XV

Volvió a su andamio, decidido a que nada lo distrajera en adelante, ni las dificultades en Roma, ni las de Florencia. Sus bocetos para la bóveda estaban casi terminados y en ellos figuraban trescientos hombres, mujeres y niños, todos ellos imbuidos de la potencia de la vida, como los vivos que caminaban por la tierra. La fuerza para crearlos tenía que proceder de su interior. Necesitaría días, semanas, meses, de diabólica energía para dar a cada personaje individual una anatomía, mente, espíritu y alma auténticas, una irradiación de fuerza tan monumental que muy pocos hombres de la tierra pudieran igualarse a ellos. Cada uno tenía que ser arrancado de su matriz artística a la fuerza, una fuerza articulada y frenética. Era imprescindible que reuniese dentro de sí todo su poder. Mientras estaba creando el Dios Padre, él era el Dios Madre, fuente de una noble estirpe, compuesta de medio-hombres y medio-dioses, cada uno de ellos inseminado por su propia fertilidad creadora.

Hasta Dios se había cansado después de su torrente de actividad. El séptimo día llegó al fin de su Creación, y descansó. ¿Por qué, entonces, él, Miguel Ángel Buonarroti, un hombre pequeño, que sólo media un metro sesenta y pesaba cuarenta y siete kilos, tenía que trabajar durante meses, años, sin alimentarse debidamente, sin descansar, sin agotarse?

Durante treinta días pintó desde el amanecer hasta bien entrada la noche para terminar El Sacrificio de Noé, las cuatro titánicas figuras masculinas desnudas que lo rodeaban, la Sibila de Eritrea, en su trono, y el profeta Isaías, mientras que por las noches regresaba a su casa para ampliar el dibujo del Paraíso. Durante treinta días durmió vestido, sin quitarse ni siquiera las botas. Se alimentaba de sí mismo. Cuando se sintió mareado de pintar largas horas con la cabeza y los hombros inclinados violentamente hacia atrás, hizo que Rosselli le construyese una plataforma todavía más alta; la cuarta sobre el andamio. Desde entonces, pintaba sentado, sus ojos a sólo unos centímetros del techo, hasta que los huesos de sus nalgas, poco cubiertos de carne, estaban tan lastimados y doloridos que ya no podía resistir. Entonces se tendía boca arriba, con las rodillas dobladas hasta donde le era posible contra el pecho, para dar mayor firmeza al brazo con que pintaba. Como ya no se preocupaba de afeitarse, su barba se había convertido en el recipiente al que iban a parar las gotas de pintura y agua. Todo movimiento que hacía, por pequeño que fuese, era un tremendo esfuerzo y una agonía de dolor.

Y un día creyó que estaba casi ciego. Le llegó una carta de Buonarroto, y cuando trató de leerla no veía las letras. La dejó, se lavó la cara, comió unas cucharadas de la pasta que Michi le había preparado y tomó nuevamente la carta. No podía descifrar una palabra.

Se arrojó sobre la cama, asustado. ¿Qué estaba haciendo de su vida? Se había negado a pintar el sencillo encargo que quería hacerle el Papa, y ahora saldría de la Capilla envejecido, arrugado, deformado, feo. Y todo por culpa de su colosal estupidez. Porque de haber hecho las paces con el Papa habría estado de vuelta en Florencia, mucho tiempo antes, gozando de aquellas cenas de la Compañía del Crisol, viviendo en su cómoda casa, esculpiendo su Hércules.

Le llegó la noticia de que su hermano Leonardo había muerto en un monasterio de Pisa. No había información sobre los motivos por los que había sido llevado a Pisa o si lo habían sepultado allí. Tampoco sabía de qué había muerto. Pero mientras caminaba a San Lorenzo de Dámaso para hacer rezar una misa por él, creyó tener la respuesta: su hermano había muerto de exceso de celo. ¿No le esperaría a él una suerte igual?

Michi encontró la colonia de canteros de Trastevere, con quienes pasaba las noches y los días de fiesta. Rosselli se fue a Nápoles, Viterbo y Perugia para construir sus magistrales paredes para frescos. Miguel Ángel no fue a ninguna parte. Nadie iba a visitarle o a invitarle a salir. Sus conversaciones con Michi se limitaban a comentarios sobre la mezcla de colores y los materiales que se necesitaban para la bóveda. Vivía una vida tan monacal y recluida como los hermanos del Santo Spirito.

Ya no iba al palacio papal para departir con el Pontífice, aunque éste, después de una segunda visita a la Capilla, le había hecho entregar otros mil ducados para continuar el trabajo. Nadie iba a la Sixtina. Cuando se dirigía de su casa a la Capilla o volvía de regreso, lo hacía casi totalmente ciego, baja la cabeza, sin ver a nadie. Los transeúntes ya no se fijaban en sus ropas cubiertas de pintura y de revoque, en su rostro manchado, su barba y pelo descuidados. Algunos lo creían loco.

En cuanto a él, había cumplido su objetivo primario: la vida y la gente que aparecían en el techo de la Sixtina eran reales. Los que vivían en el mundo eran fantasmas. Sus amigos, sus íntimos, eran Adán y Eva en el Paraíso, el cuarto panel majestuoso de la línea. Pintó las dos figuras, no pequeñas, tímidas y delicadas, sino poderosamente constituidas, vivaces y hermosas, tan primitivas como las rocas que las protegían del manzano en cuyo tronco se enroscaba la serpiente; tomaban la tentación con una tranquila aceptación, fuertes, no con débil estupidez. Y cuando se les arrojaba del Paraíso a la árida tierra en el lado opuesto del panel, cuando el Arcángel les apuntaba con su espada, se asustaban pero no se encogían, no eran reducidos a cosas que se arrastraban por la tierra. Eran el padre y la madre del hombre, creados por Dios, y él, Miguel Ángel Buonarroti, les había dado vida, noble carácter y proporciones.

La agonía y el éxtasis
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