I
El cálido sol florentino de junio le bañó el rostro al asomarse a la ventana. Al regresar de Roma sin encargo alguno ni fondos, se vio obligado a enviar a su sirviente y aprendiz a la granja de sus padres de Ferrara, mientras él se alojaba en la casa de los Buonarroti. No obstante, ocupaba la mejor de las habitaciones del cómodo edificio en el que residía ahora la familia, pues Ludovico había invertido con suerte una parte de los envíos de dinero que Miguel Ángel le hiciera desde Roma. Había adquirido una pequeña casa en San Pietro Maggiore, y con el alquiler de la misma desgravó el título de la propiedad de los Buonarroti en Santa Croce, que había estado en disputa. Luego elevó la posición social de la familia al alquilar aquel piso situado en la calle más elegante, la de San Próculo, a pocos metros de distancia del palacio de los Pazzi.
La muerte de Lucrezia había envejecido a Ludovico. Tenía el rostro más delgado y las mejillas hundidas. Su cabellera, descuidada, le caía hasta los hombros. Como ya pronosticara Jacopo Galli, no había resultado nada del negocio que Miguel Ángel esperaba instalar para Buonarroto y Giovansimone. Buonarroto se había colocado por fin en un almacén de lanas cerca de la Porta Rossa; Giovansimone era un joven apático, que aceptaba trabajos esporádicos para luego desaparecer durante semanas enteras. Sigismondo, que apenas sabia leer y escribir, ganaba unos cuantos escudos como soldado a sueldo de Florencia, en su guerra contra Pisa, Leonardo había desaparecido sin que nadie supiese en qué monasterio estaba.
Miguel Ángel y Granacci se habían abrazado alegremente, felices de verse juntos otra vez. Durante los últimos años, Granacci había recibido la primera mitad de su fortuna y, según le había informado Jacopo riendo, el de la bottega Ghirlandaio, tenía una amante en una villa de las colinas de Bellosguardo, sobre la Porta Romana. Granacci mantenía aún su taller en el de Ghirlandaio y ayudaba a David, después de que el hermano de éste, Benedetto, falleciera, a cambio de utilizar el taller para sus trabajos particulares.
Granacci hojeó los dibujos que se hallaban sobre la mesa de trabajo de Miguel Ángel.
—Veo que estás listo para trabajar.
—Sí.
—¿Clientes?
—Por ahora, ninguno. Voy a unirme a Soggi…
Salieron rumbo a una hostería, doblaron a la izquierda, hacia la Vía del Proconsolo, entraron al Borgo dei Greci, donde se alzaba el palacio Serristori, diseñado por Baccio D'Agnolo, y pasaron a la Vía dei Benci, donde estaban el palacio Ghibelline Bardelli y el primero de los palacios Alberti, con su patio rodeado de columnas originales de Giuliano da Sangallo.
Las piedras le hablaban. Sentía nítidamente su carácter, la variedad de sus estructuras, la fuerza de sus capas. ¡Qué maravilloso era estar nuevamente donde la pietra serena era el material principal de la arquitectura! Porque él estaba enamorado de la piedra.
La hostería estaba instalada en un jardín al que daban sombra unas cuantas higueras. El propietario, que era a la vez el cocinero, bajó al río y volvió con una cesta en la que había una botella de vino Trebbiano. La secó con su delantal y la abrió en la mesa. Bebieron por el regreso de Miguel Ángel.
Después del almuerzo, Miguel Ángel subió por las colinas hasta la casa de los Topolino, donde se enteró de que Bruno y Enrico se habían casado. Cada uno había construido una amplia habitación de piedra para sí en uno de los extremos de la casa familiar. Ya había cinco nietos, y ambas esposas estaban otra vez embarazadas.
—Los Topolino —comentó— van a acaparar todos los trabajos en pietra serena de Florencia, como sigan a este paso.
—Y pensamos seguir —dijo Bruno.
La madre agregó:
—Tu amiga Contessina de Medici también ha tenido otro hijo después de que murió su hijita.
Miguel Ángel estaba enterado ya de que Contessina había sido desterrada de Florencia y vivía con su esposo e hijo en una casa de campo en la ladera norte de Fiesole. Su hogar y sus posesiones estaban confiscados desde que su suegro, Niccolo Ridolfi, fuera ahorcado por intervenir en una conspiración para derrocar la república y llevar nuevamente a Piero como rey de Florencia. Su cariño hacia Contessina no había cambiado, a pesar de los años transcurridos sin verla. Nunca se había sentido visita grata en el palacio de los Ridolfi, por lo que siempre se mantuvo alejado de él. ¿Cómo podía ir a verla ahora, después de su regreso de Roma, sabiendo que ella vivía en la mayor pobreza y en desgracia? ¿No se interpretaría su visita como inspirada por la lástima?
La ciudad misma había experimentado numerosos cambios, que se percibían sin esfuerzo. Al caminar a través de la Piazza della Signoria, la gente bajaba la cabeza con vergüenza al pasar por el lugar donde Savonarola había sido quemado en la pira. Al mismo tiempo, el pueblo trataba de acallar su conciencia con un verdadero torbellino de actividad, esforzándose por reemplazar cuanto Savonarola había destruido. Se gastaban enormes sumas de dinero en las casas de los plateros y orfebres, lapidarios, sastres, modistas, bordadoras, diseñadores de terracotas y mosaicos de madera, fabricantes de instrumentos musicales, iluminadores de manuscritos… Piero Soderini, a quien Lorenzo de Medici había preparado como al más inteligente de los políticos jóvenes, estaba ahora a la cabeza de la República Florentina como gonfaloniere o alcalde-gobernador de la ciudad-estado de Florencia, y había logrado un cierto grado de armonía entre las facciones florentinas por vez primera desde la mortal batalla entre Lorenzo y Savonarola.
Los artistas florentinos huidos de la ciudad intuyeron el resurgimiento de la actividad y regresaron de Milán, Venecia, Portugal, París: Piero Di Cosimo, Filippino Lippi, Andrea Sansovino, Benedetto da Rovezzano, Leonardo da Vinci, Benedetto Buglioni. Aquellos cuyas obras habían sido suspendidas por la influencia y el poder de Savonarola producían ahora nuevamente: Botticelli, Lorenzo di Credi, Baccio da Montelupo… Entre todos habían creado la Compañía del Crisol, a la que, aunque restringida a doce miembros, cada uno de ellos podía llevar cuatro invitados a la cena mensual que se realizaba en el enorme taller de escultura de Rustici. Granacci pertenecía a dicha organización, e inmediatamente invitó a Miguel Ángel a que lo acompañase. Miguel Ángel se negó porque prefería esperar a tener algún encargo.
Los meses transcurridos desde su regreso le habían traído muy pocas alegrías o satisfacciones reales. Su partida a Roma había sido una aventura de niño. Ahora regresaba ya hombre, listo para esculpir montañas de mármol; pero Florencia no estaba enterada de que él hubiese realizado trabajo alguno de importancia.
Jacopo Galli seguía trabajando en Roma para él; los hermanos Mouscron, de Brujas, que importaban telas inglesas a Roma, habían visto su Piedad y estaban interesados en una Madonna y Niño. Galli creía que podría conseguir un excelente contrato, cuando los hermanos visitaran Roma nuevamente. Además consiguió interesar al cardenal Piccolomini para que encargase a Miguel Ángel las figuras necesarias para completar el altar de su familia, con el que honraban a su tío el Papa Pío II, en la catedral de Siena.
Inmediatamente después de su regreso a Florencia, había ido al taller del Duomo para estudiar atentamente el famoso bloque Duccio de mármol. Quería explorar en su interior, en busca de ideas, y probarlo nuevamente en busca de fallas.
Por las noches, a la luz de una vela, leía a Dante y el Antiguo Testamento en busca de un estado de ánimo y un motivo heroico.
Se enteró de que los miembros del Gremio de Laneros y la Junta de Obras de la catedral no estaban decididos todavía a que el bloque fuese esculpido. Aquello casi era mejor, pensó Miguel Ángel, pues acababa de enterarse de que algunos miembros de ambos grupos apoyaban la idea de otorgar el encargo a Leonardo da Vinci, que acababa de volver a Florencia, debido a la magnífica reputación de su gigantesca estatua ecuestre del conde Sforza y su pintura de La Última Cena, que se encontraba en el refectorio de Santa María delle Grazie, en Milán.
Miguel Ángel no conocía a Leonardo, pues éste llevaba unos dieciocho años alejado de Florencia, pero todos los artistas florentinos decían que era el más grande de los dibujantes de Italia. A la vez picado y curioso, Miguel Ángel fue a la Santissima Annunziata, donde se hallaba expuesto el dibujo de Leonardo para su obra Virgen, niño y Santa Ana. Se detuvo ante la obra. El corazón le latía como a golpes de martillo.
Jamás había visto semejante fuerza y autenticidad de dibujo, tanta imponente verdad en la figura, salvo, naturalmente, en sus propios dibujos. En una carpeta que había sobre un banco, encontró un bosquejo de un desnudo masculino visto de espaldas, con los brazos y las piernas extendidos. Nadie había producido una figura así, tan furiosamente viva, tan convincente. ¡Leonardo, estaba seguro, también había practicado la disección! Salió de la iglesia anonadado. Si la Junta y el Gremio otorgaban el encargo a Leonardo, ¿quién podría discutir tal decisión? ¿Podría él, con sólo su Baco y su Piedad apenas conocidos en el norte, sostener como injusta tal decisión?
Pero Leonardo rechazó el encargo, basándose en que despreciaba la escultura en mármol por considerarla un arte inferior, digno únicamente de artesanos. Miguel Ángel se enteró de la noticia completamente confundido. Se alegraba de que el bloque Duccio quedase libre para cualquiera, de que Leonardo quedara voluntariamente fuera de concurso, pero sentía un profundo resentimiento contra el hombre que acababa de formular semejante declaración contra la escultura, sobre todo porque la ciudad la repetía ahora con convicción.
Un día se levantó antes del amanecer, se vistió apresuradamente y corrió por la vacía Vía del Proconsolo al taller del Duomo, deteniéndose ante la columna. Los primeros rayos diagonales del sol atravesaron el mármol, proyectando la sombra de Miguel Ángel hacia arriba, en los casi siete metros de altura del bloque, convirtiéndolo así en un gigante. De pronto, pensó en David, tal como lo conocía a través de su historia en la Biblia. «Así tiene que haberse sentido David», se dijo, «en aquella mañana cuando salió para hacer frente a Goliat». ¡Un gigante para el símbolo de Florencia!
Regresó a su casa y volvió a leer el capítulo de David con una mayor percepción. Durante días dibujó de memoria numerosas figuras virilmente masculinas en busca de un David digno de la leyenda bíblica. Sometió cada dibujo, a medida que lo terminaba, al juicio de su antiguo amigo del Palacio Medici, el gonfaloniere Soderini, al Gremio de Laneros, a la Junta de Obras de la Catedral. Pero no ocurrió nada. Estaba paralizado, ¡y en todo su ser ardía la fiebre del mármol!