VII

El tiempo y el espacio se tornaron idénticos para Miguel Ángel. No podía decir con seguridad cuántos días, semanas o meses habían pasado mientras 1537 daba paso a 1538, pero ante sí, en la pared del altar de la Capilla Sixtina, era capaz de decir con toda precisión cuántas figuras tenía pintadas a uno y otro lado de María y su Hijo. Cristo, con un brazo levantado sobre la cabeza en indignada acusación, no estaba allí para escuchar ruegos especiales. De nada valía a los pecadores que implorasen piedad. Los malos estaban condenados ya y el terror poblaba la atmósfera.

Todas las mañanas, Urbino extendía la necesaria capa de intonaco, y al ponerse el sol Miguel Ángel había llenado aquel espacio con un cuerpo que se precipitaba de cabeza hacia el Infierno o los retratos de los ahora maduros Adán y Eva. Urbino se había convertido en un experto en la tarea de unir el intonaco de cada día con el del siguiente, de manera que no se advirtiesen las líneas de unión. Todos los mediodías, él y Caterina, la criada, llevaban la comida caliente, que él recalentaba en un brasero antes de servírsela a Miguel Ángel en el andamio.

Mangiate bene —le decía—. Necesitará su fuerza. Es una torta como las que hacía su madrastra: pollo frito en aceite y picado después para mezclarlo con cebolla, huevos, azafrán y perejil.

—Urbino, ya sabe que estoy demasiado preocupado como para comer a mitad del trabajo —protestaba él.

—Sí… Y demasiado cansado para comer al finalizar el trabajo.

Miguel Ángel sonreía y, para no disgustar a Urbino, comía algo y se sorprendía al sentir el grato sabor.

Cuando Miguel Ángel comenzó a adelgazar, después de meses de intenso trabajo, fue Urbino quien lo obligó a quedarse en casa, descansar y distraerse preparando los bloques de mármol para el Profeta, la Sibila y la Virgen destinados a los Royere. Cuando falleció el duque de Urbino, Miguel Ángel sintió un enorme alivio, aunque sabía que tendría que confesar el pecado de regocijarse por la muerte de otro hombre. No pasó mucho tiempo sin que el nuevo duque se presentase en el taller de Macello dei Corvi. Miguel Ángel le lanzó una mirada, y en el hombre detenido en el hueco de la puerta vio la cara del anterior duque. «¡Dios mío!», pensó, «¡tengo que heredar también los hijos de mis enemigos!»

Pero estaba equivocado respecto al nuevo duque.

—He venido a verlo —dijo el joven— para poner fin a la lucha. Nunca he estado de acuerdo con mi padre en que el hecho de que jamás haya cumplido su contrato con nosotros para la tumba de Julio II sea culpa suya.

—¿Quiere decir que desde ahora puedo llamar amigo mío al duque de Urbino?

—Amigo y admirador. A menudo le dije a mi padre que, si se le hubiera permitido continuar su trabajo, ya habría completado la tumba de Julio II, como completó la Capilla Sixtina y la sacristía para los Medici. Desde hoy, no volverá a ser hostigado.

Fue tal la emoción que experimentó, que tuvo que dejarse caer sobre una silla.

—Hijo mío —dijo—, ¿sabe de qué infierno acaba de liberarme?

—Pero al mismo tiempo —agregó el joven duque—, comprenderá fácilmente nuestro serio deseo de ver terminado el sagrado monumento a mi tío el papa Julio II. Por la reverencia que sentimos hacia el papa Pablo III, no lo interrumpiremos mientras esté trabajando en su fresco, pero una vez terminado el mismo, le pedimos que se dedique al monumento, redoblando su diligencia para remediar en lo posible la pérdida de tiempo.

—¡Con todo mi corazón lo haré así! ¡Tendrá su monumento!

Durante las largas noches de invierno hizo dibujos para Vittoria: una Sagrada Familia, una Piedad exquisitamente concebida, mientras ella correspondía obsequiándole un ejemplar de la primera edición de sus poemas titulada Rimas. Para Miguel Ángel, que ansiaba volcar toda su pasión, aquélla era una relación incompleta, a pesar de lo cual, el amor que sentía hacia ella y su convicción de que Vittoria correspondía a su afecto, mantenían su poder creador en un elevado nivel.

Sus hermanos, su nuevo sobrino Leonardo y su sobrina Cecca le mantenían al corriente de los asuntos familiares. Leonardo, que se acercaba a los veinte años, conseguía los primeros beneficios en la tienda de lanas de la familia. Cecca lo obsequiaba con un nuevo sobrino cada año. De vez en cuando, tenía que escribir cartas irritadas a Florencia, como, por ejemplo, cuando no se le acusaba recibo del dinero que enviaba, o cuando Giovansimone y Sigismondo disputaban por el trigo de una granja.

Cuando Leonardo le enviaba excelentes peras o vino Trebbiano, Miguel Ángel llevaba una parte al Vaticano, como obsequio para Pablo III. Se habían hecho íntimos amigos. Si pasaba un periodo largo sin que Miguel Ángel lo visitase, el Papa lo llamaba al salón del trono y le increpaba, herido:

—¿Por qué no venís a verme con más frecuencia?

—Santo Padre, vos no necesitáis mi presencia aquí. Creo que os sirvo mejor, quedándome a trabajar, que otros que vienen a importunaros a todas horas del día.

—El pintor Passenti viene todos los días.

—Passenti tiene un talento ordinario, que puede hallarse sin necesidad de linterna en todos los mercados del mundo.

Pablo estaba resultando un excelente Papa. Designaba honorables y capaces cardenales y estaba dedicado a la reforma dentro de la Iglesia. Aunque comprendió la necesidad de oponer la autoridad de la Iglesia contra el poder militar de Carlos V, no provocó guerras ni invasiones. Era un decidido protector de las artes y el saber. No obstante, su herencia del régimen de los Borgia persistía y lo convertía en blanco de ataques. Tan sentimentalmente apasionado por sus hijos y nietos como el papa Borgia lo había estado por César y Lucrezia, no había acto de intriga que considerase despreciable si contribuía a la fortuna de su hijo Pier Luigi, para quien estaba decidido a crear un ducado. Designó cardenal a su nieto de catorce años, Alessandro Farnese, y casó a otro nieto con la hija de Carlos V, viuda de Alessandro de Medici, para lo cual lo convirtió en duque, arrebatando el ducado de Camerino a su legítimo dueño, el duque de Urbino. Por esos y otros actos, sus enemigos lo calificaban de ruin y despiadado.

Al finalizar 1540, cuando Miguel Ángel había completado las dos terceras partes superiores de su fresco de la Capilla Sixtina, contrató al carpintero Ludovico para que bajara el andamio. El Papa se enteró de la noticia y se presentó ante la cerrada puerta de la capilla sin previo aviso. Urbino, que contestó a los golpes dados en la puerta, no pudo negarse a admitir al Pontífice.

Miguel Ángel bajó del nuevo andamio, saludó al Papa y a su maestro de ceremonias, Biagio da Cesena, con toda cordialidad. El Papa estaba frente al Juicio Final. De pronto, avanzó rígidamente hacia la pared sin apartar la mirada. Cuando llegó al altar, cayó de rodillas y oró.

No hizo lo mismo Biagio da Cesena, que estaba mirando el fresco con gesto adusto. Pablo III se puso en pie, se persignó, bendijo a Miguel Ángel y luego a la pintura de la pared. Por sus mejillas se deslizaban lágrimas de orgullo y humildad.

—Hijo mío —dijo—. Habéis creado una cosa gloriosa para mi pontificado.

—¿Gloriosa? ¡Vergonzosa, diría yo! —clamó Biagio da Cesena.

El Papa se quedó asombrado.

—¡Y enteramente inmoral! —añadió el maestro de ceremonias—. ¡No me es posible distinguir quiénes son los santos y quiénes los pecadores! ¡Sólo veo centenares de figuras completamente desnudas! ¡Vergonzoso!

—¿Considera vergonzoso el cuerpo humano? —preguntó Miguel Ángel.

—En un baño, no. En la capilla del Papa, ¡escandaloso!

—Únicamente si vos deseáis crear un escándalo, Biagio —dijo el Papa con firmeza—. El día del Juicio Final todos estaremos desnudos ante el Señor. Hijo mío, ¿cómo puedo expresaros mi gratitud?

Miguel Ángel se volvió hacia el maestro de ceremonias con un gesto conciliatorio, pues no quería que su fresco tuviese enemigos. Biagio da Cesena dijo bruscamente:

—¡Un día, esta sacrílega pared será derribada, como usted ha destruido los hermosos Peruginos que había donde hoy está su escandalosa pintura!

—¡No será mientras yo viva! —clamó el Papa, furioso—. ¡Excomulgaré a quien ose tocar esta obra maestra!

Salieron de la Capilla. Miguel Ángel pidió a Urbino que mezclase una cantidad de intonaco y la extendiese sobre un lugar en blanco, en el extremo derecho de la parte baja de la pared. Una vez seco, pintó una caricatura de Biagio da Cesena, representándolo como juez de los fantasmas del infierno, con orejas de asno y una monstruosa serpiente enrollada en torno a la parte inferior de su torso: un parecido extraordinario, en el cual había acentuado la afilada nariz, los labios entreabiertos, que dejaban ver los enormes y amarillentos dientes. Aquella era una pobre venganza, lo sabía, pero ¿qué otra le quedaba a un pintor?

La noticia se propagó sin saber cómo. Biagio da Cesena exigió una segunda visita a la Capilla.

—¿Veis, Santo Padre? —exclamó—. Lo que nos habían dicho resultó cierto. ¡Buonarroti me ha pintado en su fresco! ¡Con una repulsiva culebra en mis partes genitales!

—Supuse que no os gustaría que os pintara enteramente desnudo —dijo Miguel Ángel.

—El parecido es sorprendente —observó el Papa, con un brillo de picardía en los ojos—. Miguel Ángel, creía que no os gustaba pintar retratos.

—En este caso, me hallaba inspirado, Santidad.

—Santo Padre… ¡obligadle a que me saque de ahí!

—¿Qué yo os saque del infierno? —exclamó el Papa, volviendo sus sorprendidos ojos al maestro de ceremonias—. Si os hubiera puesto en el purgatorio, yo habría hecho cuanto estuviera a mi alcance para sacaros de él, pero sabéis muy bien que en el infierno no hay redención posible.

Al día siguiente, Miguel Ángel estaba en el andamio pintando a Caronte, que arrojaba a los condenados fuera de su barca y a las profundidades del Infierno, cuando sintió un mareo; trató de agarrarse de la balaustrada, pero cayó al suelo de mármol. Por un instante, sintió un tremendo dolor. Cuando volvió en si, Urbino le estaba mojando el rostro con agua fría que sacaba de un balde.

—¡Gracias a Dios que ha recuperado el sentido! —exclamó el joven—. ¿Se ha lastimado? ¿Tiene alguna fractura?

—¿Cómo voy a saberlo? ¡Tenía que haberme roto todos los huesos del cuerpo, por estúpido! ¡Durante cinco años he estado encaramado diariamente en este andamio, y ahora que estoy a punto de terminar el fresco, me caigo de él!

—La pierna le sangra. Se ha hecho un rasguño con esta madera. Buscaré un coche para llevarlo.

—¡De ninguna manera! No quiero que nadie se entere de lo idiota que soy. Ayúdeme. Ponga uno de sus brazos bajo mi hombro. Podré volver a casa a caballo.

Urbino lo acostó, le dio un vaso de Trebbiano y luego lavó la herida. Cuando dijo que salía en busca de un médico, Miguel Ángel lo detuvo:

—¡Nada de médicos! —exclamó, enérgico—. ¡Sería el hazmerreír de toda Roma! ¡Cierre la puerta de la calle con llave!

A pesar de cuanto hizo Urbino con sus toallas calientes y vendajes, la herida comenzó a infectarse. Sobrevino una alta fiebre. Urbino se asustó y envió a buscar a Tommaso.

—Si le dejase morir, maestro… ¡no me lo perdonaría!

—Pero tendría sus compensaciones, Urbino. Así no tendría que andar encaramándose más a esos andamios…

—¿Cómo lo sabe? A lo mejor, en el infierno, cada uno tiene que seguir haciendo eternamente lo que más ha odiado en la vida…

Mandó llamar al doctor Baccio Rontini. Cuando Miguel Ángel se negó a que entraran por la puerta principal, el médico y su acompañante forzaron la entrada por la del fondo de la casa. El médico estaba furioso.

—¡Nadie puede compararse a un florentino en su perversa idiotez! —exclamó, mientras examinaba la herida infectada—. ¡Uno o dos días más, y habría perdido esta pierna!

Necesitó una semana para que poder levantarse otra vez. Urbino lo ayudó a subir al andamio, colocó un área de intonaco en el Cielo, debajo de San Bartolomé. Miguel Ángel pintó una caricatura de sí mismo con el rostro angustiado, suspendida la cabeza en medio de una piel vacía y sostenida por la mano del santo.

—Ahora Biagio da Cesena no podrá quejarse —dijo a Urbino—. Los dos hemos sido juzgados y condenados.

Pintó el tercio inferior de la pared, que era la parte más sencilla, pues en ella había menos figuras.

Fue por aquellos días cuando las dificultades de Vittoria le hicieron tambalear. A pesar de ser la mujer más influyente e inteligente de Roma, elogiada por el gran Ariosto por sus poemas, y por el Papa por su santidad; de ser la amiga más íntima del emperador Carlos V en Roma, miembro de la familia Colonna, poderosa y riquísima, y emparentada con los d'Avalos por su matrimonio, estaba a punto de ser condenada al exilio por el cardenal Caraifa. Parecía imposible que una mujer de tan elevada posición pudiese ser perseguida de tal manera.

Miguel Ángel visitó al cardenal Niccolo, en el palacio Medici, en busca de ayuda. Niccolo trató de tranquilizarlo.

—Todo el mundo en Roma reconoce la necesidad de una reforma —dijo—. Pablo III va a enviar al cardenal Contarini, amigo de la marquesa, para negociar con los luteranos y calvinistas. Espero que tendremos éxito y que éste llegue a tiempo.

El cardenal Contarini estaba al borde de un brillante éxito en la Dieta de Ratisbona, cuando el cardenal Caraifa lo hizo llamar, acusándolo de colusión con el emperador Carlos V, y lo desterró a Bolonia.

Vittoria envió un mensaje a Miguel Ángel. ¿Podría ir a verla inmediatamente? Deseaba despedirse de él.

Miguel Ángel esperaba encontrarla sola, en un momento tan personal, pero el jardín estaba lleno de gente. Ella se puso en pie y lo saludó con una triste sonrisa. Vestía de negro; una mantilla del mismo color cubría sus dorados cabellos. Su rostro parecía tallado en mármol estatuario de Pietrasanta. Miguel Ángel se acercó presuroso a ella.

—Le agradezco mucho que haya venido, Miguel Ángel.

—No perdamos tiempo en cortesías. ¿Ha sido desterrada?

—Se me ha dado a entender que sería conveniente que saliese de Roma.

—¿Adónde piensa ir?

—A Viterbo. Ya he vivido allí, en un convento de Santa Catalina. Lo considero uno de mis hogares.

Se quedaron en silencio, mirándose hondamente a los ojos, tratando de comunicarse sin hablar. Por fin, Vittoria agregó:

—Lo siento mucho, Miguel Ángel, pero no me será posible ver terminado su Juicio Final.

—Lo verá. ¿Cuándo parte?

—Por la mañana. ¿Me escribirá?

—Le escribiré y le enviaré dibujos.

—Yo le contestaré y le enviaré poemas.

Miguel Ángel se volvió bruscamente y abandonó el jardín. Se encerró en el taller de su casa. Se sentía solo, abandonado. Era ya de noche cuando salió de su ensimismamiento y pidió a Urbino que le alumbrase el camino hasta la Capilla Sixtina. Urbino abrió la puerta de la Capilla y precedió a su maestro con la vela encendida para dejar caer cera caliente en el andamio y colocar sobre ella las dos velas que llevaba.

El Juicio Final cobró ciclónica vida a la vacilante luz de las velas. El Día del Juicio se convirtió en la Noche del Juicio. Los trescientos hombres, mujeres y niños, santos, ángeles y demonios parecían pugnar por lanzarse hacia adelante para ser reconocidos y desempeñar el portentoso drama en los espacios abiertos de la capilla.

Algo llamó la atención de Miguel Ángel en el techo. Miró y vio a Dios creando el Universo.

Bajó los ojos de nuevo a su pintura en la pared del altar. Y como Dios después de crear el mundo, vio lo que había hecho y le pareció muy bueno.

La agonía y el éxtasis
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