VII

Llamó a uno de los Guffatti para que lo ayudase a colocar el bloque en posición vertical. Ahora el mármol le revelaba su personalidad: su tamaño, proporciones, peso. Se sentó ante el bloque y lo estudió concentradamente, permitiéndole que le hablara, que estableciese sus propias exigencias. Y sintió cierto temor, como si se encontrase ante una persona desconocida. Esculpir es eliminar mármol, pero también es hurgar, excavar, sudar, sentir y vivir hasta que la obra ha sido completada. La mitad del peso original de aquel bloque quedaría en la estatua realizada; el resto estaría por el suelo, convertido en diminutos trozos y polvillo. Lo único que lamentaba era que algunas veces tendría que comer y dormir, dolorosas pausas en que se vería obligado a suspender el trabajo.

Las semanas y meses de continua tarea pasaron en una corriente incesante. El invierno fue benigno y no se vio precisado a colocar nuevamente el techo del cobertizo. Los pensamientos, sensaciones y percepciones acudían a menudo como relámpagos fulminantes, mientras el Baco y el Sátiro comenzaban a surgir del bloque, pero expresar aquellas ideas en el mármol requería días y semanas de intenso trabajo. El bloque inconcluso le obsesionaba a todas horas, por el día y por la noche. Sería peligroso esculpir libremente en el espacio la vasija y la rodilla en flexión; tendría que mantener un tabique de mármol entre la vasija y el antebrazo, entre la rodilla y el codo, entre la base y la rodilla, para sostener aquellas partes mientras él iba adentrándose cada vez más en el bloque.

Su verdadera batalla comenzaba en el momento en que un músculo quedaba definido o un elemento estructural empezaba a surgir. El mármol se mostraba tenaz: él era igualmente terco en lo referente a lograr el delicado juego de los músculos bajo la carne del estómago, el suave tronco del árbol, la torsión en espiral del Sátiro, las uvas que aparecían en la cabeza del Baco y que parecían parte de la vida de sus cabellos. Cada detalle que completaba le traía paz a todas las facultades que había empleado en su creación; no sólo a sus ojos y su mente y su pecho, sino a sus hombros, caderas y brazos.

Antes de retirarse cada atardecer, examinaba atentamente su trabajo para determinar lo que tenía que hacer al día siguiente. Y por la noche escribía a su familia, firmando con orgullo: «Miguel Ángel, escultor en Roma».

Porque no se tomaba ni un momento de descanso para dedicarlo a sus amigos o a su vida social, Balducci lo acusó de que trataba de escapar del mundo para encerrarse en el mármol. Confesó a su amigo que no le faltaba razón, en parte: el escultor lleva al mármol la visión de un mundo más luminoso que el que le rodea a él. Pero el artista no huye: persigue. Él estaba intentando con todas sus fuerzas alcanzar una visión. ¿Descansó realmente Dios el séptimo día? En el fresco de aquella larga tarde en que Él se sintió aliviado, refrescado, era posible que se hubiera preguntado: «¿A quién tengo en la Tierra que hable por mí? Será mejor que cree otra especie humana, a la que llamaré Artista. Su misión será llevar un significado y una belleza al mundo».

Sin embargo, Balducci llegaba fielmente todos los domingos por la tarde con la esperanza de conseguir que saliese del taller. Encontró para él una muchacha tan parecida a Clarissa que Miguel Ángel se sintió tentado. Pero el mármol era exigente, inflexible, extenuante. Entre ella y el bloque no era posible elegir.

—Cuando termine el Baco saldré contigo —prometió a Balducci.

Pero su amigo movió la cabeza con un gesto de desesperación, y dijo:

—¡Estás postergando todas las cosas buenas que brinda la vida! ¡Es como arrojar el tiempo al Tíber!

Su tarea más delicada era eliminar con sumo cuidado el tabique de mármol que unía el brazo que sostenía la ornamentada y hermosa copa de vino y el costado de la inclinada cabeza. Trabajaba con infinitas precauciones, y así llegó a la descendente línea del hombro. No se sentía suficientemente seguro todavía para eliminar aquel tenue tabique que unía el brazo levantado y la rodilla extendida.

Balducci le machacaba sin piedad:

—Esto es simple prevención. ¿Cómo no has dejado también un sostén para los genitales del infortunado individuo? ¿Y si se cayesen'? Eso seria mucho peor que si dejase caer la copa que tanto terror te produce perder.

Miguel Ángel tomó un puñado de polvillo de mármol y se lo tiró.

—¿Has tenido alguna vez un pensamiento que proceda de la zona genital?

—¡Nadie los tiene!

Finalmente, accedió, ante la insistencia de su amigo, a presenciar algunos espectáculos de Roma, y fue con él al Monte Testaccio para ver cómo los romanos celebraban el Carnaval. Los dos ascendieron a una ladera, mientras cuatro lechones, peinados y adornados con cintas por barberos especializados, fueron atados a unos carros con banderas. A una señal de las trompetas, los carros fueron lanzados colina abajo hacia el Aventino, mientras la multitud corría tras ellos, armada con cuchillos, y gritaba: «¡Al porco, al porco!». Al llegar al final de la colina, los carros se despedazaron y los perseguidores cayeron como fieras sobre los lechones, peleándose por cortar los mejores trozos de carne.

Cuando Miguel Ángel regresó a casa, encontró en ella al cardenal francés Groslaye, de San Dionigi. Galli violó una regla por él mismo impuesta al preguntar a Miguel Ángel si permitía que el prelado fuese al taller a ver el Baco. Y Miguel Ángel no pudo negarse.

A la luz de la lámpara, explicó que estaba trabajando alrededor de la composición simultáneamente para que las formas avanzasen en el mismo estado de desarrollo. Mostró cómo, con el fin de abrir el espacio entre las dos piernas y entre el brazo izquierdo y el torso, trabajaba alternativamente el frente y la parte posterior del bloque, adelgazando cada vez más la pared de mármol. Mientras el cardenal lo observaba, cogió un punzón y demostró cómo eran de suaves los golpes que debía aplicar para atravesar el tabique, y luego utilizó un ugnetto para eliminar el resto de aquel tabique, liberando así los miembros.

—Pero ¿cómo alcanzar, en una figura a medio terminar, ese sentido de palpitante vitalidad? —preguntó el cardenal—. Me parece sentir la sangre y los músculos bajo esa piel de mármol. ¡Qué hermoso es ver surgir nuevos maestros de la escultura!

Unos días después, un servidor le llevó una nota al taller. Era de Galli y decía: «¿Quiere cenar esta noche con el cardenal y conmigo?».

Dejó el trabajo al ponerse el sol, se dirigió a los baños cercanos y se dio un buen baño caliente para sacarse el polvillo del mármol. Luego se vistió con ropa limpia. La señora Galli sirvió una cena ligera, pues el cardenal continuaba todavía las prácticas de la disciplina de su juventud en lo referente a la comida. Sus ojos cansados brillaron de pronto a la luz de las velas al volverse hacia Miguel Ángel.

—Como ve, hijo mío, estoy viejo. Tengo que dejar algo tras de mí, algo de singular belleza que aumente las hermosuras que existen en Roma. Un tributo de Francia, de Carlos VIII y mío personalmente. He conseguido permiso del Papa para instalar una estatua en la capilla de los reyes de Francia, en San Pedro. Hay allí un nicho que admitirá una escultura de tamaño natural.

Miguel Ángel no había bebido ni una copa del excelente vino Trebbiano que le ofrecía su anfitrión, pero se sintió como si hubiese consumido más que el conde Ghinazzo en una tarde de calor. ¡Una escultura para San Pedro, la más antigua y sagrada basílica de la cristiandad, construida sobre la tumba del apóstol! ¿Era posible que el cardenal francés lo eligiese a él para esculpir aquella imagen? Pero ¿por qué? ¿Por haber visto el pequeño Cupido o el inconcluso Baco?

Cuando reaccionó de aquel ensimismamiento, la conversación había pasado ya a otro tema. Y poco después, el coche del cardenal llegó a buscarlo. El prelado se retiró después de despedirse afectuosamente.

El domingo, Miguel Ángel fue a misa a San Pedro para ver la capilla de los reyes de Francia y el nicho del que había hablado el cardenal de San Dionigi. Ascendió los treinta y cinco escalones de mármol y pórfido que llevan a la basílica, cruzó el atrio, pasó por la fuente central, rodeada de columnas de pórfido, y se detuvo ante la base de la torre carlovingia del campanario. Una vez dentro del grandioso templo, encontró la capilla que buscaba. Era de tamaño modesto, oscura. Su luz principal procedía de pequeñas ventanas situadas cerca del techo y su único adorno eran algunos sarcófagos, procedentes de antiguas tumbas paganas y cristianas, y un crucifijo de madera en un nicho. Midió a ojo el nicho vacío en la pared opuesta, desilusionado al ver que era muy profundo, tanto que una estatua colocada en él sólo seria visible desde el frente. Pasaron siete días antes de que Galli volviese a tocar el tema.

—¿Sabe, Miguel Ángel, que ese encargo del cardenal de San Dionigi podría ser el más importante desde que se encomendó a Pollaiuolo la tumba para Sixto IV? —preguntó.

Miguel Ángel sintió que el corazón comenzaba a latirle violentamente. Luego preguntó, como con miedo:

—¿Qué probabilidades hay'?

Galli las enumeró con los dedos:

—Primera: tengo que convencer al cardenal de que usted es el mejor escultor de Roma. Segunda: tiene que concebir un motivo que le inspire. Tercera: es necesario conseguir un contrato firmado, por si acaso.

—¿Tendría que ser un tema espiritual?

—No porque Groslaye sea un miembro de la Iglesia, sino porque es un hombre profundamente espiritual. Ha vivido en Roma tres años en tal estado de gracia que literalmente no se ha dado cuenta de lo que le rodea e ignora que Roma está podrida hasta los huesos.

—¿Inocencia o ceguera?

—¿Podríamos llamarlo fe? Si un hombre tiene el corazón tan puro como el cardenal de San Dionigi, camina por el mundo con la mano de Dios sobre su hombro, y no ve más que lo Eterno.

—¿Y cree que yo podría esculpir un mármol que tuviese la mano de Dios sobre él?

Galli lo miró un instante muy seriamente y luego contestó:

—Ése es un problema con el que tiene que vérselas usted personalmente.

La agonía y el éxtasis
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Libroprimero.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Librosegundo.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Librotercero.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Librocuarto.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Libroquinto.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Librosexto.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Libroseptimo.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Librooctavo.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Libronoveno.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Librodecimo.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Libroundecimo.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
autor.xhtml