I
Miguel Ángel regresó a Roma desde Carrara con tiempo para asistir a la recepción de Julio II del Año Nuevo de 1506, y para descargar las embarcaciones conforme fueran llegando a la Ripa Grande. Pero se encontró con que la guerra entre él y el Pontífice había comenzado. Bramante había convencido al Papa de abandonar la idea de Sangallo para la construcción de una capilla separada que alojara su tumba. En su lugar, iba a levantarse una nueva iglesia a San Pedro en la colina donde se habría construido dicha capilla. El diseño para el nuevo templo sería elegido por medio de un concurso. Miguel Ángel no oyó hablar de provisión alguna para su tumba.
Había gastado los mil ducados del Papa en los bloques de mármol y su transporte, pero Julio II se negó a entregarle más dinero hasta no ver esculpida una de las estatuas. Cuando el Papa le proporcionó una casa detrás de la Piazza San Pietro, uno de los secretarios papales le informó de que tendría que pagar varios ducados al mes en concepto de alquiler.
Un día gris de enero fue a los muelles acompañado por Piero Rosselli, un muralista de Livorio que era famoso como el mejor preparador de paredes para la pintura al fresco.
—¡Yo he luchado contra esta corriente numerosas veces! —dijo Rosselli—. En mi juventud fui marinero. ¿Ve? El Tíber ha crecido mucho y ahora pasarán muchos días antes de que una embarcación pueda llegar aquí.
De vuelta en la casa de Sangallo, Miguel Ángel se calentó las manos ante la chimenea de la biblioteca, mientras su amigo le mostraba sus diseños, ya terminados, para la nueva iglesia de San Pedro. Sangallo creía haber superado las objeciones del Sacro Colegio y del público, ante la amenaza de reemplazar totalmente la iglesia original.
—Entonces ¿no cree que Bramante tenga probabilidades de ganar el concurso?
—Tiene talento —respondió Sangallo—, y su Tempierto de San Pietro de Montorio es una gema. Pero no tiene experiencia en la construcción de iglesias.
Francesco Sangallo irrumpió en la habitación y exclamó:
—¡Padre! ¡Acaban de desenterrar una gran estatua de mármol en el antiguo palacio del emperador Tito! ¡El Santo Padre quiere que vaya inmediatamente para dirigir las excavaciones!
Ya se había congregado una multitud en las viñas, detrás de Santa María Maggiore. En un hoyo, con la parte inferior todavía oculta, se hallaba una magnífica cabeza barbada y un torso de tremendo poder. Por un brazo, y pasando al hombro opuesto, se veía una serpiente; en ambos costados emergían cabezas, brazos y hombros de dos jóvenes, a los que rodeaba la misma serpiente. La mente de Miguel Ángel voló hacia atrás, a la primera noche que había visitado el studiolo de Lorenzo de Medici.
—¡Es el Laoconte! —exclamó Sangallo.
—¡Sobre el que escribió Plinio! —dijo Miguel Ángel.
La escultura tenía más de dos metros cuarenta de altura y un largo aproximadamente igual. Cuando se extendió la noticia por Roma, las viñas, calles y las escaleras de Santa María Maggiore se llenaron de altos dignatarios de la Iglesia, comerciantes, nobles y pueblo, todos dispuestos a pujar por la adquisición de la escultura. El campesino propietario del terreno anunció que la había vendido a un cardenal por cuatrocientos ducados. El maestro de ceremonias del Vaticano, Paris de Grassis, ofreció quinientos. El campesino aceptó. Paris de Grassis se volvió a Sangallo y dijo:
—Su Santidad pide que la lleve al palacio papal inmediatamente. —Y volviéndose a Miguel Ángel agregó—: Y a usted le pide que vaya esta tarde para examinar la pieza.
El Papa había ordenado que el Laoconte fuese colocado en la terraza cerrada del pabellón Belvedere, en la colina sobre el palacio papal.
—Deseo que examinéis las figuras detenidamente —dijo Julio II— y me digáis si realmente están esculpidas a partir de un solo bloque. —Miguel Ángel comenzó a examinar la estatua desde todos los ángulos, con ojos inquisitivos y sensitivos dedos, y descubrió cuatro sutiles junturas verticales en las cuales habían sido unidos trozos separados de mármol por los escultores de Rodas.
Salió del Belvedere y llegó hasta el banco que había sido de Galli. ¡Qué diferente le parecía toda Roma sin Galli y cuán desesperadamente necesitaba ahora su amistoso consejo! Baldassare Balducci era el nuevo gerente propietario del Banco. Su familia de Florencia había invertido dinero en Roma y Balducci aprovechó la oportunidad de casarse con la muy poco agraciada hija de una rica familia romana, que le aportó una considerable dote.
—¿Qué haces ahora los domingos, Balducci? —preguntó Miguel Ángel.
—Los paso con la familia de mi esposa —respondió el flamante banquero, sonrojándose.
—¿Y no echas de menos el… ejercicio, como tú lo llamabas?
—¡El dueño de un banco tiene que ser respetable!
—¡Che rigorista! No esperaba encontrarte tan convencional.
—No es posible ser rico y seguir divirtiéndose al mismo tiempo —dijo Balducci con un suspiro—. Uno debe dedicar su juventud a las mujeres, su edad mediana al dinero y su vejez al juego de bolos.
—Veo que te has convertido en todo un filósofo. ¿Podrías prestarme cien ducados?
Estaba parado, bajo la lluvia, mientras observaba la embarcación que llegaba con sus mármoles y luchaba para atracar en uno de los muelles. Parecía que la embarcación y su preciosa carga estaban en peligro de naufragar en las aguas del crecido Tíber, llevándose consigo treinta y cuatro carros de sus mejores mármoles. Mientras miraba, calado hasta los huesos, los marineros realizaron un último y desesperado esfuerzo; arrojaron sogas desde el muelle y la embarcación quedó amarrada. La tarea de descargar bajo la lluvia torrencial parecía casi imposible.
Anocheció antes que fuese completada. Miguel Ángel se acostó, mientras la tormenta arreciaba. Cuando llegó al muelle a la mañana siguiente, se encontró con que el Tíber se había desbordado. La Ripa Grande era una ciénaga. Sus hermosos mármoles estaban cubiertos de barro. Se metió en el agua hasta las rodillas para limpiarlos lo que pudo, recordando los meses que había pasado en las canteras buscando el mármol más puro. ¡Y ahora, después de sólo unas horas en Roma, estaban todos manchados!
Debió esperar tres días, hasta que cesó la lluvia y el Tíber volvió a su cauce normal. Los Guffatti llegaron con el carro para llevar los mármoles al pórtico posterior de la casa. Miguel Ángel les pagó con dinero prestado por Balducci, y luego compró una gran lona para tapar los bloques, y algunos muebles de segunda mano. El último día de enero escribió una carta a su padre, adjuntándole una nota para que la enviase a la granja del hermano de Argiento, en Ferrara.
A la espera de la llegada de Argiento, Sangallo le recomendó un carpintero de cierta edad, llamado Cosimo, que necesitaba albergue. Las comidas que cocinaba tenían gusto a resma y virutas, pero el buen hombre ayudó metódicamente a Miguel Ángel a construir un modelo en madera de los primeros dos planos de la tumba. Dos veces a la semana, el joven Rosselli iba a los mercados de pescado del Pórtico de Octavia para comprar almejas, camarones, calamares y pescado y preparar el tradicional cacciucco de Livorio.
Para adquirir una fragua, hierro sueco y madera de castaño, le fue necesario visitar el banco de Balducci y pedirle otros cien ducados.
—No tengo inconveniente en hacerte este segundo préstamo —dijo Balducci—, pero sí me preocupa mucho ver que te estás hundiendo cada vez más en un hoyo. ¿Cuándo crees que conseguirás que este encargo de la tumba te rinda algún beneficio?
—En cuanto tenga alguna escultura para enseñarle al Papa. Primero, tengo que decorar algunos de los bloques de la base y hacer modelos para Argiento; también necesito un tallista de piedra, que pienso traer del taller del Duomo. Entonces podré empezar a esculpir el Moisés.
—¡Pero eso te llevará meses! ¿De qué piensas vivir hasta entonces? Tienes que ser sensato, Miguel Ángel. Ve a ver al Papa: cuando tratas con un hombre que paga mal, debes sacarle cuanto puedas.
Volvió a su casa. Argiento no respondió a su carta. El tallista del Duomo no podía ir. Y Sangallo opinó que no era un momento propicio para pedirle dinero al Pontífice.
—El Santo Padre —dijo— está ocupado ahora juzgando los planos para San Pedro. El ganador del concurso será anunciado el uno de marzo. Ese mismo día, le llevaré a ver al Papa.
Pero el uno de marzo, cuando Miguel Ángel llegó a casa de Sangallo la encontró desierta. Ni siquiera los dibujantes habían ido a trabajar. Sangallo, su esposa e hijo se hallaban sentados juntos en un dormitorio del piso superior. Daba la impresión de que hubiese muerto alguien de la familia.
—Pero ¿cómo puede haber ocurrido eso? —preguntó Miguel Ángel—. Es el arquitecto oficial del Papa, y uno de sus más viejos y fieles amigos.
—Hasta ahora no he oído más que rumores —dijo Sangallo—. Los romanos allegados al Papa odian a los florentinos, pero son amigos de Urbino y, por lo tanto, de Bramante. Otros dicen que Bramante hace reír al Papa, sale de caza con él, lo entretiene…
—Iré a ver a Leo Baglioni, que me dirá la verdad.
Baglioni lo miró con sincero asombro.
—¿La verdad? —exclamó—. ¿No la conoce? Venga conmigo.
Bramante había comprado un antiguo palacio en el Borgo, lo derribó y reconstruyó otro de sencilla elegancia. La casa estaba abarrotada de importantes personajes de Roma. Y Bramante presidía la reunión, centro de todos los ojos y la general admiración. Su rostro resplandecía.
Leo Baglioni llevó a Miguel Ángel al piso superior, a un espacioso taller. Prendidos en las paredes y desparramados por las mesas de trabajo, se hallaban los dibujos de Bramante para la nueva iglesia de San Pedro. Miguel Ángel se quedó mudo de asombro: era un edificio que empequeñecería a la catedral de Florencia, pero de diseño elegante, lírico y noble en su concepción. Comparada con ésta, la concepción de Sangallo, de estilo bizantino, una cúpula sobre un cuadrado, parecía pesada y excesivamente maciza.
Ahora Miguel Ángel sabía la verdad, que no tenía nada que ver con el odio de los romanos a los florentinos ni con que Bramante fuese quien entretenía al Papa. La iglesia de San Pedro planeada por Bramante era mucho más hermosa y moderna en todos los sentidos.
Miguel Ángel bajó a saltos la escalera y salió al Borgo. Si él hubiese sido Julio II, también se habría visto obligado a elegir el plano de Bramante.
Aquella noche, acostado pero insomne, se dio cuenta claramente de que el ganador del concurso, desde el momento en que el Papa lo había enviado con él para buscar un lugar apropiado para la tumba, había trazado sus planes para que la nueva capilla no fuese construida jamás. Había utilizado la idea original de Sangallo de un edificio separado, y el grandioso plan de Miguel Ángel para sus propios fines: conseguir el encargo de construir una nueva catedral. No podía dudarse que ésta seria soberbia y constituiría un lugar maravilloso para la tumba, pero ¿permitiría Bramante que la tumba fuese colocada en su nueva iglesia? ¿Estaría dispuesto a compartir los honores con Miguel Ángel?