XVI
En junio de 1510, unas semanas después de mostrar al Papa el Diluvio, completó la primera mitad de la bóveda. En un pequeño panel central, Dios, con un manto color rosa, acababa de crear a Eva de la costilla del durmiente Adán. En los rincones, enmarcando el drama, se veían cuatro hijos desnudos, que nacerían de aquella unión. Sus rostros eran hermosos y fuertes sus cuerpos. Directamente debajo, a cada lado, estaban la Sibila de Cumea y el profeta Ezequiel en sus tronos, bajo las cornisas. La mitad de la bóveda era ahora una explosión de colores.
No había dicho a nadie que había terminado ya la mitad de la bóveda, pero el Papa lo supo inmediatamente, y envió un aviso a Miguel Ángel de que iría a la Capilla a media tarde. Miguel Ángel lo ayudó a subir la escala y le mostró las historias de David y Goliat, Judith y Holofernes, las cuatro de los antepasados de Cristo, que completaban cinco de las pechinas.
Julio le ordenó desmontar el andamio para que el mundo pudiese ver la grandiosidad de la obra que se estaba realizando.
—Todavía no es el momento, Santo Padre —dijo Miguel Ángel.
—¿Por qué?
—Porque faltan muchas cosas por terminar: los niños jugando detrás de los troncos de los profetas y sibilas, los desnudos que llenan los lados…
—¿Cuándo estará listo todo eso?
—Cuando esté listo —replicó Miguel Ángel, cortante.
Julio II enrojeció, alzó su bastón, furioso, y lo dejó caer en un seco golpe sobre los hombros de Miguel Ángel.
Se produjo un silencio, durante el cual los dos antagonistas se miraron iracundos. Miguel Ángel sintió que lo invadía un frío mortal. Luego se inclinó ante el Pontífice y dijo con una voz a la que el golpe parecía haber arrancado toda expresión:
—Será como lo desea su Santidad —y se hizo a un lado para que el Papa descendiese por la escala.
—Vos no sois quién para despedir a vuestro Pontífice, Buonarroti. ¡Sois vos el despedido!
Miguel Ángel bajó del andamio y salió de la Capilla. ¡Qué amargo y degradante final, ser golpeado con un bastón, como un villano! Él, que había jurado elevar la condición del artista de la categoría de obrero especializado a las más altas cimas de la sociedad; él, a quien la Compañía del Crisol había aclamado, cuando desafió al Papa, acababa de ser humillado y degradado como ningún otro famoso artista que él conociese.
El triunfo de Bramante era ya completo.
¿Qué debía hacer ahora? El Pontífice no le perdonaría jamás haberle incitado a propinar aquel golpe, y él jamás perdonaría a Julio II el haberlo hecho.
¡No volvería a coger un pincel en sus manos, y nunca regresaría a aquella bóveda! Rafael podía decorar la mitad que faltaba.
Se dirigió a su casa. Michi lo esperaba, silencioso, con los ojos desorbitados.
—Michi —le dijo—. Prepara tus efectos personales y parte una hora antes que yo. Es mejor que no salgamos juntos de Roma. Si el Papa ordena que se me arreste, no quiero que te capturen a ti también.
Llenó una bolsa de lona con sus dibujos y otra con sus ropas y efectos personales. Cuando hubo terminado, alguien llamó a la puerta. Se quedó rígido y sus ojos se dirigieron a la puerta del fondo. ¡Era demasiado tarde para huir!
Abrió. Esperaba ver soldados. Pero era el chambelán Accursio.
—¿Permite usted que entre, Messer Buonarroti? —preguntó.
—¿Ha venido a arrestarme?
—Mi buen amigo —dijo Accursio cariñosamente—, no tiene que tomar tan en serio estas pequeñas cosas. ¿Cree acaso que el Pontífice se tomaría la molestia de golpear a una persona si no la quisiera entrañablemente?
—¿Pretende sugerir que ese golpe ha sido una demostración de cariño de Su Santidad?
—El Papa lo ama como a un hijo maravillosamente dotado, aunque rebelde. —Sacó una bolsa de su cinto y la dejó sobre el banco de trabajo—. El Pontífice me ha pedido que le traiga estos quinientos ducados…
—¿Un remedio de oro para cicatrizar mi herida?
—… y me ha rogado que le haga llegar sus excusas.
—¿Excusas del Santo Padre? ¿A mí?
—Sí. En cuanto regresó al palacio. No quería que esto hubiera ocurrido por nada del mundo. Me dijo que todo fue porque tanto usted como él tienen una gran terribilitá.
—¿Quién sabe que el Papa lo ha enviado a pedirme perdón?
—¿Tiene importancia eso?
—Puesto que Roma se enterará de que el Pontífice me ha golpeado, sólo podré seguir viviendo aquí si la gente sabe también que me ha pedido disculpas.
—¿Quién es capaz de ocultar nada en esta ciudad? —replicó Accursio, encogiéndose de hombros.
Julio II eligió la semana de la fiesta de la Asunción para dejar inaugurada la primera mitad de la bóveda. Miguel Ángel pasó las semanas hasta esa fecha en su casa, entregado al dibujo. Estaba haciendo los bocetos de los profetas Daniel y Jeremías, y de las sibilas de Libia y Persia. En ningún momento se acercó a la Sixtina ni al palacio papal. Julio II no le hizo llegar palabra alguna. Era una tregua preñada de intranquilidad.
No llevaba cuenta del tiempo que pasaba. El Papa no le ordenó que fuera a la Capilla para la ceremonia. La primera noticia que tuvo de ella fue cuando Michi respondió a un golpe en la puerta e introdujo a Rafael en el taller. Miguel Ángel estaba encorvado sobre la mesa, dibujando.
Levantó la cabeza y vio que Rafael había envejecido considerablemente. Vestía suntuosos ropajes, ornados de costosas gemas. Las comisiones y encargos que llovían a su bottega incluían todo, desde el diseño de una daga a la construcción de grandes palacios. Sus ayudantes completaban todo cuanto Rafael no tenía tiempo de terminar. Tenía sólo veintisiete años, pero representaba diez más.
—Messer Buonarroti —dijo—. Su Capilla me asombra. He venido a pedirle que me perdone mi mala educación. Jamás debí hablarle como lo hice aquella vez en la plaza.
Miguel Ángel recordó aquella visita que hiciera a Leonardo da Vinci con idéntico fin que el de Rafael.
—Los artistas deben perdonarse unos a otros sus pecados —respondió.
Nadie más fue a felicitarlo, ni nadie lo detuvo en la calle o se acercó a él para encargarle alguna obra. Estaba tan solo como si estuviese muerto. La pintura del techo de la Capilla Sixtina estaba fuera del ámbito de la vida de Roma; era un duelo personal entre Miguel Ángel, Dios y Julio II.
Y, de pronto, el Papa se vio envuelto en una guerra.
Dos días después de la ceremonia de inauguración, el Pontífice partió de Roma a la cabeza de su ejército para expulsar a los franceses del norte de Italia y garantizar la seguridad del Estado Pontificio. Miguel Ángel lo vio partir, seguido por las tropas españolas facilitadas por el rey de España, a quien había dado el dominio de Nápoles, los mercenarios italianos a las órdenes de su sobrino, el duque de Urbino, y las columnas romanas, que mandaba Marco Antonio Colonna. Su primer objetivo era sitiar Ferrara, aliada de los franceses. Para ayudarle en su conquista, debía recibir quince mil soldados suizos, apoyados por las considerables fuerzas de Venecia. En camino hacia el norte, había ciudades-estado que debían ser reducidas: Modena, Mirandola, sede de la familia Pico, y otras…
Miguel Ángel estaba muy preocupado. Los franceses eran la única protección de Florencia. Si Julio II conseguía expulsar a dichas tropas de Italia, Florencia sería vulnerable. Les tocaría el turno al gonfaloniere Soderini y a la Signoria de sentir el bastón papal sobre sus espaldas. Él también había quedado desamparado o se había desamparado a sí mismo. El chambelán del Papa le había llevado dinero y excusas, pero no el permiso especifico de volver al andamio y comenzar el trabajo en la mitad de la bóveda correspondiente al altar. El Papa podía estar ausente varios meses. ¿Qué iba a hacer mientras tanto?
Una carta de su padre le informó de que su hermano Buonarroto estaba gravemente enfermo. Le habría gustado estar a su lado, pero no se atrevía a salir de Roma. Envió dinero, parte de la suma que le había enviado el Papa, con sus excusas.
Se enteró de que el dietario papal, un florentino llamado Lorenzo Pucci, partía para unirse al Pontífice en Bolonia. Fue a verlo y le preguntó si podía hablar con Julio II en su favor, intentar el cobro de los quinientos ducados que todavía se le debían de la mitad de la bóveda terminada, conseguir permiso para comenzar la segunda y dinero para levantar otra vez el andamio. El dietario prometió que haría lo posible, y que, además, vería si podía conseguirle algún encargo particular para que Miguel Ángel pudiera vivir mientras tanto.
Miguel Ángel se sentó aquella noche a su mesa de trabajo y escribió un soneto al Papa, que comenzaba:
Soy vuestro siervo y lo fui desde joven: vuestro, como los rayos que llenan el círculo del sol; empero, la pérdida de mi amado tiempo no os preocupa… ¡cuánto más trabajo; menos os muevo a compasión!