IX
Al llegar el otoño, Florencia se vio envuelta en una disputa internacional que podía conducir a la destrucción de la ciudad-estado. Todo sucedía, según pudo enterarse Miguel Ángel, porque Carlos VIII, rey de Francia, había organizado el primer ejército permanente que se conocía desde las legiones de Julio César; estaba integrado por unos veinte mil hombres bien adiestrados y armados, y ahora llevaba aquel ejército a través de los Alpes, a territorio de Italia, para reclamar el reino de Nápoles, que consideraba suyo por herencia.
Durante la vida de Lorenzo de Medici, Carlos VIII, que era su amigo, no habría amenazado jamás con una invasión a través de Toscana. De haberlo hecho, los aliados de Lorenzo: las ciudades-estado de Milán, Venecia, Génova, Padua, Ferrara y otras habrían estrechado filas con Florencia para rechazarlo. Pero Piero había perdido ya todos esos aliados. El duque de Milán había enviado emisarios a Carlos VIII, invitándolo a entrar en Italia. Los primos Medici, que asistieron a la coronación del monarca francés en Versalles, aseguraron a Carlos que Florencia esperaba su entrada triunfal.
Debido a la alianza de los Orsini, la familia de su madre y de su esposa, con Nápoles, Piero negó a Carlos el paso libre por su territorio. No obstante, en los meses que mediaron entre la primavera y el otoño, no hizo nada para organizar un ejército ni reunir armas para contener al rey francés, si, en efecto, los invadía. Los ciudadanos de Florencia, que habrían luchado por Lorenzo, estaban dispuestos a recibir con los brazos abiertos a los franceses, porque los ayudarían a expulsar a Piero. Y Savonarola invitó también a Carlos VIII a que entrase en Florencia.
A mediados de septiembre, Carlos VIII había cruzado ya los Alpes con sus fuerzas y el duque de Milán lo recibió cordialmente. La ciudad de Rapallo fue saqueada. Aquella noticia cayó en Florencia como un rayo. Se suspendieron todas las actividades normales del comercio, a pesar de le cual, cuando el rey francés envió nuevamente emisarios para pedir que se le permitiese el paso libre, Piero les dejó marchar sin darles una respuesta definitiva. El rey francés juró irrumpir en Toscana por la fuerza y conquistar la ciudad de Florencia.
Miguel Ángel tenía ahora un nuevo vecino en el palacio. Piero hizo traer al hermano de Alfonsina, Paolo Orsini, para ponerlo al mando de un centenar de mercenarios, con los que debía hacer frente al ejército de veinte mil hombres de Carlos VIII. Miguel Ángel juró una docena de veces huir del palacio y viajar a Venecia, como se lo había sugerido Lorenzo. Si bien era leal a la memoria de Lorenzo, a Contessina, a Giuliano y hasta al cardenal Giovanni, no sentía el menor afecto por Piero, que le había dado un hogar, un lugar para su trabajo y un salario. Pero no pudo persuadirse a sí mismo de unirse a los desertores.
Sus tres años a las órdenes de Lorenzo en el jardín de escultura y en el palacio, habían sido años de emoción, crecimiento, aprendizaje, maestría en el manejo de sus herramientas y en los conocimientos de su oficio. Y ahora, durante casi los dos años y medio transcurridos desde la muerte de su protector, se había sentido paralizado. Ahora era mucho mejor dibujante, si, gracias al prior Bichiellini y sus meses de disección, pero se sentía menos vivo, menos creador que cuando estaba en pleno entusiasmo de su aprendizaje bajo las órdenes de Bertoldo, Il Magnifico, Pico, Poliziano, Landino Ficino y Benivieni. Durante mucho tiempo había estado atravesando la mitad inferior del círculo. ¿Cómo haría para volver a la parte superior o ascendente? ¿Cómo podría elevarse por encima del tumulto de los temores y de la parálisis de Florencia y hacer que su mente y sus manos reanudasen su trabajo de escultor? Si, ¿cómo, cuando hasta Poliziano había acudido a Savonarola para implorar su absolución, para rogarle, con sus últimas palabras, que lo admitiese en la Orden de los Dominicos, a fin de que pudiera ser sepultado con el hábito de monje dentro de los muros de San Marco?
El 21 de septiembre, fray Savonarola, en un esfuerzo final para expulsar a Piero de Florencia, predicó un nuevo sermón en el Duomo. Los florentinos llenaron por completo la catedral. Cada una de sus piedras servía a modo de pared de rebote. Miguel Ángel, que, como siempre, se había quedado junto a la puerta, se sintió cercado por todas partes, rodeado por un mar de sonidos que lo ahogaba como las aguas de un río desbordado. Volvió a la calle en medio de una compacta masa humana, casi muerta de miedo, muda, con los ojos desorbitados.
Únicamente el prior Bichiellini se mostraba tranquilo, y dijo:
—Miguel Ángel, eso es nigromancia. Desde los tiempos más remotos de la humanidad ha existido. El mismo Dios prometió a Noé y a sus hijos, en el Génesis, que jamás se produciría un segundo Diluvio: «¡Jamás la creación será destruida otra vez por las aguas de una inundación! ¡Nunca volverá una inundación a devastar al mundo!». Y ahora, dime: ¿Con qué derecho enmienda la Biblia fray Savonarola? Algún día, Florencia descubrirá que ha sido víctima de un feo engaño, y entonces…
La suavidad y serenidad de la voz del prior contribuyó a esfumar el temor que las palabras de Savonarola habían producido en Miguel Ángel.
—Cuando llegue ese momento —respondió— podré abrir las puertas de Santo Spirito a Savonarola, para salvarlo de las turbas.
El prior sonrió levemente, con cierta ironía.
—¿Puedes imaginar a Savonarola haciendo voto de silencio? ¡Antes se dejaría carbonizar en una pira!
La red se iba cerrando cada día más.
Venecia se declaró neutral y Roma se negó a proporcionar tropas a Piero.
Carlos VIII atacó las fortalezas de la frontera de Toscana y algunas de ellas cayeron en su poder, pero los canteros del mármol de Pietrasanta opusieron una dura resistencia, a pesar de la cual sólo podrían pasar unos pocos días antes de que los franceses penetrasen en la ciudad de Florencia.
El populacho estaba poseído de histerias alternadas: miedo y alivio. Todos los habitantes estaban en las calles, llamados a la Piazza della Signoria por el alocado tañido de la gran campana de la torre. ¿Estaría a punto de ser saqueada la ciudad? ¿Sería derrocada la república? ¿Sería capturada por un monarca extranjero invasor toda la riqueza, las artes, el comercio, la seguridad y la prosperidad, después de que Florencia había vivido en paz con el mundo durante tanto tiempo que ya no tenía ejército, armas ni voluntad para luchar? ¿Era aquello el principio de un nuevo Diluvio?
Una mañana, Miguel Ángel se levantó y descubrió que el palacio había sido abandonado. Piero, Orsini y sus séquitos habían salido apresuradamente para negociar con Carlos VIII. Alfonsina había partido con sus hijos y Giuliano para refugiarse en la villa de la colina. Aparte de algunos viejos servidores, Miguel Ángel parecía estar solo. El magnífico palacio resultaba aterrador en su vacío silencio. El cuerpo de Lorenzo había muerto en Careggi, y ahora el gran espíritu de aquel hombre, representado por su magnífica biblioteca y obras de arte, parecía estar muriendo también. Mientras caminaba por los corredores llenos de ecos y abría las puertas de las vacías habitaciones, algo del horrendo hedor de la muerte, parecía llenarlo todo. Y él sabía lo que era aquello, pues lo había sentido en la morgue de Santo Spirito. Aquel caos continuó. Piero se postró ante Carlos VIII y ofreció al conquistador las fortalezas de la costa: Pisa y Livorno, así como doscientos mil florines, siempre que «continuase a lo largo de la costa, sin entrar en Florencia». Indignado ante aquella humillante capitulación, el Consejo de la Ciudad hizo sonar la campana de la torre de la Signoria para convocar al pueblo y fustigó a Piero por su «cobardía, imprudencia, ineptitud y rendición».
Una delegación, en la que figuraba fray Savonarola, partió para entrevistarse con el monarca francés, sin tener en cuenta para nada a Piero. Este corrió de vuelta a Florencia para tratar de imponer sus derechos. La ciudad hervía de ira y odio contra él. Exigió ser oído, pero la muchedumbre le gritó: «¡Idos! ¡No molestéis a la Signoria!». Piero retrocedió, despectivo, y entonces grupos de muchachos le arrojaron piedras. La muchedumbre lo persiguió por las calles. Desapareció dentro del palacio y consiguió contener momentáneamente a la turba al ordenar que los servidores que le quedaban sacasen vino y alimentos a la plaza.
Poco después, llegaron a todo correr varios emisarios gritando:
—¡La Signoria ha desterrado a los Medici! ¡Para siempre! ¡Hay una recompensa de cuatro mil florines por la cabeza de Piero! ¡Muera Piero!
Miguel Ángel consiguió entrar en el palacio y descubrió que Piero había huido por una puerta secreta, para unirse a la banda de mercenarios de Orsini, que cubrió su huida. El cardenal Giovanni, con su grueso rostro cubierto de sudor debido al cargamento de manuscritos que llevaba en los brazos, seguido por dos servidores cargados asimismo de volúmenes encuadernados, cruzaba el jardín y poco después salía, sano y salvo, por la misma puerta que su hermano.
La turba irrumpió en el patio del palacio, bajó a los sótanos y las bodegas, abrió barriles y botellas y bebió hasta saciarse. Después, muchos comenzaron a estrellar las botellas y garrafas de vino contra las paredes, al extremo de que la bodega mayor quedó completamente inundada. Y entonces, la furiosa multitud subió la escalera para saquear el palacio.
Miguel Ángel se colocó ante el David de Donatello. La muchedumbre seguía entrando por la portada principal para detenerse en el ya abarrotado patio ante la imposibilidad de avanzar más. ¿Qué había producido aquel tremendo cambio en el pueblo? ¿Sería la sensación de hallarse por primera vez dentro del palacio como amos más que como intrusos?
La escultura de Judith y Holofernes, de Donatello, fue alzada por varios hombres y llevada, con grandes gritos de aprobación, a través del jardín posterior del palacio. Todo lo que resultaba demasiado grande o pesado, bustos de mármol, estatuas, etcétera, era destrozado inmediatamente con barras de hierro.
Miguel Ángel se deslizó a lo largo de la pared y subió a grandes saltos por la escalera principal. Al llegar arriba, corrió a toda velocidad por el pasillo hasta llegar al studiolo, entró en él, cerró la puerta tras sí, y buscó el cerrojo. ¡No había! Lanzó una mirada a su alrededor, hacia los valiosísimos manuscritos, estuches de raros camafeos, amuletos, joyas talladas, antiguas monedas, los bajorrelieves griegos sobre la puerta, los bajorrelieves en bronce de Donatello, el San Geronimo de Van Eyck. ¿Qué podía hacer para proteger todos aquellos tesoros?
Sus ojos se posaron de pronto en el montacargas. Abrió su puerta, tiró de la soga y, cuando la movible plataforma llegó al nivel del piso del studiolo, empezó a echar sobre ella todos los objetos de valor que fue encontrando. Una vez lleno el montacargas, tiró de la otra soga y la plataforma comenzó a descender. Cuando ya había recorrido alguna distancia y calculó que estaba entre los dos pisos, ató la soga y cerró la puerta del montacargas.
Una masa humana llegó al studiolo en aquel momento y comenzó a saquear la habitación. Miguel Ángel se abrió paso entre aquellos cuerpos, forcejeando, y corrió a su habitación, donde arrojó bajo las dos camas los modelos de Bertoldo y algunos bronces.
Su utilidad allí había terminado. Centenares de hombres recorrían el palacio… Se apoderaban de todo en los salones y lo que no podían llevar lo destrozaban.
Entre aquella turba reconoció a uno de los fieles de Medici, su primo Bernardo Rucellai, esposo de Nannina de Medici. Estaba de pie ante una de las obras de Botticelli, en la antecámara. Y gritaba:
—¡Sois ciudadanos de Florencia! ¿Por qué estáis destruyendo los tesoros de la ciudad? ¡Parad, os lo ruego!
A Miguel Ángel le pareció una figura heroica, al verlo así, con los brazos extendidos, iracundos los ojos, en su afán de proteger aquella tela. Pero fue derribado. Miguel Ángel luchó por acercarse al caído y lo logró. Inclinándose, lo tomó en brazos y lo llevó, sangrante, a una pequeña habitación contigua, mientras pensaba irónicamente: «Este es el contacto más íntimo que he tenido con la rama materna de mi familia».
En el despacho de Lorenzo, después de arrancar los mapas y tapices de las paredes, algunos fornidos florentinos consiguieron abrir la caja fuerte, de la que sacaron veinte mil florines de oro. El hallazgo enloqueció de júbilo a la turba, que se disputaba las monedas por el suelo.
Miguel Ángel bajó por la escalera posterior del palacio y atravesó el jardín. Luego recorrió varias callejuelas hasta llegar al palacio de Ridolfi. Pidió a un paje que le consiguiera pluma y papel y escribió una nota a Contessina: «Cuando haya pasado el peligro, envíe a alguien al studiolo de su padre… He escondido en el montacargas todo lo que he podido». Y firmó MA.
En el camino de regreso hizo dos etapas, en las casas de Bugiardini y Jacopo, dejando recado de que se encontrasen con él a medianoche en la Porta San Gallo. Por fin, cuando la ciudad dormía, se deslizó frente a los edificios de las cuadras del palacio. Dos de los pajes se habían quedado para atender a los caballos. Sabían que Miguel Ángel tenía derecho a sacar caballos cuando lo deseara. Lo ayudaron a ensillar tres. Montó y llevó a los otros dos animales de las riendas.
No había guardián alguno en la portada de San Gallo. Bugiardini lo esperaba ya y Jacopo llegó poco después.
Los tres amigos partieron a caballo rumbo a Venecia.