XI

Después de haberse tomado aquel día libre sin permiso, Miguel Ángel llegó temprano al estudio. Ghirlandaio había pasado toda la noche dibujando a la luz de unas velas. Sin afeitar, su barba azulada y las hundidas mejillas le daban el aspecto de un anacoreta.

Miguel Ángel se dirigió a un lado del estrado sobre el que se hallaba la mesa de trabajo del maestro, esperó a que éste levantara los ojos hacia él, y luego preguntó:

—¿Ocurre algo?

Ghirlandaio se puso en pie, alzó las manos lentamente hasta el pecho y luego movió los dedos, como si tratase de ahuyentar sus preocupaciones. El muchacho subió al estrado y contempló las docenas de bosquejos incompletos del Cristo a quien Juan iba a bautizar. Las figuras eran sumamente delicadas.

—Me intimida el tema —gruñó Ghirlandaio como para sí—. He tenido miedo de utilizar a un florentino que pueda ser reconocido…

Tomó una pluma y la movió rápidamente sobre una hoja de papel. Lo que emergió de aquellos trazos fue una figura imprecisa, empequeñecida por el audaz Juan que el pintor había completado ya y que esperaba, con el cuenco en las manos. Ghirlandaio arrojó la pluma sobre la mesa con un gesto de disgusto y murmuró que se iba a dormir. Miguel Ángel salió al fresco y comenzó a dibujar a la clara luz de la estival mañana florentina.

Durante una semana dibujó experimentalmente. Por fin tomó una hoja de papel y trazó una figura de poderosos hombros, pecho musculoso, amplias caderas, estómago ligeramente convexo y robustas piernas asentadas con firmeza sobre grandes y sólidos pies: un hombre capaz de partir un bloque de pietra serena con un golpe de martillo.

Ghirlandaio se sobresaltó cuando Miguel Ángel le enseñó su Cristo.

—¿Has utilizado un modelo? —preguntó.

—El cantero de Settignano que colaboró en mi crianza.

—Florencia jamás aceptará un Cristo de la clase trabajadora, Miguel Ángel. Está acostumbrada a verlo siempre representado como a un gentil.

Miguel Ángel reprimió una ligera sonrisa.

—Cuando me aceptaste como aprendiz, me dijiste: «La verdadera pintura eterna es mosaica», y me enviaste a San Miniato, para que viera el Cristo que Baldovinetti restauró. Ese Cristo, del Siglo X, no es un comerciante de lanas de Prato.

—Es una cuestión de tosquedad, de crudeza, no de potencia —replicó Ghirlandaio—. Los jóvenes lo confunden fácilmente.

Miguel Ángel explicó que prefería el campesino de Donatello al Cristo etéreo de Brunelleschi, tan delicado que parecía haber sido creado únicamente para la Crucifixión. Con la figura de Donatello, la crucifixión había llegado como una aterradora sorpresa, igual que para María y los demás que se veían al pie de la cruz. Y sugirió que quizá la espiritualidad de Cristo no dependía de su delicadeza corporal, sino más bien de la indestructibilidad de su mensaje.

Ghirlandaio reanudó su trabajo, lo cual era indicación de que el aprendiz debía retirarse. Miguel Ángel salió al patio y se sentó al sol, con el mentón hundido en el pecho.

Unos días después el taller era una colmena excitada. Ghirlandaio había acabado su Cristo. Cuando se permitió a Miguel Ángel que contemplase la figura terminada, se quedó inmóvil de asombro: ¡era su Cristo! Las piernas aparecían dobladas en una posición angular; el pecho, los hombros y los brazos eran los de un hombre acostumbrado a cargar objetos pesados, a construir casas; el estómago, ligeramente convexo, había absorbido sólidas cantidades de alimentos. En general, la figura, por su poder y realismo, superaba en mucho a cuantas Ghirlandaio había pintado hasta entonces, todas ellas a modo de naturalezas muertas.

Si Miguel Ángel esperaba que Ghirlandaio reconociese su colaboración, experimentó un desengaño. El maestro había olvidado, aparentemente, la discusión y el dibujo de su aprendiz.

A la semana siguiente el taller entero se trasladó a Santa María Novella para dar comienzo a la Muerte de la Virgen en la luneta que culminaba el lado izquierdo del coro. Granacci estaba satisfecho porque Ghirlandaio le había confiado la ejecución de un número de apóstoles, y se encaramó en el andamio cantando alegremente. Mainardi lo siguió para pintar la figura arrodillada a la izquierda de la reclinada María, mientras David, en el extremo derecho, ejecutaba su tema favorito: un camino toscano que serpenteaba por una ladera montañosa hasta una blanca villa.

Santa María Novella estaba vacía. Solamente algunas ancianas oraban ante las Madonnas. El tabique de lona había sido bajado para permitir que el aire fresco penetrase en el coro. Miguel Ángel se hallaba indeciso bajo el andamiaje. Poco después comenzó a caminar por la larga nave central hacia la brillante luz solar. Se volvió para lanzar una última mirada al andamiaje, que se alzaba piso sobre piso frente a las ventanas de vidrios coloreados, a los brillantes colores de varios paneles ya terminados y a los ayudantes de Ghirlandaio, que aparecían como diminutas figuras.

En el centro de la iglesia había unos cuantos bancos de madera. Colocó uno en posición conveniente, tomó papel y carboncillo de dibujo y empezó a bosquejar la escena que tenía ante sí. De pronto se sorprendió al ver que unas sombras bajaban por el andamiaje.

—Es hora de almorzar —anunció Granacci—. Es raro ver cómo la pintura de temas espirituales le abre a uno el apetito carnal.

Miguel Ángel comentó:

—Hoy es viernes y comerás pescado en lugar de bistecca. ¡Vete, vete! Yo no tengo apetito.

La iglesia vacía le brindó la oportunidad de dibujar la arquitectura del coro. Mucho antes de lo que había imaginado, sus camaradas volvían a subir por el andamiaje. El sol pasó al oeste y llenó el coro de brillantes colores. Sintió que alguien miraba a su espalda, se volvió y vio a Ghirlandaio. El muchacho no dijo una palabra. Pero el maestro murmuró con voz agitada.

¡No puedo creer que un niño de tan pocos años haya recibido semejante don! Hay cosas sobre las que ya sabes más que yo, que llevo más de treinta años trabajando en la pintura. Ven al estudio mañana temprano, es posible que de hoy en adelante podamos hacer que tu vida sea más interesante.

Miguel Ángel se fue a su casa con el rostro transfigurado de jubiloso éxtasis.

A la mañana siguiente esperó con enorme impaciencia las primeras luces del amanecer. Se vistió rápida y nerviosamente y corrió a la bottega. Ghirlandaio estaba ya sentado ante su mesa de trabajo.

—Dormir es el fastidio más grande que conozco —dijo—. Acerca una silla.

El muchacho se sentó ante el pintor, que corrió la cortina que había detrás de él para que entrase la luz del norte.

—Vuelve la cabeza… un poco más. Voy a dibujarte. Serás el joven Juan que parte de la ciudad para el desierto. No me fue posible encontrar un modelo satisfactorio hasta que te vi trabajando ayer en Santa María Novella…

Miguel Ángel se entristeció… ¡Aquello, después de toda una noche de insomnio, soñando despierto con la creación de temas que habrían de llenar los paneles todavía vacíos de la iglesia!

No había sido intención de Ghirlandaio engañar a su aprendiz. Ahora llamó a Miguel Ángel, le enseñó el plan general de la Muerte de la Virgen y dijo como de pasada:

—Quiero que colabores con Granacci en esta escena de los apóstoles. Después te dejaremos que pruebes tu mano en las figuras de la izquierda, juntamente con el pequeño ángel que va al lado de ellas.

Granacci no sabía qué eran los celos. Entre los dos bosquejaron las figuras de los apóstoles.

—Mañana, después de la misa —dijo Granacci—, te haré comenzar desde abajo.

Y en efecto, a la mañana siguiente lo puso a trabajar en el muro de piedra, en el fondo del patio del taller.

—La pared en la que trabajes —dijo— tiene que ser sólida; si se desmorona, tu fresco se desmoronará con ella. Observa si contiene salitre; basta una pequeña porción para comerse tu pintura. Evita emplear arena que haya sido sacada de lugares demasiado cercanos al mar. La cal tiene que ser vieja, estacionada. Yo te enseñaré cómo debes utilizar la paleta para conseguir una superficie perfectamente lisa. Recuerda que el revoque tiene que ser mezclado con la menor cantidad de agua posible hasta darle la consistencia de la manteca.

Miguel Ángel hizo lo que se le había enseñado. Cuando la mezcla estuvo en su debido punto, Granacci le entregó una tabla cuadrada que debía sostener en una mano y una paleta flexible, de unos doce centímetros, para aplicar la mezcla. El muchacho no tardó en cogerle el aire a la tarea, y cuando la mezcla se hubo secado suficientemente, Granacci colocó una hoja de papel que contenía un dibujo y la aplicó sobre el muro revocado, mientras Miguel Ángel utilizaba el punzón de marfil para pasarlo sobre las líneas de varias figuras. Luego, mientras Granacci sostenía todavía el papel, cogió una pequeña bolsa de carbonilla y cubrió los agujeros. Granacci retiró entonces el papel y Miguel Ángel marcó las líneas que unían agujeros con ocre rojo; una vez seco, sacó la carbonilla con suaves golpecitos aplicados con unas plumas.

Mainardi entró en el estudio, vio lo que estaban haciendo Granacci y Miguel Ángel, y llamó al segundo, a quien le dijo:

—Tienes que recordar que la mezcla fresca cambia su consistencia. Por la mañana tienes que mantener líquidos tus colores para que no taponen los poros. Hacia la puesta del sol tienen que seguir líquidos, porque la mezcla absorberá menos. La mejor hora para pintar es alrededor del mediodía. Pero antes que puedas aplicar los colores tendrás que aprender a molerlos. Como sabrás, sólo hay siete colores naturales. Vamos a empezar por el negro.

Los colores se adquirían en la botica y venían en pedazos como nueces. Se utilizaba como base un trozo de pórfido y una mano de almirez también de pórfido para molerlos. Aunque el mínimo de tiempo que se necesitaba para esa operación era media hora, ninguna pintura de las empleadas para los paneles pintados por Ghirlandaio se molía en menos de un par de horas.

El maestro había entrado en el estudio.

—¡Un momento! —exclamó—. Miguel Ángel, si deseas un verdadero negro mineral, usa esta tiza negra; si quieres un negro poco firme será necesario que mezcles un poco de verde mineral, más o menos esta cantidad, en un cuchillo. —Ya entusiasmado con el tema, se desprendió de su capa—. Para el color de la carne humana tienes que mezclar dos partes del más fino almagre con una parte de cal blanca bien remojada. Déjame que te enseñe las proporciones.

Cuando el fresco de Granacci estuvo listo, Miguel Ángel subió al andamio para actuar como ayudante. Ghirlandaio no le había dado permiso todavía para manejar el pincel, pero trabajó durante una semana aplicando el revoque y mezclando los colores.

Había llegado ya el otoño cuando completó sus propios dibujos para la Muerte de la Virgen y estaba en condiciones de crear su primer fresco. El aire otoñal era cortante. Los contadini estaban talando los árboles y se llevaban las ramas para emplearlas como leña para el invierno.

Los dos amigos subieron al andamio cargados de baldes de mezcla con agua, pinceles, cucharas para mezclar los colores, papeles con los dibujos del panel y bosquejos coloreados. Miguel Ángel cubrió una pequeña zona de revoque. Luego colocó sobre ella el dibujo del santo de blanca barba y larga cabellera. Empleó la varita de marfil, la bolsa de carbonilla, el ocre rojo para los agujeros y el tosco plumero. Luego mezcló los colores para l'erdacelo, que aplicó con un pincel blando, hasta obtener una base delgada. Tomó el pincel fino y con terra verde diseñó las características principales del rostro: la enérgica nariz romana, los ojos profundamente hundidos en sus cuencas, la cabellera blanca hasta los hombros y el largo bigote que bajaba graciosamente hasta la espesa barba. Libremente, con solo una mirada a su bosquejo, trazó el cuello, el hombro y el brazo del anciano.

Ya listo para aplicar la pintura en serio, volvió sus ojos hacia Granacci.

—Yo ya no puedo ayudarte más, Michelagnolo mío —dijo Granacci—. El resto está entre tú y Dios. Buona fortuna.

Y dichas esas palabras bajó del andamio.

Miguel Ángel se encontró solo en el coro, solo en su andamio cerca del techo de la iglesia, como si estuviese sobre el mundo entero. Por un instante sufrió un ligero vértigo. Su mano tomó el pincel y lo apretó entre los dedos, a la vez que recordaba que en las primeras horas de la mañana tendría que mantener líquidos sus colores. Tomó un poco de terra verde y comenzó a sombrear aquellas partes del rostro que serían las más oscuras. Bajo la barbilla, la nariz, los labios, las comisuras de la boca y las cejas.

Trabajó una semana solo. El estudio estaba allí, presto a acudir en su ayuda si la solicitaba, pero nadie se la brindó espontáneamente. Este era su bautismo.

Al tercer día, todos sabían ya que Miguel Ángel no seguía las reglas establecidas. Dibujaba cuerpos anatómicamente desnudos de figuras masculinas, utilizando como modelos a dos hombres que había bosquejado mientras descargaban un carro en el Mercado Viejo, para luego envolverlos con sus ropajes; o sea, lo contrario de la costumbre de sugerir los huesos de una figura por medio de los pliegues de un manto.

Ghirlandaio no hizo el menor esfuerzo para corregirlo.

Miguel Ángel jamás había visto un ángel, por lo que no sabía cómo dibujarlo. Pero todavía le resultaba de mayor perplejidad la cuestión de las alas, pues nadie podía decirle si estaban formadas de carne o de algún material diáfano. Tampoco podía informarle nadie sobre el halo: ¿era sólido como un metal o etéreo como un arco iris?

Sus camaradas se burlaban de él despiadadamente.

—¡Esas no son alas ni cosa que se le parezca! —exclamaba Cieco.

—¡Si, son falsas! ¡Se esfuman en el manto de tal modo que nadie podrá verlas!

Sus dos figuras constituían por sí solas un cuadro aparte. Estaban localizadas en un rincón inferior de la luneta, bajo una montaña en forma de cono, coronada por un castillo. El resto de la luneta estaba cuajado de figuras: más de veinte, que rodeaban el féretro de la Virgen. Sus rostros apócrifos aparecían en distintos ángulos, pero en todos se percibía la honda angustia. Hasta resultaba un poco difícil descubrir a María.

Cuando Miguel Ángel bajó del andamio la última vez, Jacopo pasó el sombrero negro de David y todos contribuyeron con algunos scudi para comprar vino. Jacopo brindó el primero:

—Por nuestro nuevo camarada… que pronto será aprendiz de Rosselli.

Miguel Ángel recibió aquellas palabras con disgusto.

—¿Por qué dices eso?

—Porque te ha robado la luneta.

A Miguel Ángel nunca le había gustado el vino, pero aquella copa de Chianti se le antojó particularmente amarga.

—¡Cállate Jacopo! ¡No me crees dificultades!

A última hora de aquella tarde, Ghirlandaio le llamó aparte.

—Dicen que soy envidioso —le confió—. Es cierto. Pero no de esas figuras tuyas que carecen de madurez y son toscas. Mi hijo Rodolfo, que tiene seis años, copia mejor el método de la bottega que tú. Pero no quiero que haya un malentendido. Estoy envidioso de lo que habrá de ser, con el tiempo, tu maestría en el dibujo. Ahora bien, ¿qué voy a hacer contigo? ¿Dejarte que vayas con Roselli? ¡De ninguna manera! Queda todavía mucho trabajo que hacer en estos paneles. Prepara el dibujo para las figuras restantes de los personajes que van a la derecha.

Miguel Ángel volvió al taller aquella noche, cogió sus copias de los dibujos de Ghirlandaio de la mesa y en su lugar puso los originales. A la mañana siguiente, Ghirlandaio murmuró cuando Miguel Ángel pasaba junto a él:

—Gracias por devolverme mis dibujos. Espero que te hayan sido útiles.

La agonía y el éxtasis
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