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Utilizó las sendas campesinas hasta Seravezza. De allí torció hacia el norte de dicha población para esquivar el río Vezza y la garganta, y luego trazó el recorrido del camino directamente hacia el Monte Altissimo, a pesar de que enormes rocas se levantaban en su ruta. Cruzó el río Sena por un vado conveniente y siguió el contorno de la orilla para subir por la empinada garganta. En dos lugares decidió abrir túneles a través de la roca, en vez de llevar el camino hasta la cima de un monte y bajar luego en serpentina hasta el valle. Para el punto terminal del camino eligió un lugar situado en la base de dos precipicios, por los cuales proyectaba bajar los bloques de mármol desde Vincarella y Polla.

Compró un tronco de nogal e hizo que un fabricante de carros de Massa construyese con él un carro de dos ruedas recubiertas de hierro para transportar los bloques cortados hasta la ciénaga entre Pietrasanta y el mar.

Designó a Donato Benti superintendente de la construcción del camino desde Pietrasanta hasta la base del canal de Monte Altissimo.

A Michele le encargó el trabajo de rellenar la ciénaga.

Gilberto Topolino siguió en su puesto de capataz en Vincarella, la cantera situada a unos mil quinientos metros de altura, en el único lugar donde era posible trabajar, después de excavar un poggio.

A finales de junio, Vieri fue a verlo. Su rostro tenía una expresión grave.

—Tendremos que suspender la construcción del camino —dijo.

—¿Por qué? —inquirió Miguel Ángel, inquieto.

—Se ha terminado el dinero.

—El Gremio de Laneros es rico, y paga el costo de construcción —arguyó Miguel Ángel.

—No he recibido más que cien florines —dijo Vieri—. Se han terminado ya. Mire, aquí tiene las cuentas.

—No me interesan. Lo único que me interesa ver son los bloques de mármol. Y sin el camino no podré llevarlos a la costa.

Peccato. Tal vez llegue pronto el dinero. ¡Hasta entonces…, finito!

—¡Ahora no se puede suspender el trabajo! ¡Utilice mi dinero!

—¡Pero no puede usar su dinero particular para la construcción de un camino! ¡Se quedará sin nada!

—Es lo mismo. Si no tengo camino, no tendré mármol. Pague con los ochocientos ducados de mi cuenta privada.

—¡No volverá a recuperarlos! ¡Y no tendrá argumento legal alguno para que el Gremio se lo devuelva!

—¡Hasta que no extraiga los bloques de esta montaña, el Santo Padre no me permitirá ser escultor! Invierta mi dinero en este camino, Vieri. Cuando recibamos el que nos manda el Gremio, podrá restituirlo a mi cuenta.

Miguel Ángel recorría las montañas en una muía, desde el amanecer hasta el anochecer, para vigilar el progreso de los distintos trabajos.

Benti estaba realizando una labor rápida en la construcción del camino, pero dejaba para el final la tarea más pesada: eliminar las enormes rocas que obstruían el paso.

Gilberto había extraído ya la tierra de las capas de mármol de Vincarella y colocaba las cuñas de madera mojada en las grietas para facilitar la extracción de los bloques.

Los carreteros locales arrojaban toneladas y toneladas de piedra a la ciénaga, construyendo lentamente la base hasta la playa, donde Miguel Ángel proyectaba armar su puerto. Con un centenar de largos días de calor por delante, calculaba que tendría varios bloques para sus principales figuras de la fachada en el canal y en la plataforma de carga para finales de septiembre.

En julio, según las cuentas de Vieri, había gastado ya más de trescientos de los ochocientos ducados de su cuenta particular. El domingo, después de oír una de las primeras misas, se sentó con Gilberto sobre la balaustrada de madera del Ponte Stazzemese. Gilberto dijo:

—Quiero advertirle…, para que no esté allí cuando se vayan…

—¿Quiénes se van? —preguntó Miguel Ángel.

—La mitad de los hombres: Ángelo, Francesco, Bartolo, Barone, Tommaso, Andrea, Bastiano… Cuando Vieri les pague, regresarán a Florencia.

—Pero ¿por qué? ¡Les pagamos muy bien!

—Tienen miedo. Temen que el mármol nos venza…

—¡Eso es una tontería! Ya tenemos un gran bloque en marcha. Dentro de una semana conseguiremos desprenderlo.

Gilberto movió la cabeza negativamente. Luego dijo:

—Ha aparecido una veta fuerte. Todo el frente es desperdicio. Tenemos que perforar mucho más hondo en la montaña. Perdóneme, Miguel Ángel. Le he fallado. Nada de lo que conozco sobre pietra serena me sirve aquí.

—Está haciendo todo lo que puede. Encontraré nuevos canteros. ¡Yo tengo la desgracia de que no sé abandonar una cosa que he empezado!

A mediados de septiembre estaban listos para abrir túneles a través de las tres enormes rocas que habían dejado atrás, en pleno camino. Una de ellas estaba en las afueras de Seravezza; la segunda, un poco más allá de Rimagno, y la tercera, en un lugar donde el río atravesaba una antigua senda. Su camino sería terminado por fin. Había arrojado la suficiente piedra suelta en la ciénaga como para llenar todo el mar Tirreno, pero el lecho del camino, después de hundirse numerosas veces, estaba firme, al fin, hasta la playa.

En la cantera de Vincarella, había conseguido desprender un magnifico bloque. Además, tenía otro en el borde del poggio. Aunque algunos de los canteros que acababa de contratar se habían ido también, quejándose de exceso de trabajo, Miguel Ángel estaba contento con los resultados obtenidos durante el verano.

—Sé que esto ha sido interminable para usted, Gilberto —dijo—. Pero ahora que hemos establecido un modus operandi desprenderemos tres o cuatro bloques más antes de que empiecen las lluvias.

A la mañana siguiente comenzó a mover las enormes masas de mármol precipicio abajo. El suelo estaba cubierto de trozos de mármol y tierra para proporcionar una base de deslizamiento lo más lisa posible. El bloque fue atado con sogas media docena de veces alrededor de su parte más ancha y montado sobre rodillos de madera. Luego lo empujaron hasta el borde del poggio, con la punta hacia el borde del canal. A lo largo de la empinada pendiente, se habían introducido, a ambos lados, grandes tacos inclinados hacia afuera. Las sogas del bloque, atadas a esos tacos, constituían el único freno que los hombres tenían para contener el bloque e impedir que se precipitase al fondo del barranco.

La enorme masa empezó a deslizarse pendiente abajo, contenida por unos treinta hombres. Miguel Ángel les indicaba sobre la manera en que tenían que manejar los rodillos para ir colocándolos delante del bloque cuando éste los iba dejando atrás.

Pasaron las horas y el sol se elevó en el cielo. Los hombres estaban cubiertos de sudor, maldecían, se quejaban de que tenían hambre.

—¡No podemos detenemos para comer! —exclamó Miguel Ángel—. ¡No podemos asegurar el bloque! ¡Se nos iría hasta el fondo!

El mármol seguía deslizándose por la cuesta, mientras los hombres hacían desesperados esfuerzos para mantenerlo bajo su control y no permitir que tomase impulso.

A última hora de la tarde se hallaban ya a sólo unos treinta metros del camino. Miguel Ángel estaba jubiloso. Poco más, y el bloque sería deslizado hasta la plataforma de carga, desde la que sería llevado al carro especial tirado por los treinta y dos bueyes.

Nunca se supo cómo se produjo el accidente. Un ágil y joven pisano, llamado Gino, que colocaba los rodillos ante el bloque, se acababa de encorvar para poner uno de ellos, cuando de pronto se oyó un grito de alarma y el bloque comenzó a descender por propio impulso.

—¡Gino!… ¡Cuidado abajo, Gino!… ¡Apártate!

Los gritos llegaron demasiado tarde. El enorme bloque pasó sobre el infortunado joven, y se desvió hacia Miguel Ángel. Éste se arrojó a un lado y rodó sobre sí mismo varias veces hasta contener su caída.

Los hombres quedaron paralizados de horror, mientras la gran masa de piedra adquiría impulso y se precipitaba hacia abajo, llegaba a la plataforma de carga y se despedazaba en cien fragmentos en el camino.

Gilberto estaba inclinado sobre el cuerpo de Gino. Una gran mancha de sangre cubría el lugar donde yacía el infortunado cantero.

—¡Ha muerto instantáneamente! —dijo Gilberto.

Miguel Ángel tomó el cadáver en brazos y bajó tambaleante el resto de la pendiente. Alguien acercó su mula hasta la plataforma de carga. Miguel Ángel montó sin soltar el cuerpo y, seguido por los demás, emprendió el camino a Seravezza.

La agonía y el éxtasis
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