II
El techo de la Capilla Sixtina había producido un efecto igual al de la inauguración del David en Florencia. Ahora Miguel Ángel había reconquistado el titulo que se le había otorgado por Los bañistas, y era nuevamente aclamado como el «Maestro del Mundo». Únicamente el grupo que rodeaba y seguía a Rafael continuaba discutiendo la bóveda, a la que calificaba de anatomía, más que arte, así como carnal y exagerada. Pero ahora ese grupo se veía atado en cierto modo, pues Bramante ya no era el emperador del arte en Roma. En las paredes y columnas de la nueva San Pedro habían aparecido grietas de tales dimensiones que la obra estaba suspendida y se realizaban profundos estudios para determinar si los cimientos podrían ser salvados. El Papa León X se mostró demasiado bondadoso y no destituyó al arquitecto de su titulo oficial, pero el trabajo en el Belvedere, sobre el Vaticano, estaba suspendido igualmente.
Un día, al atardecer, Miguel Ángel respondió a una llamada, impaciente, porque significaba obligarle a suspender el trabajo. Y se encontró mirando a los sonrientes y bondadosos ojos de un joven.
—Maestro Buonarroti —dijo el desconocido—. Soy Sebastiano Luciani, de Venecia. He venido a confesar…
—No soy un sacerdote —dijo Miguel Ángel rápidamente.
—… a confesarle que he sido un imbécil y un idiota. Este golpe que acabo de dar a su puerta y estas palabras que ahora pronuncio son lo primero que mi mano y mi boca han hecho desde mi llegada a Roma. ¡He traído mi laúd para poder acompañarme mientras le relato mi patética historia!
Divertido ante la contagiosa alegría del joven veneciano, Miguel Ángel se hizo a un lado mientras lo invitaba a entrar con un gesto. Sebastiano se acomodó en la banqueta más alta de la habitación y pulsó las cuerdas del laúd.
—Cantando o recitando, todos los males pasan —dijo.
Miguel Ángel se dejó caer en la silla de asiento forrado y Sebastiano comenzó a cantar una improvisación en la que relataba que el banquero Chigilo había traído a Roma para pintar su villa, que él se había unido al grupo que consideraba a Rafael como su ídolo, y que no vaciló en proclamarlo genial maestro, a la vez que consideraba a Buonarroti un buen dibujante, si, pero un mediocre pintor, monótono, sin gracia en las escenas y de anatomía exagerada…
—Esas acusaciones las he oído muchas veces —interrumpió Miguel Ángel—, y me hartan.
—Lo cual me parece muy lógico —replicó Sebastiano—. Pero Roma no volverá a escuchar de mis labios semejantes tonterías. Desde hoy, me dedicaré a loar, con toda mi voz, al maestro Buonarroti.
—¿Y a qué se debe este cambio tan radical?
—Al ecléctico Rafael. ¡Me ha sorbido los huesos! ¡Ha asimilado todo cuanto aprendí de Bellini y Giorgione, hasta el extremo de que hoy es mejor pintor veneciano que yo!
—Rafael sólo aprovecha lo que es bueno. Y lo hace muy bien. ¿Por qué lo abandona ahora?
—Ahora que se ha convertido en un mágico colorista veneciano, consigue más trabajos que nunca. Mientras yo… no consigo ni uno. Rafael me ha engullido totalmente, a excepción de los ojos, que han estado extasiados en los últimos días contemplando su Capilla Sixtina. —Su voz llenaba la habitación, y Miguel Ángel lo estudió, preguntándose cuál sería el motivo verdadero de aquella visita.
Desde aquel día, Sebastiano fue a visitarlo a menudo para conversar y cantarle. Era locuaz, alegre y se negaba tenazmente a tomar las cosas en serio, ni siquiera el hecho de ser el padre de un hijo natural que acababa de nacer. Miguel Ángel trabajaba mientras escuchaba su divertida charla.
—Mi querido compadre —preguntaba—. ¿No se confunde trabajando así, en tres bloques de mármol a la vez? ¿Cómo recuerda lo que quiere hacer con cada uno de ellos, cuando va de uno a otro constantemente?
—Quisiera tener los veinticinco bloques delante de mí —respondió Miguel Ángel sonriente—, en un gran circulo. Entonces iría de uno a otro con tal rapidez que en cinco años habría completado todas las figuras. ¿Tiene idea de cuán concienzudamente puede uno esculpir bloques de mármol cuando piensa en ellos constantemente por espacio de ocho años? ¡Las ideas son mucho más afiladas que los cinceles!
—Yo podría ser un gran pintor —dijo Sebastiano, serio por una vez—. Domino la técnica. Ponga una tela ante mí y la copiaré con tal exactitud que ni usted mismo sabría cuál es el original y cuál la copia. Pero la idea es lo que me elude. ¿Cómo hay que hacer para concebir la idea original?
Aquello era casi un lamento angustioso y una de las pocas veces que Miguel Ángel había visto a Sebastiano serio.
—Tal vez las ideas no son una función natural de la mente —respondió—, como la respiración lo es de los pulmones. Tal vez sea Dios quien las pone en nuestro cerebro. Si yo conociese el origen de las ideas de los hombres, habría resuelto uno de los más profundos misterios. Sebastiano, voy a hacer varios dibujos para usted. Sus conocimientos y habilidad para los colores son tan excelentes como los de Rafael. Las figuras que pinta son líricas. Puesto que él ha copiado su paleta veneciana, ¿por qué no puede aceptar usted mis dibujos? Vamos a ver si conseguimos que suplante a Rafael.
Le agradaba dibujar por las noches, después de todo un día de esculpir, y meditar sobre nuevas variaciones de algunos temas religiosos. Presentó a Sebastiano al Papa León X, mostró a éste escenas de la vida de Cristo hermosamente transformadas por Sebastiano, y el Pontífice, que sentía una gran simpatía hacia todos los animadores musicales, lo acogió cordialmente en el Vaticano.
Una noche, a hora avanzada, Sebastiano rompió a reír:
—¿Se ha enterado de la noticia? ¡Ha surgido un nuevo rival de Rafael! ¡El mejor de los venecianos, igual a Bellini y Giorgione! Pinta con el encanto y la gracia rafaelina, pero es un dibujante más vigoroso, más imaginativo…
—Felicidades —respondió Miguel Ángel, sonriente.
Cuando se dio a Sebastiano el encargo de pintar un fresco para San Pietro de Montorio, trabajó intensamente para dar vida en colores a los dibujos de Miguel Ángel. Roma llegó a la conclusión de que, como integrante de la bottega, Sebastiano estaba aprendiendo a dibujar con la mano de su maestro.
Sólo Contessina, que acababa de llegar a Roma con su familia, pensó que allí había algo más que lo que saltaba a la vista. Había pasado durante dos años las veladas sentada al lado de Miguel Ángel, observándole mientras dibujaba: por lo tanto conocía su estilo mejor que nadie. Por eso, un día en que Miguel Ángel asistió al suntuoso banquete que ella preparó para el Papa y su corte, pues estaba decidida a convertirse en la anfitriona oficial de León X, lo llevó a un lado y, después de mirarle fijamente, preguntó:
—¿Por qué permite que Sebastiano utilice su trabajo como de él?
—No hace daño a nadie.
—Rafael ha perdido ya un importante encargo, que le fue otorgado a Sebastiano.
—Es una bendición tener demasiado trabajo, Contessina.
—¿Por qué se presta a un engaño como ése?
Miguel Ángel devolvió aquella mirada, mientras pensaba que ella seguía siendo la Contessina de su juventud, pero al mismo tiempo consciente de que ella había cambiado desde que su hermano había sido elegido Papa. Ahora ya no era Contessina, sino la Gran Condesa, que tenía en sus manos la enorme influencia del Vaticano, después de años de pobreza y destierro. Y aquello había significado un cambio en ella que perturbaba a Miguel Ángel.
—Desde que terminé la Capilla Sixtina —explicó—, ciertas personas han estado diciendo: «Rafael tiene encanto y elegancia, mientras que Miguel Ángel sólo tiene resistencia». Y puesto que no quiero rebajarme a luchar contra la camarilla de aduladores de Rafael en defensa de mi posición, me resulta muy divertido que lo haga por mi un pintor joven y de talento. Sin que yo me vea envuelto, Roma comienza ya a decir: «Rafael tiene encanto, pero Miguel Ángel tiene profundidad».
Contessina apretó los puños ante la ironía que destilaba la voz de él.
—¡No es divertido! —respondió—. Ahora yo soy la Condesa de Roma. Puedo protegerle… oficialmente…, con dignidad. Puedo obligar a sus detractores a arrodillarse. Esa es la manera…
Miguel Ángel extendió las manos y tomó en ellas los dos pequeños y apretados puños.
—No, Contessina —dijo cariñosamente—. Esa no es la manera. Confíe en mí. Ahora soy feliz y trabajo bien.
En lugar de la irritación, sobrevino inmediatamente la radiante sonrisa que él recordaba desde su niñez. Sin pensarlo, puso sus manos sobre los hombros cubiertos de seda y la acercó a él buscando aquel perfume que siempre lo había atraído. Contessina empezó a temblar. Sus ojos se agrandaron enormemente. El tiempo se esfumó y aquel saloncito se convirtió en el studiolo del palacio de los Medici en Florencia. Ya no eran la Gran Condesa y el gran artista, ida ya la mitad de sus vidas. Por un instante, se sintieron en el umbral de la vida.