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Desapareció la hinchazón y, con ella, la decoloración de la piel. Pero todavía no podía presentarse ante el mundo con aquella forma cambiada, mutilada. Como no podía hacer frente a Florencia a la luz del día, decidió salir de noche y caminar por las calles para desahogar sus energías encadenadas. ¡Qué distinta le parecía la ciudad, encendidas en los palacios las lámparas de aceite, y qué tamaño descomunal tenían los edificios a la luz de las estrellas!

Un día, llegó Poliziano a su habitación y dijo:

—¿Puedo sentarme, Miguel Ángel? Acabo de poner fin a mi traducción de las Metamorfosis de Ovidio al italiano. Mientras traducía el cuento de Néstor sobre los centauros, se me ocurrió que usted podría esculpir una hermosa pieza de la batalla entre los centauros y los tesalienses.

Miguel Ángel, sentado en el lecho, contempló fijamente a su interlocutor y comparó la fealdad de ambos. Poliziano estaba inclinado hacia adelante en su silla. Sus ojos vidriosos y su cabellera negra se le antojaron al muchacho tan húmedos como sus labios, repulsivamente carnales. No obstante, a pesar de su horrible fealdad, el rostro del sabio estaba iluminado por una luz interior al hablar de Ovidio y su poética narración de los cuentos griegos.

Miguel Ángel dirigió la mirada hacia el estante donde estaba el modelo utilizado por Bertoldo para su Batalla de los romanos y bárbaros. Poliziano miró también.

—No, no —dijo—. Esa batalla de Bertoldo es una copia del sarcófago existente en Pisa. En realidad, una reproducción. La de usted sería original.

Bertoldo reaccionó furiosamente:

—¡Eso es mentira! ¡Te llevaré a Pisa para que lo compruebes! ¡Mañana mismo! Verás que en el centro del sarcófago no hay una sola figura parecida. Tuve que recrearlas todas, e introduje temas completamente nuevos, como, por ejemplo, el guerrero a caballo…

Poliziano entregó su manuscrito a Miguel Ángel.

—Léalo a su comodidad —dijo—. Pensé que podría esculpir las escenas conforme yo las fuese traduciendo. ¡No podría encontrar un tema de más fuerza!

Bertoldo ordenó aquella noche que les preparasen caballos para el día siguiente. Al amanecer, él y Miguel Ángel cabalgaban por la orilla del Arno hacia el mar, hasta que la cúpula y el campanario inclinado de Pisa se recortaron contra el fondo del cielo azul. El maestro llevó al muchacho directamente al camposanto, un espacio rectangular rodeado por un muro cuya construcción había comenzado en 1278. Sus galerías estaban llenas de tumbas: unas seiscientas, entre las cuales se veían numerosos sarcófagos antiguos. Bertoldo se dirigió al de la batalla romana y, ansioso de merecer una buena opinión de su discípulo, le explicó detalladamente las diferencias entre aquel sarcófago y su pieza referente a la batalla. Cuanto más iba señalando las diferencias, más veía Miguel Ángel las similitudes entre las dos esculturas. Y murmuró para tranquilizarlo:

—Usted me ha dicho que hasta en el arte tenemos que contar con un padre y una madre. Nicola Pisano, al iniciar la escultura moderna en este lugar pudo hacerlo porque vio estos sarcófagos romanos que habían permanecido ocultos por espacio de mil años.

Aplacado. Bertoldo llevó a su discípulo a una hostería tras una tienda de comestibles. Ambos comieron atún y judías verdes, y mientras el anciano dormía una siesta de un par de horas, Miguel Ángel regresó al Duomo y de allí se fue al Baptisterio, gran parte del cual había sido diseñado por Nicola y Giovanni Pisano. Allí estaba la obra maestra de Nicola: un púlpito de mármol con cinco altorrelieves.

Nuevamente fuera, miró el campanario, que se inclinaba recortado contra el cielo brillante de Pisa, y pensó: «Bertoldo tenía razón, pero solamente en parte. No es suficiente con ser arquitecto y escultor, hay que ser también ingeniero».

Cabalgando de regreso a Florencia, comenzó a ver escenas en su mente: luchas entre hombres, rescates de mujeres, heridos y moribundos. Una vez de vuelta en el palacio y cuando Bertoldo ya dormía, encendió una lámpara y comenzó a leer la traducción de Poliziano.

Había leído sólo unas cuantas páginas, cuando se preguntó: «Pero ¿cómo podría uno esculpir esta leyenda? Sería necesario un bloque de mármol del tamaño de uno de los frescos de Ghirlandaio». Tampoco podía el escultor reproducir todas las armas utilizadas en la batalla mitológica: antorchas, lanzas, jabalinas, troncos de árbol. El mármol quedaría convertido en un verdadero caos.

Recordó una línea de las que había leído y volvió a buscarla:

«Afareos alzó un gran trozo de roca arrancada de la ladera de la montaña…».

La imagen era vívida para él. Lo invadió de pronto una gran excitación. Aquella podía ser la fuerza unificadora, el tema. ¡Su tema! Puesto que era imposible reproducir todas las armas, utilizaría solamente una: la más primitiva y universal, la piedra.

Se quitó la camisa y las calzas. Se tendió sobre la cama, bajo la colcha roja, con las manos entrelazadas bajo la nuca. Se dio cuenta de que había estado viajando casi todo el día, entre la gente, sin pensar una sola vez en su desfigurada nariz. Igualmente importante fue que en su mente comenzaran a presentarse imágenes no del camposanto o el Baptisterio de Pisano, sino de la Batalla de los Centauros.

—¡Dios sea loado! —exclamó satisfecho—. ¡Estoy curado!

Rustici estaba lleno de júbilo.

—¿No te he dicho muchas veces que dibujaras caballos y más caballos? —exclamó.

Miguel Ángel respondió, riendo:

—Si, pero ahora te agradeceré que me encuentres algunos centauros.

Había desaparecido la tensión en el jardín. Nadie mencionaba el nombre de Torrigiani ni se refería al incidente. Torrigiani no había sido capturado y probablemente no lo sería nunca. Excitado por su nuevo proyecto, Miguel Ángel concentró toda su atención en resolver su tema. Poliziano se entusiasmó y le brindó un resumen del papel del centauro en la mitología, mientras Miguel Ángel dibujaba rápidamente la figura que, a su juicio, debía representar al personaje: todo caballo, menos los hombros, cuello y cabeza, que emergían del pecho del animal: el torso y la cabeza de un hombre.

Comenzó a buscar en sí mismo un diseño general en el que pudiese incluir unas veinte figuras. ¿Cuántas escenas de acción separadas podía reproducir? ¿Cuál sería el foco central, desde el cual la mirada se movería de una manera ordenada, perceptiva, tal como lo deseaba él, el escultor?

En el sarcófago de Pisa y en la obra de Bertoldo sobre la batalla, los guerreros y las mujeres estaban vestidos. Puesto que iba a retroceder a la leyenda griega, consideró que tenía derecho a esculpir desnudos, sin las trabas de los yelmos, mantos y demás objetos que, a su juicio, desordenaban y embarullaban el bronce de Bertoldo. Con la esperanza de lograr simplicidad y control, eliminó los ropajes, como lo había hecho con los caballos y la multiplicidad de centauros y armas.

Pero aquella decisión no le llevó a ningún resultado satisfactorio. Ni siquiera Granacci pudo ayudarle.

—Nunca ha sido posible conseguir modelos dispuestos a posar desnudos —dijo.

—¿No podría alquilar algún pequeño taller en alguna parte para trabajar solo? —preguntó.

Granacci negó, irritado:

—Eres el protegido de Lorenzo, y todo cuanto hagas en ese sentido sería un menosprecio para él.

—Entonces, sólo hay una solución: trabajaré en la caverna Maiano.

Se dirigió a Settignano con el fresco del anochecer. Los Topolino lo saludaron cordiales. Les agradaba que pasara allí la noche. Y si observaron los daños causados a su rostro por Torrigiani, él no se dio cuenta.

Se lavó en el arroyo al amanecer y luego se fue por los caminos de carretas a las canteras, donde los picapedreros y canteros comenzaban a trabajar una hora después de la salida del sol. En la cantera, la pietra serena cortada la tarde anterior tenía un color azul turquesa, mientras los bloques más viejos estaban adquiriendo un tinte marrón. Habían sido completadas diez columnas y arrancada de la cantera una enorme piedra, la que estaba rodeada de montones de trozos pequeños y polvillo. Los canteros y picapedreros estaban forjando y templando sus herramientas: cada uno de ellos usaba veinticinco punzones diarios, tan rápidamente se los «comía» la piedra.

Todos aquellos hombres saludaron jovialmente a Miguel Ángel.

—Has venido a realizar una jornada de trabajo honrado, ¿eh?

—¿Con este tiempo? —respondió Miguel Ángel—. No, voy a sentarme bajo un árbol que me dé sombra y no empuñaré nada que pese más que un carboncillo de dibujo.

Los obreros no necesitaron más explicación.

La pietra serena irradiaba un tremendo calor. Los canteros se quitaron las ropas, quedando cubiertos solamente con unos taparrabos, sombreros de paja de anchas alas y sandalias. Miguel Ángel los observó. No podían posar, pues tenían que cortar una determinada cantidad de piedra al día. Sus pequeños cuerpos, delgados y nervudos, distaban mucho de ser el ideal de la belleza griega que él había visto en las estatuas antiguas. Pero bajo el calor del sol, la transpiración los hacía brillar como si fueran de mármol pulido. Trabajaban inconscientes de que Miguel Ángel los estaba dibujando en busca de la fuerza oculta en cada músculo de los indestructibles cuerpos de aquellos hábiles artesanos.

Hacia la mitad de la mañana, los canteros se reunieron en una pequeña caverna abierta en la pietra serena, en la base de la montaña. Allí la temperatura era igual todo el año. Consumieron su desayuno de arenques y cebolla, pan y vino Chianti. Miguel Ángel les informó sobre su proyecto de esculpir la Batalla de los Centauros.

—Ya es hora de que esta zona del monte Ceceni produzca otro escultor —dijo un joven cantero, fuerte como un roble—. Siempre hemos tenido uno: Mino da Fiesole, Desiderio da Settignano, Benedetto da Maiano…

Unos minutos después volvieron al trabajo, y Miguel Ángel a sus dibujos, que ahora diseñaba de cerca. ¡Cuánto había que aprender en el cuerpo humano! ¡Cuántas partes complicadas, cada una diferente de las demás, cada una con sus fascinantes detalles! Un artista podría dibujar la figura humana toda su vida y captar sin embargo solamente una fracción de sus cambiantes formas.

Cuando el sol estaba ya alto, aparecieron varios muchachos llevando largas pértigas colgadas de los hombros. En cada una se veía una larga fila de clavos y, pendiente de cada uno de ellos, una cesta con la comida de los canteros. Una vez más se reunieron en la cueva. Miguel Ángel compartió con algunos la sopa de verduras, carne cocida, pan, queso y vino. Luego, todos se tendieron para una hora de siesta.

Mientras dormían, Miguel Ángel los dibujó: acostados en el suelo, cubiertos los rostros por los sombreros, los cuerpos en descanso para recuperar fuerzas, tranquilas las formas.

A la mañana siguiente, cuando salía del palacio, se sorprendió al ver que un monje lo detenía, le preguntaba su nombre y, después de entregarle una carta que había sacado de su amplio hábito, desaparecía tan repentinamente como se le había presentado. Miguel Ángel desdobló el papel, vio la firma de su hermano y empezó a leer. Era un ruego para que él abandonase lo pagano, el tema ateo que únicamente condenaría su alma; pero si tenía que persistir en esculpir imágenes, que reprodujese únicamente las santificadas por la Iglesia.

Volvió a leer la carta, mientras movía la cabeza, incrédulo. ¿Cómo era posible que Leonardo, sepultado entre los muros del monasterio, estuviese enterado del tema que él estaba esculpiendo… y que le había sido inspirado por Poliziano? Sintió un leve temor al comprobar que los monjes encerrados en San Marco conocían detalles de la vida de todos los demás.

Llevó la carta al studiolo y se la enseñó a Lorenzo.

—Si le causo algún daño al esculpir este tema —dijo gravemente—, será mejor que lo cambie.

Lorenzo parecía disgustado. El hecho de llevar a Savonarola a Florencia había sido un error y una desilusión.

—Eso es precisamente lo que Fra Savonarola intenta —dijo—, acobardarnos e imponer su rígida censura. Si cedemos en el menor detalle, le será mucho más fácil ganar el siguiente. Continúe su trabajo, Miguel Ángel.

Y Miguel Ángel arrojó la carta de su hermano a una vasija etrusca que había bajo el escritorio de Lorenzo.

La agonía y el éxtasis
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