IX

Aquella noche no le fue posible dormir. Se revolvía insomne en el lecho. La habitación era un horno, pues su padre decía que el aire que penetraba por una ventana era peor que una puñalada. Buonarroto, que compartía su cama, dormía plácidamente, como lo hacía todo en la vida. Aunque dos años menor que Miguel Ángel, era el administrador de los cinco hermanos.

En la cama más próxima a la puerta dormía el bien y el mal de la progenie Buonarroti: Leonardo, un año y medio mayor que Miguel Ángel y que se pasaba la vida ansiando llegar a ser santo. Junto a él estaba Giovansimone, cuatro años menor, perezoso, descortés con sus padres, que una vez había incendiado la cocina de Lucrezia porque ésta lo había reprendido. Sigismondo, el más pequeño, dormía todavía en la cuna, a los pies de la cama de Miguel Ángel. Éste sospechaba que el pequeño jamás sería más que un tonto, ya que carecía de la capacidad de aprender.

Silenciosamente, saltó de la cama, se vistió y salió de casa. Recorrió la Vía dell'Anguillara hasta la Piaza della Santa Croce, donde se alzaba la iglesia franciscana, tosca y sombría en su inconclusa estructura de ladrillo. Al pasar ante la galería lateral abierta, sus ojos buscaron la silueta del sarcófago de Nino Pisano, sostenido por sus cuatro figuras alegóricas. Torció a la izquierda y entró en la Vía del Fosso, pasó ante la prisión y la casa perteneciente al sobrino de Santa Catalina de Siena. Al final de la calle estaba la tienda del químico más famoso de la ciudad. De allí se dirigió a la Vía Pietrapiana, que le llevó, por la Piaza di Sant'Ambrogio, a la iglesia donde estaban sepultados los escultores Verrocchio y Mino da Fiesole.

Después de dejar tras él la plaza, siguió El Borgo la Croce hasta llegar a un camino rural llamado Vía Pontassieve, y al final de éste se encontró el río Affrico, afluente del Arno. Después de cruzar la Vía Piagentina llegó a Varlungo, un pequeño grupo de viviendas, y allí giró de nuevo a la izquierda y comenzó a ascender la ladera, hacia Settignano.

Llevaba una hora de camino. Amaneció un día caluroso y claro. Se detuvo en una ladera para contemplar las colinas de Toscana, que emergían de su sueño de tinieblas. No le importaban mucho las bellezas de la naturaleza que tanto emocionaban a los pintores. No. Amaba el valle del Amo por ser un paisaje esculpido. Y Dios había sido su supremo escultor.

Pensó que el toscano era un escultor nato. Una vez que se hacía cargo del paisaje, construía terrazas de piedra en él y dentro de ellas plantaba sus viñas, sus olivares, en perfecta armonía con las colinas. Y cada familia heredaba una forma escultórica: circular, oblonga, que servia de característica a la granja.

Ascendió a la cima de las colinas. Allí la piedra constituía el factor dominante: con ella, el campesino toscano construía sus casas, rodeaba sus campos, formaba terrazas en escalones en sus laderas y protegía la tierra contra la erosión. La naturaleza había sido pródiga con la piedra; cada colina era una cantera todavía virgen. Si los toscanos arañaban la superficie con sus uñas encontraban enseguida materiales de construcción suficientes para levantar una gran ciudad.

Dejó el camino donde éste doblaba hacia la cantera de Maiano. Durante cuatro años después de la muerte de su madre había gozado de completa libertad para vagar por aquella campiña, aunque su edad era más apropiada para estar encerrado en una escuela En Settignano no había maestro, y su padre estaba demasiado encerrado en sí mismo para preocuparse… Y Miguel Ángel, mientras recordaba, atravesó una tierra de la que conocía cada piedra y cada árbol como la palma de su mano.

Llegó a la aldea de Settignano: una docena de casas agrupadas en torno a una pequeña iglesia de grisácea piedra. Aquél era el corazón de la tierra de los canteros, y de allí habían salido los más grandes del mundo: las generaciones que habían construido Florencia. Estaba a sólo tres kilómetros de la ciudad, en el primer promontorio sobre el suelo del valle. Se decía de Settignano que las colinas que rodeaban a la aldea tenían un corazón de piedra y pechos de terciopelo.

Al atravesar el diminuto poblado rumbo a la casa Buonarroti, llegó a la casa en cuyo patio de canteros se había formado Desiderio da Settignano. La muerte le había obligado a dejar el martillo y el cincel a la edad de treinta y seis años, pero ya entonces era famoso. Miguel Ángel conocía bien sus tumbas de mármol de Santa Croce y Santa María Novella, con sus exquisitos ángeles y la Virgen, tallada con tanta ternura que parecía dormida, más que muerta. Desiderio había tomado como aprendiz a Mino da Fiesole, un joven cantero a quien enseñó el arte de esculpir el mármol.

Ahora ya no quedaba un solo escultor en Florencia. Ghiberti, que había sido maestro de Donatello y de los hermanos Pollaiuollo, murió unos treinta y tres años antes. Donatello, que llevaba ya veintidós años bajo tierra, había dirigido un taller de escultura durante medio siglo, pero de sus discípulos, Antonio Rosselino murió nueve años antes; Lucca della Robbia, seis; y Verrocchio acababa de fallecer. Los hermanos Pollaiuollo estaban en Roma desde hacía cuatro años, y Bertoldo, el favorito de Donatello y heredero de sus vastos conocimientos y de su taller, estaba mortalmente enfermo. Andrea y Giovanni della Robbia, adiestrados por Luca, su hermano, ya no esculpían la piedra y se dedicaban a bajorrelieves de terracota esmaltada.

Si, la escultura había muerto. Al contrario de su padre, que deseaba haber nacido cien años antes, Miguel Ángel sólo pedía haberlo hecho cuarenta años antes, para poder aprender bajo la tutela de Ghiberti; o treinta años, para ser aprendiz de Donatello. Pero no, había nacido demasiado tarde y en una región en la que, por espacio de doscientos cincuenta años desde que Nicola Pisano desenterró algunos mármoles griegos y romanos, se había creado en Florencia y el valle del Arno la mayor riqueza en escultura que se conociera desde los tiempos de Fidias, el escultor del Partenón de Atenas. Una misteriosa plaga que atacaba a los escultores de Toscana se había llevado hasta el último de ellos. La especie, después de haber florecido tan gloriosamente, estaba ahora extinguida. Encogido el corazón de angustia, Miguel Ángel reanudó su camino.

La agonía y el éxtasis
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