XIII
La familia lo recibió con sincera alegría. Ludovico estaba encantado con los veinticinco ducados que Miguel Ángel le había llevado. Buonarroto parecía haber crecido enormemente. Sigismondo, pasada ya la niñez, estaba trabajando de aprendiz en el gremio de vinateros. Y Giovansimone había dejado la casa por completo y estaba regiamente instalado en una casa en la orilla opuesta del Arno. Era uno de los jefes del ejército juvenil de Savonarola.
Granacci trabajaba muy seriamente, desde el amanecer hasta la noche, en el taller de Ghirlandaio, donde intentaba mantener a flote la bottega. Cuando Miguel Ángel fue a verlo allí, vio los papeles que se estaban retirando de los nuevos frescos de la capilla de San Zanobi.
—Ahora trabajamos el doble que antes —suspiró Mainardi—, pero ninguno de nosotros posee el genio de Domenico, a excepción de su hijo Ridolfo, que sólo tiene doce años, y pasarán diez antes de que pueda ocupar el lugar de su padre.
Cuando regresaban a casa, Granacci le comunicó las novedades.
—La familia Popolano quiere que les esculpas algo.
—¿Popolano? ¡No conozco a nadie con ese apellido!
—Te equivocas —respondió Granacci, ligeramente mordaz—. Son los primos Lorenzo y Giovanni Medici. Han cambiado su apellido para ponerlo a tono con el Partido del Pueblo, y ahora ayudan a gobernar Florencia. Me pidieron que te llevara a verlos cuando volvieses.
Los dos hermanos Popolano lo recibieron en una sala llena de preciosas obras de arte procedentes del palacio de Lorenzo. Miguel Ángel vio, estupefacto, un Botticelli, un Gozzoli, un Donatello y muchas otras piezas.
—No las hemos robado —dijo Giovanni, risueño—. La ciudad las puso en subasta pública, y nosotros las compramos.
Dicho eso, ordenó a un paje que sirviese vino dulce y pastas. Mientras esperaban, Lorenzo le dijo que seguían interesados en tener un San Juan joven. Si accedía a ir a vivir al palacio, para mayor conveniencia suya, sería bien recibido.
Aquella noche todas las campanas de la ciudad sonaban con tanta fuerza que le recordaron el adagio toscano: «Las campanas suenan para convocar a la gente, pero ellas jamás van a misa». Cruzó las angostas y retorcidas calles de la ciudad hasta llegar al palacio Ridolfi. Se había hecho afeitar y cortar el cabello. Vestía sus mejores ropas.
Los Ridolfi habían sido miembros del Partido Bigi, que fue exculpado por el Consejo del Pecado de ser partidarios de los Medici, y ahora eran ostensiblemente miembros de los frateschi, o republicanos. Contessina lo recibió en la sala, siempre atendida por su vieja nodriza. Estaba embarazada.
—¡Miguel Ángel! —exclamó al verlo.
—¡Contessina! ¿Come va?
—Me dijo un día que tendría muchos hijos…
Contempló las pálidas mejillas, los ojos febriles, la respingona nariz de su padre. Y recordó a Clarissa, la sintió junto a Contessina, en aquella habitación.
—He venido a decirle que sus primos me han ofrecido un trabajo de escultura. No pude unirme al ejército de Piero, pero no quiero que pese sobre mi conciencia ninguna otra deslealtad.
—Sí, me he enterado del interés que tienen —dijo ella—. Miguel Ángel, ya ha probado su lealtad cuando ellos le hicieron el ofrecimiento la primera vez. No hay necesidad de que continúe esas demostraciones. Si desea aceptar ese encargo, hágalo.
—Lo haré, Contessina.
—En cuanto a Piero… por el momento mi hermana y yo vivimos bajo la protección de las familias de nuestros esposos. Si Piero ataca algún día con un ejército poderoso, y la ciudad se ve realmente en peligro, sólo Dios sabe lo que será de nosotros.
El cambio más notable que encontró Miguel Ángel era el sufrido por la ciudad propiamente dicha. Al recorrer las calles, tan familiares, sintió algo así como un aire de hostilidad y recelo. Los florentinos, que habían vivido en paz entre sí, se encontraban ahora divididos en tres partidos antagónicos que se insultaban a voz en grito unos a otros. Aprendió a reconocerlos por sus símbolos. Los arrabbiati eran los hombres de fortuna y experiencia, que ahora odiaban por igual a Piero y a Savonarola. Llamaban llorones y beatos a los partidarios del monje. Luego venían los Blancos, o frateschi, entre los cuales estaban los Popolanos, que sentían igual odio que los arrabbiati hacia Savonarola, pero tenían que apoyarle porque estaban del lado de un gobierno popular. Y por fin, estaba el grupo de Piero de Medici, los Grises, que intrigaban en favor del regreso de su jefe.
Cuando se encontró con Granacci en la Piazza della Signoria, Miguel Ángel vio, con espanto, que la Judith de bronce de Donatello, y su David, que habían sido robados del patio de los Medici, se hallaban ahora en el patio la Signoria.
—¿Qué hace aquí la Judith? —preguntó.
—Ahora es la diosa reinante en Florencia —contestó Granacci.
—¿Robada, con el David, por la ciudad?
—Robada es una palabra muy dura. Si te parece, diremos «confiscada».
—¿Qué dice esa placa?
—Que los ciudadanos han colocado esa estatua aquí «como advertencia a quienes alberguen el pensamiento de tiranizar a Florencia». Judith, con esa espada en la mano, somos nosotros, los valientes ciudadanos de Florencia. Holofernes, a punto de ser decapitado, representa al partido al cual uno no pertenece.
—¿Así que entonces caerán muchas cabezas en la plaza? ¿Es que estamos en guerra contra nosotros mismos?
Granacci no contestó. Pero cuando Miguel Ángel formuló la misma pregunta al prior Bichiellini, éste le respondió:
—Temo que así sea.
Miguel Ángel estaba sentado en el despacho del prior, rodeado por los estantes de manuscritos encuadernados en cuero. La mesa aparecía llena de hojas de papel de un ensayo que el monje estaba escribiendo.
—Ahora —dijo el prior— tenemos un gobierno más democrático, en el que pueden intervenir más personas. Pero ese gobierno está paralizado, a no ser que Savonarola apruebe sus decisiones y actos.
A excepción del grupo del taller de Ghirlandaio, la pintura y demás artes habían desaparecido de Florencia juntamente con los artistas. Rosselli estaba enfermo, y su taller no trabajaba. Dos miembros de la familia de Della Robbia, que habían heredado los procedimientos escultóricos de Luca, eran ahora sacerdotes. Botticelli pintaba únicamente motivos que su mente podía crear, basándose en los sermones de Savonarola. Lorenzo di Credi estaba reducido a restaurar obras de Fra Angelico, y Uccello acababa de internarse en un monasterio.
—He pensado en ti, Miguel Ángel —dijo el prior—, cuando el monje anunció que pronunciaría un sermón para los artistas. He tomado algunas notas de él, y puedo asegurarte que son exactas. Fíjate: «¿En qué consiste la belleza? ¿En el dolor? ¿En la forma? ¡No! Dios es la belleza misma. Los artistas jóvenes andan por ahí diciendo de este hombre o aquella mujer: "He aquí una Magdalena; he aquí una Virgen; he aquí un San Juan", y luego vosotros pintáis su rostro en la iglesia, lo que constituye una gran profanación de las cosas divinas. Vosotros, los artistas, causáis mucho mal, porque llenáis las iglesias de cosas vanas»…
—Sí, sí, todo eso lo he oído de mi hermano. Pero si Savonarola triunfa…
—Triunfa Miguel Ángel.
—Entonces tal vez hubiera hecho mejor en no volver. ¿Qué lugar hay aquí para mí?
—¿Y dónde irías, hijo mío?
Miguel Ángel calló. En efecto, ¿adónde? El día de Año Nuevo de 1496, un nutrido grupo de hombres se reunió ante el monasterio de la Piazza San Marco con antorchas encendidas. Gritaban: «¡Destruyamos esta casa! ¡Incendiemos San Marco! ¡Quememos vivo a ese asqueroso fraile!».
Los monjes de San Marco salieron y formaron una línea hombro con hombro a lo largo del frente de la iglesia y el monasterio, dándose el brazo, en sólida falange. La muchedumbre siguió lanzando imprecaciones contra Savonarola, pero los monjes se mantuvieron firmes y al cabo de un rato largo los manifestantes comenzaron a desbandarse por la plaza.
Reclinado contra la fría pared de piedra, Miguel Ángel sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo. A su mente acudió la Judith de Donatello, en pie, con la gran espada levantada, dispuesta a cortar la cabeza… ¿de quién? ¿La de Savonarola? ¿La del prior Bichiellini? ¿La de Piero? ¿La de Florencia?
¿No sería la suya propia?