III

Estaba solo en la Capilla Sixtina, estudiando detallada y totalmente la pared que se extendía sobre el altar. Aquella pared, de dieciséis metros y medio de alto por doce de ancho, estaba ennegrecida por el fuego en su parte inferior y rota en partes algo más arriba. La humedad había causado desperfectos en algunos sectores, y toda su extensión aparecía oscurecida por la suciedad, la tierra y el humo de las velas que ardían en el altar. A Miguel Ángel le dolía tener que destruir los frescos de Perugino, pero puesto que también iba a eliminar dos de sus propias pinturas en los lunetos nadie podría achacarle que fuera vengativo. Sellaría las dos ventanas, construiría una nueva pared de ladrillo cocido, la cual haría colocar levemente inclinada hacia afuera con un desnivel de unos treinta centímetros entre el techo y el suelo, para que el polvo, la suciedad y el humo no se adhiriesen a ella.

El papa Pablo III aprobó inmediatamente los planes de construcción que le expuso Miguel Ángel, y éste descubrió que el papa Farnese le resultaba mucho más tratable y simpático. Hasta llegó a experimentar una sensación de verdadera amistad hacia él. Después de haber vivido los excesos de su juventud, Pablo III se había convertido en un estudioso erudito de griego y latín, elocuente orador y excelente escritor. Tenía la intención de evitar las guerras que habían caracterizado a Julio II, las orgías de León X, y los errores internacionales e intrigas de Clemente VII. Además poseía un astuto sentido del humor, como pudo comprobar Miguel Ángel cuando fue al Vaticano. Al observar el excelente color del rostro del Papa y el brillo de sus ojos, dijo:

—Su Santidad tiene hoy un excelente aspecto.

El Papa sonrió, y acercando su rostro al de Miguel Ángel, le dijo, fingiendo un secreto inexistente, pues su voz llegó a todos:

—¡No habléis tan alto por favor! ¡Vais a desilusionar a los cardenales! Me eligieron Papa solamente porque creyeron que estaba ya en mi lecho de muerte, o poco menos. Pero el Papado parece sentarme muy bien, y creo que sobreviviré a todos ellos.

Miguel Ángel fue feliz durante todos aquellos meses de dibujo en su taller. El dibujo, como los alimentos, las bebidas y el sueño, devuelve las fuerzas a un hombre. Por medio de su mano de dibujante, empezaba ya a concebir ciertas ideas germinales. El día del Juicio Final había sido anunciado por la fe cristiana como coincidente con el fin del mundo. ¿Podría ser posible eso? ¿Podía Dios haber creado el mundo para después abandonarlo? La decisión de crear al hombre había sido exclusiva de Dios. Entonces, ¿no era Dios lo suficientemente poderoso como para sostener el mundo eternamente a pesar de la maldad? ¿No desearía hacerlo?

Puesto que todos los hombres se juzgaban a sí mismos antes del momento de la muerte, ya fuera por medio de la confesión de sus pecados o muriendo sin arrepentirse, ¿no podía ser el Juicio Final un concepto de un milenio que Dios mantenía siempre como reserva, con Cristo recién llegado entre los hombres, a punto de iniciar el juicio? No creía que le fuera posible pintar el Juicio Final como algo que ya se hubiera producido, sino solamente en el momento de su comienzo. Entonces, tal vez podría pintar el tremendo juicio del hombre sobre sí mismo. No podría haber engaños ni evasivas. Creía que cada individuo era responsable de su conducta en la Tierra y que la misma sería juzgada. ¿Podría un Cristo terriblemente irritado infligir castigo mayor? ¿Podría el Caronte de Dante, en su barca sobre el Aqueronte, lanzar a los malvados a un infierno más profundo y eterno que el del propio veredicto recaído sobre sí mismos?

Desde el momento en que su pluma tocó el papel de dibujo, buscó el contorno de la figura humana, una sola línea para cada figura, de calidad nerviosa, para denotar la desesperada urgencia que animaba todos sus movimientos. Hundía repetidamente la pluma en la tinta, impaciente, porque tenía que interrumpir la continuidad de sus trazos, ansioso de lograr una simultaneidad de forma y espacio. Dentro de aquellas líneas de los contornos, utilizó un sistema de líneas paralelas y cruzadas para describir el juego de los músculos en sus diversos estados de tensión al ser afectados por las tensiones nerviosas de los contornos. Lo que buscaba era una aguda delineación del cuerpo humano, separándolo del aire que rodeaba a la figura, y eso lo logró escarbando en los nervios desnudos del espacio. Todo hombre, mujer y niño debía destacarse en plena claridad, para alcanzar la plenitud de su dignidad humana Porque cada uno era un individuo y tenía su valor. Esta era la clave del renacimiento de la sabiduría y la libertad humanas que habían sido creadas en Florencia, después de las tinieblas de un millar de años. ¡Jamás sería él, Miguel Ángel Buonarroti, toscano, responsable de reducir al hombre a una parte indistinguible de una masa incipiente, ni siquiera aunque se dirigiese al cielo o al infierno!

Aunque no lo habría reconocido, sus brazos estaban fatigados después de diez años de esculpir continuamente para la capilla Medici. Cuanto más estudiaba su bóveda de la Capilla Sixtina, más llegaba a pensar que la pintura podría transformarse en un arte noble y permanente.

Se convirtió en el maestro de un grupo de jóvenes florentinos que se reunían en el taller de Macello dei Corvi todas las tardes para organizar sus planes tendentes a derrocar al tirano Alessandro. Los líderes eran el brillante y vital cardenal Ippolito, que compartía con el cardenal Ercole Gonzaga la dirección de la alta sociedad de artistas y sabios de Roma; el suave y bondadoso cardenal Niccolo; Roberto Strozzi, cuyo padre había ayudado a Miguel Ángel a instalar a sus hermanos Giovansimone y Sigismondo en el comercio de la lana y cuyo abuelo había comprado la primera escultura de Miguel Ángel.

Se dio cuenta, con melancolía, que jamás había gozado de una aceptación semejante y que, por otra parte, quizás no la habría aceptado de habérsele presentado.

—Mi carácter está experimentando un cambio —le comentó a Tommaso—. Durante todo el tiempo que pasé pintando la bóveda de la Capilla Sixtina, no hablé con nadie más que con Michi. ¿Fue un periodo desgraciado para usted?

—Un artista que trabaja en la plenitud de su potencia vive en un reino que sobrepasa a la felicidad humana.

Sabía que aquel cambio en su carácter había sido producido, al menos en parte, por los sentimientos que le inspiraba Tommaso. Admiraba la belleza física del joven y su nobleza de espíritu, como si él fuese un joven que se enamorase por primera vez de una muchacha. Sentía todos los síntomas: una alegría inenarrable cuando Tommaso entraba en la habitación donde él estaba; una sensación de soledad cuando partía, horas de dolor hasta que podía verlo de nuevo…

Llegó a Roma la noticia de que Carlos V proyectaba casar a su hija ilegítima, Margarita, con Alessandro. Ello significaría una alianza entre el soberano del Sacro Imperio Romano y Alessandro, y que merced a ella podría mantenerse en el poder. Las esperanzas de la colonia florentina se desvanecieron. Pero una desilusión más personal para Miguel Ángel fue fray Sebastiano, redondo como una pelota, que regresaba después de un viaje.

—¡Mi querido compadre, qué maravilloso es verlo nuevamente! —exclamó el fraile—. Tiene que venir a San Pietro de Montorio para que vea cómo he transformado sus dibujos en óleos.

—¿Óleos? —inquirió Miguel Ángel—. ¿Pero no debía pintar el fresco?

—Los frescos son para usted, querido maestro, que jamás comete error. El óleo es mucho mejor para mi temperamento. Si cometo una docena de errores, puedo borrarlos y comenzar de nuevo.

Fueron a San Pietro de Montorio, situada sobre una prominencia desde la que se dominaba Roma.

El aire era diáfano. Las aguas del Tíber, serpenteando entre las casas de la ciudad, eran azules bajo el cielo invernal.

En el patio, pasaron ante el Templetto de Bramante, una joya de la arquitectura que siempre arrancaba una exclamación a Miguel Ángel. Dentro de la iglesia, Sebastiano condujo orgullosamente a su maestro a la primera capilla de la derecha. Miguel Ángel vio que Sebastiano había realizado una obra maestra al ampliar y colorear sus dibujos, y que los colores permanecían frescos, inalterables. Otros artistas que habían pintado al óleo en paredes, hasta maestros de la talla de Andrea del Castagno, Antonio y Piero Pollaiuolo, habían visto, con el consiguiente disgusto, que el tiempo tornaba negras o desvanecía sus figuras.

—Es un nuevo método que he inventado —explicó Sebastiano orgullosamente—. Empleo una tosca capa de cal mezclada con resma y cemento bituminoso. Derrito todo eso al fuego y luego lo aplico a la pared con una paleta bien caliente. ¿No está orgulloso de mí?

—¿Qué más ha pintado después de esta capilla?

—Pues… no mucho…

—¿Cómo, si estaba tan orgulloso de haber perfeccionado un nuevo método?

—Cuando el papa Clemente VII me designó Guardián de los Sellos, ya no necesité trabajar. Tenía todo el dinero que deseaba.

—¿Así que el dinero era la única razón de su pintura?

Sebastiano miró a Miguel Ángel con asombro, como si creyese que su benefactor había perdido repentinamente la razón.

—¿Y qué otra razón podía haber?

Miguel Ángel contempló al fraile con irritación, pero de pronto se dio cuenta de que tenía que habérselas con un niño.

—Sebastiano —le dijo—. Tiene muchísima razón. Cante, toque su laúd, diviértase. La pintura es solamente para aquellos pobres infelices que no pueden evitar practicarla.

La suspensión de las obras de San Pedro fue una píldora mucho más amarga. Aunque habían sido empleados centenares de obreros y muchas toneladas de cemento durante los meses transcurridos desde su llegada a Roma, Miguel Ángel advirtió, con su experimentado ojo, que no se había logrado progreso alguno en el cuerpo principal de la construcción. La colonia florentina sabía perfectamente cómo se habían desperdiciado dinero y tiempo en aquel trabajo; pero ni siquiera sus tres jóvenes amigos, los cardenales, podían decirle si el papa Pablo III lo sospechaba. Antonio da Sangallo se había consolidado tanto durante los veinte años que llevaba como arquitecto de San Pedro, que nadie osaba atacarlo. Miguel Ángel comprendió que la discreción aconsejaba guardar silencio. Sin embargo, ardía de indignación, ya que jamás había conseguido despojarse de la idea de que San Pedro era un proyecto suyo, pues él había sido participe de su concepción. Cuando ya no le fue posible callar más, encontró un momento que le pareció propicio para revelar al Papa lo que estaba ocurriendo.

El Pontífice lo escuchó con gran paciencia, mientras se alisaba su larga y blanca barba.

—Dígame, Miguel Ángel: ¿no formuló idéntica acusación contra Bramante? La Corte dirá que está celoso de Antonio da Sangallo. Eso lo colocará en una posición adversa…

—La mayor parte de mi vida la he pasado en una posición adversa, Santo Padre.

—Pinte El Juicio Final, Miguel Ángel, y deje que Antonio da Sangallo construya San Pedro.

Cuando regresó a su casa, frustrado, se encontró con Tommaso que lo esperaba, acompañado por los cardenales Ippolito y Niccolo.

—Parecen una delegación —dijo sonriente.

—Y lo somos —respondió Ippolito—. Carlos V va a pasar por Roma. Visitará solamente a una persona, Vittoria Colonna, la marquesa de Pescara. Es un antiguo amigo de su esposo y su familia, de Nápoles.

—No conozco a la marquesa —dijo Miguel Ángel.

—Pero yo si —intervino Tommaso—. Le he pedido que lo invite a la reunión que se realizará en su palacio el domingo por la tarde. Irá, ¿verdad?

Antes de que Miguel Ángel pudiera preguntar qué haría él en semejante reunión, el cardenal Niccolo se apresuró a decirle:

—Significaría muchísimo para Florencia si se hiciese amigo de la marquesa y pudiera ser presentado al Emperador cuando llegue a Roma, que será próximamente.

Una vez que los dos cardenales se hubieron retirado, Tommaso dijo a Miguel Ángel:

—La verdad es que hace tiempo que deseo que conozca a Vittoria Colonna. En los años transcurridos desde que estuvo aquí la última vez, Vittoria se ha convertido en la primera dama de Roma. Es una exquisita poetisa y una de las mentes más esclarecidas de la ciudad. Es muy hermosa y, además, es una santa.

—¿Está enamorado de esa dama, Tommaso? —preguntó Miguel Ángel, sonriente.

Tommaso rió un buen rato, y luego agregó:

—¡Ah, no! Es una mujer de cuarenta y seis años. Ha tenido un maravilloso romance y un feliz matrimonio, y hace diez años enviudó.

—¿Es de los Colonna del palacio del Quirinal?

—Sí. Es hermana de Ascanio Colonna, aunque muy rara vez vive en ese palacio. La mayor parte del tiempo lo pasa en un convento en el que tienen la cabeza de San Juan Bautista. Prefiere la vida austera de las monjas a la agitación de la alta sociedad.

Vittoria Colonna, perteneciente a una de las más poderosas familias de toda Italia, había sido prometida en matrimonio a Ferrante Francesco d'Avalos, de Nápoles, marqués de Pescara, cuando ambos tenían solamente cuatro años. Se casaron en una ceremonia de gran pompa y boato cuando tenían diecinueve. La luna de miel fue de muy corta duración, pues el marqués era general al servicio del Sacro Imperio Romano, por su amistad con el emperador Maximiliano, y se vio obligado a partir para la guerra. En sus dieciséis años de matrimonio, Vittoria apenas había visto a su marido. En 1512 fue herido en la batalla de Ravenna. Vittoria lo cuidó amorosamente hasta que estuvo sano de nuevo, pero Ferrante partió otra vez con su ejército, y trece años después fue muerto en la batalla de Pavia, Lombardia, después de una heroica acción en el campo. La solitaria Vittoria había pasado los interminables años de la separación entregada a un disciplinado estudio del griego y el latín, y se había convertido en una de las mentes más destacadas de Italia. Al morir su esposo, intentó ingresar en un convento, pero el papa Clemente VII se lo prohibió. Los últimos diez años los había pasado dando su fortuna y sus cuidados a los pobres y para la construcción de conventos, con lo que hizo posible que las innumerables jóvenes que carecían de dote y por lo tanto no podían encontrar marido entrasen al servicio de Dios. Sus poemas eran considerados entre los más importantes de la literatura de su época.

—Sólo he visto un santo que caminase por el mundo con sandalias de cuero —respondió Miguel Ángel—, y ése fue el prior Bichiellini. Me interesará mucho ver cómo es esta versión femenina.

Vittoria Colonna, sentada entre media docena de hombres, se puso en pie para saludarlo. Miguel Ángel quedó considerablemente sorprendido al verla. Después de la descripción que le había hecho Tommaso sobre la privación y tristeza de aquella mujer, de su santidad, él esperaba encontrarse con una vieja dama vestida de negro, que mostraría en sus facciones la acción demoledora del tiempo y de la tragedia vivida. Por el contrario, se encontró mirando a los ojos profundamente verdes de la mujer más vitalmente encantadora que había visto en su vida, de mejillas sonrosadas, cálidos labios entreabiertos en una cordial sonrisa: en una palabra, con toda la expresión de una mujer joven, enormemente excitada por la vida. Tenía un porte regio, aunque sin altanería. Debajo del liviano tejido de su sencilla túnica, Miguel Ángel entrevió una figura en plena maravilla de madurez, a la que complementaban sus grandes y expresivos ojos. Las largas trenzas de color oro pasaban sobre sus hombros y descendían por el pecho. Los dientes, pequeños, blanquísimos, regulares, aparecían entre los rojos y canosos labios. La nariz era recta, típicamente romana; y la barbilla, delicadamente modelada, hacia juego con el resto de su bellísimo rostro.

Se sintió tan avergonzado al desnudar a aquella indefensa mujer como si fuera una modelo a sueldo, que sintió un zumbido en los oídos, y no pudo oír el saludo que ella le dirigía. Y pensó: «¡Qué cosa tan espantosa para hacerle a una santa!».

Su arrepentimiento hizo que disminuyera aquel zumbido extraño, pero no le era posible desviar sus ojos de la encantadora visión. Su belleza era como el sol de mediodía que llenaba el jardín con su luz, pero que al mismo tiempo cegaba a quien lo mirase. Hizo un esfuerzo y contestó a la presentación que ella le hacía de Lattanzio Tolomei, un cultísimo embajador de Siena; el poeta Sadoletto, el cardenal Morrone, el secretario papal Blosio, a quien Miguel Ángel conocía ya de la corte, y un sacerdote que estaba hablando al grupo sobre las epístolas de San Pablo.

Vittoria Colonna le habló con una voz ricamente melodiosa:

—Le doy la bienvenida, como a un viejo amigo, Miguel Ángel Buonarroti, pues sus obras me han hablado por espacio de muchos años.

—Mis obras fueron más afortunadas que yo, marquesa —respondió él inclinándose galantemente.

Los verdes ojos de Vittoria se ensombrecieron levemente.

—Había oído decir que era un hombre brusco, que no conocía la galantería —respondió.

—Y ha oído bien.

El tono de su voz no daba pie a la discusión. Vittoria vaciló un momento y luego añadió:

—Se dice también que conoció a Savonarola.

—No, no lo conocí personalmente, pero le oí predicar muchas veces. En San Marco y en el Duomo.

—Fue una pena que sus palabras no llegaran a Roma, porque de haber ocurrido eso, habríamos introducido nuestras reformas en la Madre Iglesia y ahora no estaríamos perdiendo fieles en Alemania y Holanda.

Miguel Ángel se dio cuenta de que se hallaba en el seno de un grupo revolucionario, que criticaba enérgicamente las prácticas de la Iglesia y buscaba un medio de iniciar su propia reforma del clero. La Inquisición en Portugal y España había arrebatado millares de vidas por acusaciones mucho menos senas. Se volvió a la marquesa, admirando su valor.

—No deseo que me juzgue irrespetuoso, signora, pero fray Savonarola destruyó una gran cantidad de hermosas obras de arte y literatura, en lo que él denominó «una pira de vanidades», antes de caer él en idéntica desgracia.

—Siempre he lamentado eso, signor Buonarroti. Sé que uno no purifica el corazón humano por medio de la eliminación de la mente humana.

La conversación derivó hacia temas generales. Hablaron de la pintura flamenca, que era muy respetada en Roma, y de sus pronunciados contrastes con la pintura italiana. Luego, la conversación versó sobre los orígenes del concepto del Juicio Final.

Cuando Miguel Ángel bajaba por el Monte Cavallo, observando la puesta de sol, que ensombrecía los colores de la ciudad, preguntó:

—Tommaso ¿cuándo podremos verla otra vez?

—Cuando nos invite —respondió Tommaso.

—¿No tendremos más remedio que esperar su invitación?

—Tenemos que esperar. Ella no va a ninguna parte.

—Entonces esperaré, como un silencioso suplicante, hasta que la dama se digne mandar a buscarme.

Una sonrisa jugueteó entre los labios de Tommaso.

—¡Estaba seguro de que le impresionaría! —dijo.

Aquella noche fue el rostro de Vittoria Colonna el que brilló en la habitación de Miguel Ángel. Hacia muchos años que la presencia de una mujer no se había apoderado a tal punto de él.

La agonía y el éxtasis
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