VI

Reanudó su trabajo en la capilla. Contrató albañiles y ladrilleros, otra vez, para avanzar la obra. En lugar de colocar los bloques de sus alegorías sobre banquetas giratorias, para captar en todo momento la mejor luz, los hizo colocar apoyados en soportes de madera, en el ángulo exacto en que las figuras quedaran descansando en los sarcófagos y en la posición que habrían de ocupar definitivamente en la capilla. De esa manera, utilizaría con el máximo de provecho la luz y sombras que las figuras absorberían una vez terminadas.

Al diseñar las cuatro figuras reclinadas para las dos tumbas creó una contracurva en el torso, con una pierna de cada figura doblada hacia arriba, en elevada proyección, mientras la otra se extendía hasta el borde del bloque.

Las lluvias exteriores filtraban su humedad al taller, helándolo. El cemento fresco de las ventanas goteaba agua. De vez en cuando, Miguel Ángel se encontraba tiritando; sus dientes castañeteaban, hasta cuando trabajaba más intensamente en el bloque. Por la noche, cuando volvió a su casa, comprobó que estaba acatarrado. Se sentía congestionado y con la garganta irritada. No hizo caso de aquellas molestias, pues estaba decidido a que el proyecto en el que trabajaba ahora no corriese la misma suerte que la tumba de Julio II.

Sebastiano continuaba escribiéndole desde Roma: la Piedad se había visto en peligro en su capilla, pero nadie se atrevió a dañar al Cristo que aparecía muerto en el regazo de su madre. El Baco había sido enterrado por la familia de Jacopo Galli en el huerto, junto al viejo taller que él había tenido. Pero ahora ya estaba de nuevo en su antiguo lugar. Sebastiano, convertido ahora en fraile, con un suculento sueldo, era conocido por Sebastiano del Piombo. En cuanto a la casa de Macello dei Corvi, el techo y las paredes se estaban quedando sin revoques, la mayor parte de los muebles habían desaparecido, todas las pequeñas edificaciones que rodeaban el jardín habían sido derribadas, pero sus mármoles estaban intactos. La casa necesitaba inmediatas reparaciones y cuidados, pues de lo contrario se derrumbaría en breve plazo. ¿Podía Miguel Ángel mandar dinero para esas reparaciones?

Pero Miguel Ángel no tenía dinero para mandar. Florencia no se había recobrado todavía de los efectos de la guerra: los alimentos y materiales escaseaban, la actividad comercial era muy reducida. Su tienda de lanas perdía dinero todos los meses. Valori gobernaba con mano de hierro. El papa Clemente mantenía a las diversas facciones políticas de la ciudad en perpetuo conflicto. La población había esperado que Ippolito, el suave y bondadoso hijo de Giuliano, reemplazaría a Valori, pero el Papa tenía otros planes. Ippolito fue ungido cardenal, contra sus propios intereses, y enviado a Hungría, como jefe de las fuerzas italianas que luchaban contra los turcos. El hijo de Clemente, conocido por «Alessandro el Moro» debido a su oscura piel, fue llevado a Florencia con gran ceremonia, y proclamado soberano vitalicio de la ciudad-estado. Alessandro, que era un joven disoluto, de aspecto físico repelente, corta inteligencia y rapaces adeptos, ensoberbecido ante la presencia de las tropas de su padre, que le ayudaban a imponer hasta sus más insignificantes deseos, asesinaba a sus adversarios a plena luz del día, violaba doncellas y saqueaba la ciudad borrando de la misma hasta los últimos vestigios de libertad. Naturalmente, aquella conducta de su soberano provocó un rápido estado de anarquía.

Y Miguel Ángel chocó, también rápidamente, con Alessandro. Cuando éste le pidió que le diseñase los planos para un nuevo fuerte a orillas del Arno, Miguel Ángel se negó. Y cuando Alessandro le hizo saber que deseaba enseñar la capilla en que él trabajaba al virrey de Nápoles, que se encontraba de visita en Florencia, Miguel Ángel cerró con llave la sacristía.

—Su conducta es muy peligrosa —le advirtió Giovanni Spina.

—Hasta que no haya completado la tumba, no corro peligro alguno. Clemente ha dejado esto perfectamente claro, incluso para el imbécil de su hijo. De lo contrario, hace tiempo que yo estaría muerto.

Aquella noche, en el taller, encontró una petición de Giovanni Batista, tío de Mini. El muchacho se había enamorado perdidamente de la hija de una viuda pobre, y estaba empeñado en casarse con ella. El tío pensaba que el muchacho debía ser alejado de Florencia. ¿Podría ayudarle Miguel Ángel en tal propósito?

Cuando Mini volvió al taller, Miguel Ángel le preguntó:

—¿Amas verdaderamente a esa muchacha?

—¡Apasionadamente! —contestó Mini.

—¿Se trata de la misma muchacha que amabas tan apasionadamente el verano pasado?

—¡Claro que no!

—Bueno, entonces, toma esta pintura de Leda y el cisne y todos estos dibujos. El dinero que te paguen por ellos te alcanzará para establecerte en un estudio en París.

—¡Pero este cuadro vale una fortuna! —protestó Mini.

—Entonces, ocúpate de que te paguen una fortuna por él. Escríbeme desde Francia.

No bien había partido Mini hacia el norte, apareció en la puerta del taller un joven de unos veinte años, que se presentó como Francesco Amadore.

—Sin embargo —agregó— me llaman Urbino… El sacerdote de San Lorenzo me dijo que necesita un muchacho.

—¿Qué clase de empleo busca? —preguntó Miguel Ángel.

—Busco un hogar, signor Buonarroti. Y una familia, pues no tengo ninguna. Más adelante, me gustaría casarme y tener una familia propia, pero primero tendré que trabajar muchos años. Soy de una familia humilde y no tengo otra ropa que la que llevo puesta.

—¿Quiere ser aprendiz de escultor?

—Aprendiz de artista, messer.

Miguel Ángel estudió al joven que tenía ante sí. Sus ropas estaban gastadas pero limpias. Era delgado, y su hundido estómago proclamaba claramente que jamás había sido plenamente satisfecho. Tenía unos ojos grises que miraban serenamente y el pelo era claro. Necesitaba un hogar y trabajo, pero su aspecto era digno y parecía expresar una quietud interior. Resultaba evidente que era un hombre que se respetaba a sí mismo. Y eso le agradó a Miguel Ángel.

—Muy bien —le respondió—. Podemos probar.

Urbino tenía una nobleza de espíritu que iluminaba todo cuanto hacía. Se mostró tan jubiloso ante el hecho de que ya pertenecía a algo, de que era alguien, que llenaba la casa con su propia felicidad y trataba a Miguel Ángel con el respeto y la reverencia debida a un padre. Miguel Ángel sintió más y más afecto por el joven.

El papa Clemente pidió nuevamente a los herederos de Julio II que liberaran a Miguel Ángel de sus compromisos. Los Rovere, aunque se sentían insultados, convinieron verbalmente aceptar la tumba con una sola pared ornamentada con las figuras que Miguel Ángel tenía ya esculpidas. Debería entregar el Moisés y los dos Esclavos, terminar los cuatro Cautivos y enviarlos a Roma, junto con la Victoria. Lo único que le quedaba por hacer, en consecuencia, eran los bocetos de las otras figuras, y reunir dos mil ducados que debería devolver a los Rovere, que emplearían esa suma para pagarle a otro escultor la terminación del sepulcro. Después de veintisiete años de hondas y dolorosas preocupaciones y de esculpir ocho grandes estatuas por las cuales no recibiría un solo escudo, se vería libre de aquel infierno torturante.

No podía vender ninguna de sus pertenencias ni propiedades para obtener los necesarios dos mil ducados. Nadie en Toscana tenía dinero liquido entonces. El único edificio por el que podría obtener una suma satisfactoria era el taller de la Vía Mozza.

—¡Estoy desolado! —dijo a Giovanni Spina—. ¡Amo profundamente esta bottega!

Spina lo miró, emitió un suspiro, y dijo:

—Déjeme que escriba a Roma. Tal vez podamos conseguir que se postergue el pago de esos dos mil ducados.

Se enteró de que Sigismondo había llegado a una casa de campesinos de Settignano y estaba trabajando personalmente la tierra. Fue a verle y lo encontró empuñando un arado, detrás de dos bueyes blancos. Tenía los cabellos y el rostro cubiertos de sudor, y las botas con una gruesa capa de estiércol.

—¡Sigismondo —exclamó—, estás trabajando el campo como un vulgar contadino!

Sigismondo se quitó el sombrero de paja, se enjugó la frente con un rudo movimiento de su antebrazo y respondió:

—Estoy arando este campo.

—Pero ¿por qué? Tenemos arrendado este campo y hay quien lo trabaje.

—Me gusta trabajar.

—Sí, pero no como un peón. ¿En que estás pensando, Sigismondo? Ningún Buonarroti ha realizado trabajos manuales desde hace trescientos años.

—Ninguno más que tú.

Miguel Ángel se sonrojó y dijo:

—Yo soy escultor. ¿Qué dirá la gente en Florencia cuando se entere de que mi hermano está trabajando de campesino? Al fin y al cabo, los Buonarroti han sido siempre nobles burgueses: tenemos un escudo de armas…

—Los escudos de armas no me alimentan. Ahora ya no tengo edad de seguir peleando como soldado. Por eso he decidido trabajar. Esta tierra es nuestra, y considero apropiado que yo cultive en ella trigo, aceitunas, uvas…

—¿Y para hacerlo tienes que llenarte de estiércol?

—El estiércol fertiliza la tierra.

—Yo he luchado toda mi vida para que el apellido Buonarroti mereciese honores en toda Italia. ¿Quieres que la gente diga que tengo un hermano en Settignano que trabaja con los bueyes, como un peón?

Sigismondo miró a los dos hermosos animales blancos, y respondió:

—Los bueyes son buenos compañeros.

Concentró su trabajo en las dos figuras femeninas: El Amanecer y La Noche. A excepción de sus Madonnas, nunca había esculpido una mujer. No deseaba retratar jóvenes, en los umbrales de la vida: queda esculpir fertilidad, el fecundo cuerpo que produce la raza humana, mujeres maduras que habían trabajado y estado encintas, con sus cuerpos fatigados pero indomables. Esculpió El Amanecer como a una mujer todavía dormida, sorprendida en la transición entre el sueño y la realidad. Su cabeza descansaba todavía sobre un hombro. Tenía una banda tirante bajo los senos para destacar en el espacio su cualidad bulbosa, la matriz extenuada de parir: toda la ardua jornada de la vida en los semicerrados ojos y la entreabierta boca; el brazo izquierdo, doblado y suspendido en el aire, presto a caer no bien ella levantase la cabeza para hacer frente al día.

Se trasladó unos pasos más allá para trabajar en la figura suntuosamente voluptuosa de La Noche: una mujer todavía joven, fértil, deseable, cuna de hombres. La exquisita cabeza griega descansaba sobre el cuello delicadamente arqueado. Los ojos estaban cerrados, entregados al sueño y la oscuridad. La luz, en un movimiento libre sobre el contorno del lechoso mármol, intensificaría las figuras femeninas.

Pulió la figura de La Noche con paja y azufre, mientras recordaba cómo sus antepasados etruscos habían esculpido figuras reclinadas de piedra para las tapas de sus sarcófagos.

Terminó El Amanecer en junio y La Noche en agosto, dos mármoles heroicos esculpidos en los nueve meses desde el día en que abandonara su refugio de la torre. Luego pasó a las figuras masculinas de El Día y El Anochecer. El Día era un hombre fuerte y sabio que conocía todos los aspectos del dolor y del placer pasajeros de la vida. Lo esculpió reflejando en su musculoso torso una espalda que había levantado y sobrellevado las cargas del mundo.

El Anochecer era un autorretrato. La cabeza, con sus hundidos ojos y su nariz torcida, estaba inclinada diagonalmente, la terca expresión de las facciones se reflejaba en las manos nudosas, las poderosas rodillas cruzadas, una pierna extendida hacia afuera en su angosta cornisa de mármol.

Había estudiado anatomía para conocer el funcionamiento interno del hombre; ahora trató al mármol como si tuviese una anatomía propia. En esta capilla queda dejar algo de sí mismo, algo que el tiempo no pudiese borrar.

Terminó El Anochecer en septiembre.

Comenzaron las lluvias y la capilla se tornó fría y húmeda. Nuevamente adelgazó: ahora era sólo piel y huesos. Pesaba menos de cuarenta y cinco kilos cuando, martillo y cincel en mano, trasvasó la sangre de sus venas, su propio calcio, a las venas y los huesos de El Día, La Virgen y Niño y la estatua de un contemplativo Lorenzo sentado. Conforme los mármoles parecían cobrar vida latente, él fue agostándose en la misma proporción. Era gracias a su propio caudal interior de voluntad, valor, audacia y cerebro por lo que los mármoles estaban llenos de sus inagotables energías. Y su último resto de energía lo volcó en la inmortalidad de aquellos mármoles.

—¡Esto no puede ser! —le reprochó Granacci, un Granacci que había también adelgazado como consecuencia de los infortunios de la ciudad—. La muerte por exceso de placeres es una manera de suicidarse, ya sea por excesos de vino, diversiones y mujeres, o por exceso de trabajo.

—Es que si no trabajo veinte horas diarias, jamás terminaré —alegó Miguel Ángel.

—Todo lo contrario —replicó Granacci—. Si tuvieras el suficiente sentido común para descansar, podrías vivir eternamente. A los cincuenta y siete años tienes la fuerza de un hombre de treinta. Yo, en cambio, estoy agotado… de placeres. Con la suerte que tienes, ¿por qué has de pensar que morir te va a resultar más fácil que vivir?

Miguel Ángel rió, por primera vez en muchas semanas.

—Granacci mío —dijo—. ¡Qué pobre hubiera sido toda mi vida sin tu amistad! Esta escultura… es culpa tuya. Tú fuiste quien me llevó al jardín de Lorenzo, y fuiste tú quien me animó.

—Tú nunca quisiste esculpir tumbas —replicó Granacci, con una carcajada—, y sin embargo te has pasado la mayor parte de tu vida cincelando mármoles para tumbas. Toda la vida te he oído decir que jamás harías un retrato, y ahora tienes ante ti la tarea de esculpir dos, de tamaño natural.

Urbino había aprendido a leer y escribir. Le habían enseñado los sacerdotes de Castel Durante. Poco a poco, fue deslizándose a la posición de mayordomo, tanto de la vivienda como del taller. Ahora que su sobrino Leonardo progresaba como aprendiz de los Strozzi, Miguel Ángel confió a Urbino la contabilidad. El muchacho pagaba los sueldos y las facturas y asumió el papel que había tenido Buonarroto cuando era joven. Además se convirtió en un protector que hacía más fácil y grata la vida de su patrón al aliviarlo de infinidad de pequeñas preocupaciones. Miguel Ángel llegó a tener una sensación de permanencia respecto de aquella combinación.

Descansaba cuando ponía sus manos en la arcilla para hacer los modelos. La humedad del barro era tan similar a la de la capilla que le parecía estar dando forma al frío húmedo del ambiente de la sacristía. Pasando del barro al mármol, esculpió la estatua del joven Lorenzo para el nicho que iría sobre El Amanecer y El Anochecer. Empleó un enfoque arquitectónico y diseñó aquella figura de manera estática, introvertida, ungida en sus propias meditaciones. Como contraste, creó una composición activa, que representaba a Giuliano, para la pared opuesta del nicho donde irían El Día y La Noche, en libertad y con una comente de tensión y un continuo estado de movimiento.

Pero fue la Madonna y Niño la que le produjo un verdadero gozo. Ansiaba con toda su alma dar a la Virgen una belleza divina, un rostro en el que brillasen amor y compasión. Vio el tema de la madre y el hijo como si jamás lo hubiese esculpido: intenso deseo e intensa realización. El niño estaba con el cuerpecito torcido en el regazo de su madre; buscaba vigorosamente su alimento. Los pliegues complicados de la túnica de la madre acrecentaban la agitación y exteriorizaban la sensación de realización y dolor, mientras el niño, terrenal y gozoso, mamaba. Y Miguel Ángel sintió que su cabeza se aligeraba y que era como si estuviese de vuelta en su primer taller, esculpiendo la Virgen para los dos hermanos comerciantes de Brujas en aquél «su» periodo de gracia.

Sólo fue una fortísima fiebre. Y cuando pasó, quedó tan débil que las piernas apenas podían sostenerlo.

El Papa envió un carruaje a Florencia y ordenó a Miguel Ángel que fuese en él a Roma para reponerse en el sol meridional y enterarse del gran proyecto que había concebido. Aquella preocupación de Clemente por la salud de Miguel Ángel era legítima, casi la de un hermano. Y poco después, el Papa le reveló lo que quería: ¿le agradaría a Miguel Ángel pintar un Juicio Final en la vasta pared del altar mayor de la Capilla Sixtina?

En la cena, Miguel Ángel conoció a un joven singularmente agraciado. Parecía uno de los efebos griegos que él había pintado detrás de la Sagrada Familia para Doni.

Tommaso de Cavalieri, de veintidós años, culto, serio, era el heredero de un patricio apellido romano. Ambicionaba llegar a ser pintor destacado y pidió a Miguel Ángel que lo aceptara como aprendiz. La admiración que advirtió en los ojos del joven era poco menos que idolatría, pero le contestó que tenía que volver a Florencia para terminar la capilla Medici, a pesar de lo cual no tenía inconveniente en pasar parte de su tiempo en Roma para dibujar juntos. La intensa concentración del joven mientras observaba cómo Miguel Ángel obtenía aquellos efectos volátiles en sus dibujos le resultaba enormemente halagüeña. Y descubrió que Tommaso era un trabajador inteligente, consciente y de un carácter deliciosamente simpático. Cuando se separaron, convinieron escribirse. Miguel Ángel ofreció enviar algunos dibujos especiales que Tommaso podría utilizar como estudio y hacérselo saber cuando llegase a una decisión respecto a la propuesta del Papa. De regreso en Florencia volvió a la sacristía. Se sentía como nuevo.

La agonía y el éxtasis
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