respectivos lugares, así como las Victorias en sus nichos y el friso de bronce sobre el primer piso.
León X había decidido reinar sin guerras, pero eso no significaba que pudiera evitar los incesantes intentos por parte de sus vecinos para conquistar el país, ni la lucha intestina que había sido siempre la historia de las ciudades-estado. Giuliano no pudo someter a los franceses de Lombardia. Enfermó durante la campaña y se internó en el monasterio de la Abadía de Fiesole, donde, según se decía, estaba moribundo. El duque de Urbino no sólo se negó a prestar ayuda al ejército papal, sino que se alió con los franceses. El Papa partió apresuradamente para el norte con el propósito de firmar un tratado con los franceses que le dejase en libertad para atacar al duque de Urbino.
Al regresar a Roma, llamó inmediatamente a Miguel Ángel al Vaticano. León X se había mostrado bondadoso con la familia Buonarroti durante su permanencia en Florencia. Dio a Ludovico el título de conde Palatino, alto honor que lo colocaba en el camino de la nobleza, y le otorgó el derecho de usar el escudo de armas de los Medici.
Al presentarse Miguel Ángel ante él, León estaba sentado en su biblioteca con Giulio. Alzó la cabeza y dijo:
—Buonarroti, no queremos que vos, un escultor Medici, paséis vuestro tiempo esculpiendo estatuas para un Rovere.
—Pero estoy obligado por contrato —respondió Miguel Ángel. Se produjo un silencio. León X y Giulio se miraron un instante.
—Hemos decidido otorgaros el encargo más importante de nuestra época —agregó el Papa—. Deseamos que hagáis una fachada para nuestra iglesia familiar, San Lorenzo… como mi padre lo pensó… ¡una fachada única!
—Santo Padre, me abrumáis, pero… ¿y la tumba de Julio II que debo realizar? Recordaréis sin duda el contrato firmado hace tres años. Tengo que terminar lo que me he comprometido a hacer, pues de lo contrario los Rovere me demandarán ante la justicia.
—Ya habéis dedicado demasiado tiempo a los Rovere —exclamó Giulio bruscamente—. El duque de Urbino firmó un tratado por el que se compromete a ayudar a los franceses contra nosotros. A él se debe, en parte, la pérdida de Milán.
—Lo siento. No sabía…
—Pues ahora lo sabéis —agregó el cardenal Giulio—. Un artista Medici debe servir a los Medici. Entraréis a nuestro servicio exclusivo inmediatamente… —De pronto, cambió de tono y dijo, más afectuoso—: Miguel Ángel, somos vuestros amigos. Os protegeremos contra los Rovere y os aseguraremos un nuevo contrato que os procure más tiempo y dinero. Cuando hayáis completado la fachada de San Lorenzo, podréis volver a vuestro mausoleo del Papa Julio II…
—Santo Padre —exclamó Miguel Ángel dirigiéndose al Pontífice—. He vivido con esa tumba los últimos diez años. Tengo hasta el último centímetro de sus veinticinco figuras esculpido en la mente. Estamos listos para construir la pared frontal, fundir los bronces y montar mis tres estatuas grandes… —Su voz había ido adquiriendo volumen y ahora hablaba casi a gritos—. ¡No debéis detenerme! ¡Es un momento crítico para mí! Tengo conmigo obreros especializados. Si tengo que despedirlos y dejar esos mármoles abandonados… ¡Santo Padre, por el amor que sentí siempre hacia vuestro noble padre, os imploro que no me causéis este terrible daño!
Puso una rodilla en tierra e inclinó la cabeza ante el Pontífice.
—Dadme tiempo para terminar este trabajo tal y como lo tengo planeado —agregó—. Entonces podré trasladarme a Florencia y hacer vuestra fachada con toda tranquilidad. ¡Crearé una gran fachada para San Lorenzo, pero no puedo hacerlo si me siento atormentado…!
La única respuesta que recibió fue un silencio durante el cual León X y Giulio, a fuerza de toda una vida de comunicación entre sí, expresaban por medio de una simple mirada lo que opinaban sobre aquel artista difícil que estaba inclinado ante ellos.
—Miguel Ángel —dijo por fin el Papa—. Tomáis todo tan… tan… desesperadamente…
—¿Es que no deseáis crear la fachada de San Lorenzo para los Medici? —inquirió Giulio, ceñudo.
—¡No, no es eso, Eminencia! Pero se trata de una obra enorme…
—¡Tenéis razón! —exclamó León X—. Debéis partir inmediatamente para Carrara, elegir personalmente los bloques de mármol y controlar el corte. Haré que Jacopo Salviati, de Florencia, os envíe inmediatamente mil florines para pagarlos.
Miguel Ángel besó el anillo papal y partió. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.