VIII

¡Cómo brillaba el bloque con los primeros saetazos del sol cuando lo colocó verticalmente sobre la banqueta de madera y se quedó contemplando el lustre producido por la luz, que penetraba en él y se reflejaba en las superficies de las más profundas capas de cristales! Llevaba ya varios meses de vida junto a ese bloque y lo había estudiado bajo los efectos de todas las distintas luces del día, desde todos los ángulos y bajo todas las condiciones atmosféricas. Había llegado lentamente a comprender su carácter, no profundizando en él con el cincel, sino a fuerza de percepción, hasta que le pareció que conocía cada capa, cada cristal de la masa, y cómo podría persuadir al mármol para que rindiese las formas que él necesitaba. Bertoldo le había dicho que las formas tenían que ser liberadas primeramente, antes de que fuese posible exaltarlas. Pero el mármol contenía miles de formas, porque, de no ser así, todos los escultores esculpirían idénticamente.

Cogió el martillo y el escoplo y comenzó a cortar con golpes vivos. El escoplo avanzaba siempre en la misma dirección, según comprobó al emplear el punzón: un dedo que hurgaba delicadamente en el mármol y extraía sustancia. El cincel dentado era como una mano que refinaba las texturas que dejaba el punzón; y el cincel plano parecía un puño, que hacía saltar las muescas del cincel dentado. Había estado en lo cierto respecto del bloque. Obedecía a todas las sensibilidades que él confiaba impartirle al trabajar hacia abajo, en dirección a las figuras, atravesando las sucesivas capas.

Estaba en pleno trabajo en su cobertizo cuando recibió la visita de Giovanni. Era la primera vez que el casi cardenal de quince años iba a verlo desde el año anterior, cuando iba acompañando a Contessina. A pesar de que la naturaleza le había negado todo atractivo, Miguel Ángel encontró que su expresión era inteligente, vivaz. Florencia decía que aquel segundo hijo de Lorenzo de Medici, un muchacho que amaba la vida y era alegre y despreocupado, tenía habilidad, pero que jamás la emplearía, porque la obsesión de su vida era evitar todo disgusto. Le acompañaba su primo Giulio, de su misma edad, a quien la naturaleza parecía haberse empeñado en dotar de todas las bellezas que a Giovanni le había negado. Era alto, delgado, de fino rostro, nariz recta y grandes ojos; un adolescente hermoso, grácil, eficiente, que amaba las tribulaciones y disgustos como si fueran su elemento natural, pero que era duro y frío como un cadáver. Reconocido como un Medici por Lorenzo, pero despreciado por Piero y Alfonsina debido a la ilegitimidad de su origen, Giulio sólo podría labrarse un lugar para sí por medio de algunos de sus primos. Se había decidido por el gordo y bondadoso Giovanni, siguiendo una estrategia astutamente: la de hacer todo lo que debía hacer su primo, cargar con sus disgustos y adoptar las decisiones que Giovanni deseaba. Cuando Giovanni fuese designado cardenal y se trasladase a Roma, Giulio lo acompañaría.

—¡Cuánto le agradezco esta visita, Giovanni! —exclamó Miguel Ángel.

—En realidad —contestó Giovanni con voz grave— no es una visita. He venido a invitarle a mi gran cacería. Se trata del día más emocionante del año para todo el palacio.

Miguel Ángel había oído hablar de aquella cacería y sabía que los cazadores de Lorenzo, así como los servidores, habían sido enviados ya a las montañas, en las que abundaban las liebres, puerco espines, ciervos y jabalís. Sabía asimismo que toda la zona había sido cercada con grandes lonas y era vigilada por los contadini de la vecindad para impedir que los ciervos saltasen aquella valla de lona o que los jabalís abriesen boquetes en ella. Jamás había visto tan poseído de entusiasmo al flemático Giovanni.

—Perdóneme, pero, como usted ve, estoy trabajando este mármol y no puedo dejarlo.

Giovanni pareció entristecerse.

—Pero usted no es un obrero —protestó—. Puede trabajar cuando quiere. Es libre.

—Eso es discutible, Giovanni —dijo Miguel Ángel.

—¿Quién se lo impediría?

—Yo mismo.

—Muy extraño. ¡Jamás lo hubiera pensado! ¿Así que lo único que desea es trabajar? ¿No tiene tiempo ni para una pequeña diversión?

—Cada uno tiene su propia definición de lo que es una diversión. Para mí, el mármol tiene más emoción que la caza.

Giulio dijo en voz baja a su primo:

—Dios nos proteja de los fanáticos.

—¿Y por qué me considera un fanático? —dijo Miguel Ángel. Aquellas eran las primeras palabras que dirigía a Giulio.

—Porque sólo le interesa una cosa —respondió Giulio.

—Porque sólo le interesa una cosa —respondió Giovanni.

Giulio volvió a hablarle en voz baja, y Giovanni le contestó:

—Tienes mucha razón. —Y los dos jóvenes se alejaron sin pronunciar una sola palabra más.

Miguel Ángel volvió a su trabajo. El incidente se borró inmediatamente de su memoria. Pero no por mucho tiempo. Al llegar el fresco atardecer, Contessina entró discretamente en el jardín. Se acercó a Miguel Ángel y le dijo en voz baja:

—Mi hermano Giovanni dice que usted lo asusta.

—¿Asustarlo? —exclamó él, sorprendido—. ¿Por qué? ¡No creo haberle hecho nada!

—Dice que ha observado en usted una especie de… ferocidad.

—Le ruego que le diga a su hermano que me perdone. Soy demasiado joven para estar acostumbrado a los placeres de la vida.

Contessina le miró, escrutadora. Luego respondió:

—Esta cacería es el supremo esfuerzo anual de Giovanni. Por espacio de esas pocas horas, es el jefe de la familia Medici, y hasta mi padre obedece sus órdenes. Si rechaza la invitación que le ha hecho, es como si lo rechazara a él, como si se creyese superior a él. Es un muchacho bondadoso, que jamás piensa en causar el menor daño a nadie. ¿Por qué le causa ese dolor?

—No deseo herirlo, Contessina. Lo que sucede es que no quiero interrumpir mi trabajo. Deseo esculpir todo el día y todos los días, hasta que termine.

—Ya se ha hecho un enemigo: ¡Piero! —exclamó ella—. ¿Acaso tiene que enemistarse también con Giovanni?

No supo qué contestar, pero de pronto dejó las herramientas, humedeció un trapo blanco en agua y cubrió con él el bloque. Llegaría el día en que no permitiría que nadie obstaculizara su trabajo.

—Iré a la cacería, Contessina. ¡Sí, iré!

Había aprendido a coger el martillo y el cincel simultáneamente, con la punta floja para que la fuerza del martillo pudiese moverlo sin restricciones, curvado el pulgar sobre la herramienta, que era sostenida por los otros cuatro dedos. Automáticamente, cerraba los ojos en el momento del impacto, para protegerse contra los trocitos de mármol. Puesto que trabajaba en bajorrelieve, no podía cortar mucho y tenía que frenar la fuerza física que latía en su interior. Su punzón penetraba en el mármol en un ángulo casi perpendicular, pero al acercarse a las formas cuyas proyecciones eran altas, el rostro de la Madonna y la espalda de Jesús, tuvo que cambiar de posición.

¡Había tantas cosas que tener en cuenta al mismo tiempo! Sus golpes tenían que impactar en la masa principal, golpear el mármol hacia el bloque del que procedía con el fin de que pudiera resistir el golpe. Había dibujado sus figuras y escaleras en posición vertical para reducir la posibilidad de quebrar el bloque, pero descubrió que el mármol no cedía a la fuerza exterior sin acentuar su propia esencia: la cualidad pétrea. No se había dado cuenta de hasta qué punto era necesario batallar con el mármol. Y ahora, a cada golpe que aplicaba, mayor era su respeto hacia el material.

Hacer resaltar las figuras vivas requirió largas horas y días aún más largos. Era un lento pelar una capa tras otra. Y tampoco podía acelerarse el nacimiento de la sustancia. Después de cada serie de golpes, daba unos pasos hacia atrás para observar su progreso.

Al lado izquierdo de su diseño descendía la escalera de pesadas piedras. María estaba sentada de perfil en un banco, a la derecha. La ancha balaustrada de piedra daba la impresión de terminar en su regazo, inmediatamente debajo de la rodilla de la criatura. Pensó que si la fuerte mano izquierda de María, que sostenía firmemente las piernas del niño, se abría más, en un plano horizontal, podía sostener con firmeza no sólo a su hijo sino también la parte inferior de la balaustrada, que podría convertirse en una viga vertical. Entonces María estaría sosteniendo en su regazo el peso de Jesús y, si decidía servir a Dios como Él se lo había pedido, el de la cruz en la que sería crucificado su hijo.

No impondría aquel simbolismo al espectador, pero allí estaría para que lo viesen todos cuantos lo sintiesen.

Ya tenía cuadrante, pero ¿dónde estaba la barra transversal? Estudió sus dibujos para dar con la manera de completar la ilusión. Miró al muchacho, Juan, que jugaba en la escalera. Si colocaba el gordo brazo a través de la balaustrada, en ángulo recto…

Dibujó un nuevo bosquejo y luego comenzó a cavar más profundamente en la cristalina carne del mármol. Lentamente, al penetrar en el bloque, el cuerpo y el brazo derecho del niño formaban la viva y latente barra transversal. Como debía ser, puesto que Juan debía bautizar a su primo Jesús y convertirse en parte integrante de la pasión.

Con el tallado de las imágenes de otros dos niños pequeños que jugaban sobre la escalera, quedó terminada su Madonna y Niño. Y comenzó, bajo la rigurosa vigilancia de Bertoldo, la tarea sobre la que carecía absolutamente de preparación: el pulido. Puesto que había trabajado el bloque junto a la pared de su cobertizo, que daba al sur, ahora le pidió a Bugiardini que le ayudase a colocar la placa de treinta y tres por cuarenta y siete centímetros contra la pared occidental, con el fin de pulirla a la luz indirecta del norte.

Primeramente empleó un escalpelo para suavizar las superficies toscas y luego lavó todo el polvillo de mármol. Encontró agujeros, que, según le explicó Bertoldo, habían sido hechos en los comienzos de su trabajo, al penetrar su cincel demasiado, con lo cual aplastó algunos cristales bajo la superficie.

—Debes emplear una piedra pómez fina, con agua —le instruyó Bertoldo—. Pero con mano muy liviana.

Terminada aquella tarea, volvió a lavar el bloque con agua. Ahora, su trabajo tenía una cualidad táctil. Después, empleó otra vez la piedra pómez para refinar la superficie y sacar a la luz nuevos brillantes cristales. Cuando vio que necesitaba mejor luz para observar los sutiles cambios que se producían en la superficie, retiró los tablones que había colocado en las paredes norte y este. A la nueva e intensa luz, los valores cambiaron y se vio obligado a lavar nuevamente el tallado, enjuagarlo con una esponja, dejarlo secar y volver a empezar con la piedra pómez.

Los detalles principales emergieron lentamente: la luz solar en el rostro de la Madonna, en los rizos, en la mejilla izquierda y en el hombro del niño; en el ropaje que cubría la pierna de la Madonna, en la espalda de Juan, subido a la balaustrada, en el interior de ésta, para acentuar la importancia de la estructura. El resto estaba en sombras. Ahora, pensó, era posible ver y sentir la crisis, el intenso pensar emocional en el rostro de María, mientras sentía los tirones de su hijito en el pecho y el peso de la cruz en su propia mano.

Lorenzo hizo llamar a los cuatro platonistas. Cuando Miguel Ángel entró en la habitación de Bertoldo, ambos vieron que el bloque había sido montado sobre un altar, cuya superficie aparecía cubierta de terciopelo negro.

Los platonistas estaban muy contentos.

—Al fin has esculpido una figura griega —exclamó Poliziano con entusiasmo.

Pico dijo con una intensidad inusitada en él:

—Cuando contemplo su talla, estoy fuera de la cristiandad. Su figura heroica tiene la impenetrable divinidad del antiguo arte griego.

—Estoy de acuerdo —dijo Landino—, su obra tiene la tranquilidad, la belleza y el aspecto sobrehumano que sólo podrían describirse como áticos…

—Pero ¿porqué es así? —preguntó Miguel Ángel.

—Porque usted ha caído en Florencia directamente de la Acrópolis —exclamó Ficino.

—De corazón es pagano, lo mismo que nosotros. Magnifico, ¿podría ordenar que trajesen al studiolo ese antiguo relieve de la mujer sentada sobre una tumba?

Poco después, uno de los pajes había llevado no solamente aquel relieve, sino todos los portafolios de las Madonnas y Niño, con los cuales los platonistas intentaron demostrar a Miguel Ángel que su escultura no tenía relación alguna con las cristianas.

—No me extraña —dijo el muchacho—, porque yo quise crear algo completamente original.

Lorenzo estaba gozando evidentemente con aquella escena.

—Miguel Ángel ha logrado una síntesis: su obra es, a la vez, griega y cristiana, hermosamente fusionada; y presenta lo mejor de ambas filosofías. Esto debe ser particularmente visible para ustedes, que han pasado sus vidas tratando de alcanzar la unidad entre Platón y Cristo.

Miguel Ángel pensó: «No han dicho una palabra sobre María y el momento de su decisión. ¿Será que el significado está demasiado oculto? ¿O será ésa la parte que ellos consideran griega? ¿Será porque el niño no está comprometido todavía?».

Bertoldo, que había permanecido en silencio, gruñó:

—Ahora, refirámonos a la escultura. ¿Es buena? ¿Es mala?

Miguel Ángel fue ignorado, como si no estuviera en la habitación. Dedujo que a aquellos hombres les agradaba su primer trabajo importante porque lo consideraban obra del humanismo. Les encantaba la revolucionaria idea del niño Jesús de espaldas. Estaban entusiasmados con lo que él había logrado en materia de perspectiva, que entonces comenzaba a ser comprendida en el mármol; ni siquiera Donatello la había intentado en sus Madonnas, contentándose con sugerir que los ángeles querubes estaban vagamente detrás de las figuras principales. Se mostraron impresionados ante la fuerza con que aparecían proyectadas las tres figuras principales, y declararon que, en general, aquél era uno de los bajorrelieves más vitales que habían visto.

Había también algunas cosas que no les gustaban. Le dijeron, sin ambages, que les parecía que el rostro de María estaba estilizado y que la superabundancia de ropajes distraía demasiado la atención. La figura del niño resultaba demasiado musculosa, y desgarbada la posición del brazo y de la mano. La figura de Juan era tan grande que resultaba brutal.

Lorenzo exclamó:

—¡Basta, basta! Nuestro joven amigo ha trabajado medio año en esto…

—… y lo ideó completamente solo —interpuso Bertoldo—. La escasa ayuda que le presté fue puramente académica.

Miguel Ángel se puso en pie para atraer hacia sí la atención de los otros.

—Primero —dijo— odio los ropajes. Quiero trabajar únicamente el desnudo, y, en consecuencia, no he podido dominarlos bien. En cuanto al rostro de la Madonna, no he podido encontrarlo realmente, en mi mente, quiero decir, y es por eso por lo que no he podido dibujarlo o tallarlo con más… realismo. Pero quisiera decirles, ahora que está terminado el trabajo, lo que intentaba lograr.

—Esta habitación está llena de oídos —dijo Poliziano.

—Quería que las figuras fueran reales y creíbles, que dieran la impresión de que sólo con insuflarles aliento nacerían a la vida.

Luego explicó su idea sobre María y el niño, y el momento de la decisión de la Madonna. Lorenzo y los cuatro platonistas callaron, mientras estudiaban nuevamente el mármol. Miguel Ángel comprendió que lo estaban estudiando y que meditaban. Luego, lentamente, uno a uno, se volvieron hacia él. En sus ojos se advertía claramente el orgullo que sentían.

Cuando volvió a sus habitaciones, encontró una bolsa de gamuza llena de florines de oro. Ni siquiera podía imaginar cuántos eran.

—¿Qué es esto? —preguntó a Bertoldo.

—Una bolsa que te envía Lorenzo.

Miguel Ángel la tomó y se dirigió a la escalera que conducía al primer piso. Avanzó por el corredor hasta el dormitorio de Lorenzo. Il Magnifico estaba sentado ante una pequeña mesa, junto a una lámpara de aceite, escribiendo. Se dio la vuelta, cuando el paje le anunció a Miguel Ángel.

—Lorenzo —dijo el muchacho—, no comprendo por qué…

—Tranquilícese —respondió Lorenzo—. Siéntese aquí. Y ahora empiece por el principio.

—Es esta bolsa de dinero. No tiene por qué comprar ese trabajo mío. Era suyo desde que lo empecé. He vivido en este palacio mientras lo esculpía. Usted me ha dado todo lo…

—No he pretendido comprarlo, Miguel Ángel. Le pertenece. Esa bolsa es simplemente una especie de premio por haberlo terminado, como la que di a Giovanni cuando terminó sus estudios eclesiásticos en Pisa. He pensado que tal vez le agradaría viajar para ver otras obras de arte. A Bolonia, Ferrara, Padua, Venecia… Y por el sur, a Siena y Roma. Le daré cartas de presentación.

A pesar de lo avanzado de la hora, Miguel Ángel corrió a su casa. Todos dormían, pero no tardaron en reunirse en la sala, y Miguel Ángel echó las monedas sobre la mesa de trabajo de su padre con un gesto dramático.

—Pero… ¿qué… qué es esto? —preguntó Ludovico, asombrado.

—Un premio, por haber terminado mi Madonna y Niño.

—Es mucho —dijo el tío—. ¿Cuánto?

—No me he detenido a contarlo —replicó Miguel Ángel.

—Treinta, cuarenta, cincuenta… —contaba el padre—. Suficiente para que una familia viva cómodamente medio año.

Puesto que ya estaba dándose importancia, Miguel Ángel decidió continuar en el mismo tono:

—¿Y por qué seis meses de trabajo mío no han de bastar para mantener seis meses a una familia? ¡Es justicia!

Ludovico no podía ocultar su júbilo.

—Hace muchísimo tiempo que no tengo en mis manos cincuenta florines de oro —dijo emocionado—. Miguel Ángel, tienes que empezar otro trabajo inmediatamente, mañana por la mañana, puesto que los pagan tan bien.

Miguel Ángel lo miraba risueño. ¡Ni una palabra de agradecimiento! Únicamente un júbilo manifiesto al coger las monedas y dejar que se deslizasen entre sus dedos.

—Vamos a buscar otra granja —dijo Ludovico—. La tierra es la única inversión segura. Después, con la renta adicional…

—No estoy muy seguro de que pueda hacer eso, padre; Il Magnifico dice que me ha dado esos florines para viajar: a Venecia, Nápoles, Roma, para ver todas las obras escultóricas…

—¿Viajar para ver esculturas? —exclamó Ludovico, aterrado, mientras veía desaparecer sus soñadas hectáreas—. ¿De qué te servirá ver esas esculturas? Las ves, y tu dinero ha desaparecido. En cambio una nueva granja…

Buonarroto preguntó:

—¿Viajarás realmente, Miguel Ángel?

—No —respondió a su hermano, riendo—. Sólo deseo trabajar. —Se volvió hacia Ludovico y agregó—: Este dinero es suyo, padre.

La agonía y el éxtasis
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Libroprimero.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Librosegundo.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Librotercero.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Librocuarto.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Libroquinto.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Librosexto.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Libroseptimo.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Librooctavo.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Libronoveno.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Librodecimo.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Libroundecimo.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
autor.xhtml