II

A la mañana siguiente, él y Bertoldo se pasearon gozando del fresco aire de principios de primavera. Sobre ellos, en las colinas de Fiesole, cada ciprés, villa y monasterio se destacaba del fondo verde de los olivares y viñas. Se dirigieron al extremo más alejado del jardín, donde se hallaba la colección de bloques de mármol.

Bertoldo se volvió a su discípulo, con una expresión tímida en sus ojos color azul pálido.

—Reconozco que no soy un gran escultor de mármol —dijo—, pero contigo tal vez llegue a convertirme en un gran maestro. La figura que deseas esculpir tiene que seguir con la veta del bloque. Sabrás si vas a favor de ella por la forma en que los trozos saltan cuando lo golpeas. Para saber cómo corren las vetas, vierte agua sobre el bloque. Las diminutas marcas negras, hasta en el mejor de los mármoles, son manchas de hierro. Algunas veces es posible eliminarlas con el cincel. Si tropiezas con una veta de hierro, te darás cuenta enseguida, porque es mucho más dura que el mármol.

—Me hace rechinar los dientes de sólo pensar en eso.

—Cada vez que golpeas el mármol con un cincel, magullas cristales. Un cristal magullado es un cristal muerto. Y los cristales muertos arruinan una escultura. Tienes que aprender a esculpir grandes bloques sin magullar los cristales.

—¿Cuándo?

—Más adelante.

Bertoldo le habló luego de las burbujas de aire, los pedazos de mármol que se caen o se tornan huecos con el tiempo. No es posible verlos desde fuera del bloque, y uno tiene que aprender a saber cuándo están en el interior.

—El mármol es como el hombre; tienes que saber todo lo que hay en él antes de empezar. Si hay burbujas de aire ocultas en ti estoy perdiendo el tiempo.

Se dirigió al pequeño cobertizo en busca de herramientas.

—Aquí tienes un punzón. Es una herramienta para eliminar. Y esto es un buril. Esto es un cincel. Los dos son para dar forma.

Le demostró que incluso cuando estaba arrancando pedazos de mármol para desprenderse de lo que no necesitaba, tenía que trabajar con golpes rítmicos, con el fin de lograr líneas circulares alrededor del bloque. No debía completar nunca una parte, sino trabajar en todas ellas, para equilibrar las relaciones entre unas y otras. ¿Comprendía?

—Comprenderé en cuanto me deje en libertad entre estos mármoles —dijo Miguel Ángel—. Yo aprendo por las manos, no por los oídos.

El taller de escultura al aire libre era una combinación de fragua, carpintería y herrería. Había a mano una provisión de tablones, cuñas, caballetes de madera, sierras, martillos y cinceles. El piso era de cemento, para mayor firmeza. Al lado de la fragua se veían varillas de hierro sueco recién llegadas que Granacci había adquirido el día anterior para que Miguel Ángel pudiera forjar una serie completa de nueve cinceles.

Bertoldo le ordenó que encendiese la fragua. La madera de castaño era la que producía el mejor carbón de leña, que daba un calor lento, intenso y uniforme.

—Ya sé templar las herramientas para trabajar la pietra serena —dijo Miguel Ángel—. Me lo enseñaron los Topolino.

Cuando la fragua ardía, cogió el fuelle para darle una buena corriente de aire.

—¡Basta! —exclamó Bertoldo—. Golpea estos hierros unos contra otros, y comprueba si su sonido es como el de una campana.

Las varillas eran de excelente hierro, menos una, que fue descartada de inmediato. Cuando el fuego estuvo suficientemente vivo, Miguel Ángel se sumió en la delicada tarea de forjar su primer juego de herramientas. Sabía que «el hombre que no forja sus herramientas, no esculpe su escultura». Pasaron las horas, pero Bertoldo y su discípulo no se detuvieron para comer. La tarde caía ya cuando el anciano palideció y se desmayó. Habría caído si Miguel Ángel no lo hubiera sujetado con sus brazos. Lo llevó al palacio, maravillándose de que su peso fuera tan insignificante. Lo sentó suavemente en una silla.

—¿Cómo he podido permitir que trabajara hoy tanto? —murmuró reprochándose. Las mejillas del maestro se tiñeron de un ligero rosa. Miró a su discípulo y murmuró:

—No es suficiente manejar el mármol; también hay que tener hierro en la sangre.

A la mañana siguiente Miguel Ángel se levantó antes del amanecer, sin hacer ruido para no despertar a Bertoldo. Salió y recorrió las dormidas calles para llegar al jardín con las primeras luces del día. Sabía que eran los primeros rayos de sol los que revelaban la verdad sobre el mármol. Bajo aquellos perforadores rayos, el mármol se tomaba casi translúcido: todas las vetas, fallas y huecos quedaban al descubierto. La calidad que sobreviviese a los primeros rayos de sol estaría intacta cuando el astro se pusiese.

Fue de bloque en bloque, golpeándolos suavemente con el martillo. Las masas sólidas emitían un sonido metálico, como el de una campana. Las defectuosas sonaban opacamente. Un pequeño trozo que había estado expuesto a la intemperie durante mucho tiempo había desarrollado una dura piel.

Con el martillo y el cincel, desprendió aquella capa membranosa para llegar a la lechosa sustancia pura debajo de ella. Para descubrir la dirección en que corría la veta, empuñó firmemente el martillo y fracturó los rincones superiores del bloque.

Le agradó lo que vio sobre la superficie del mármol, tomó un pedazo de carboncillo y dibujó la cabeza de un anciano barbudo. Luego acercó un banco, se puso encima del bloque, apretándolo entre sus rodillas, y empuñó el martillo y el cincel. Acomodó bien el cuerpo y comenzó a trabajar. Cada trozo de mármol que saltaba parecía llevarse consigo la nerviosidad que había sentido hasta aquel momento. Su brazo pareció adquirir mayor ligereza y fuerza a medida que transcurrían las horas. Aquellas herramientas de metal parecían vestirlo como lo haría una armadura. Le daban robustez, fortaleza, serenidad.

Pensó: «Igual que Torrigiani ama el contacto de un arma en su mano; Sansovino adora la esteva del arado; Rustici, la tosca pelambre de un perro y Baccio la suave piel de una mujer, yo soy más feliz cuando tengo un bloque de mármol entre las rodillas y un martillo y un cincel en las manos».

El mármol blanco era el corazón del universo, la sustancia más pura creada por Dios. Solamente una mano divina podía haber creado tan noble belleza. Y experimentaba la sensación de ser una parte de aquella blanca pureza que tenía ante sí.

Recordó la descripción de Donatello que Bertoldo le había repetido: «La escultura es un arte que, al eliminar todo lo superfluo del material que se trabaja, lo reduce a la forma diseñada en la mente del artista».

¿No era igualmente cierto que el escultor jamás podría forjar un diseño en el mármol que no fuera natural a su propio carácter? Experimentaba la sensación de que, por muy honestamente que diseñase un escultor, no le serviría de nada si su diseño no estaba de acuerdo con la naturaleza intrínseca del mármol. En ese sentido, un escultor no podría jamás ser dueño absoluto de su destino, como podía serlo un pintor. La pintura era fluida, podía rodear rincones. El mármol era la solidez misma. El artista que esculpía el mármol tenía que aceptan la rigurosa disciplina de una sociedad. El mármol y él eran uno. Se hablaban el uno al otro. Y para él, sentir la piedra en sus manos, tocarla, acariciarla, era la sensación suprema de la vida.

Había eliminado ya aquella cáscara exterior. Ahora comenzó a penetrar en la masa, en el sentido bíblico. En este acto de creación se necesitaba la acometida, la penetración, el golpear y latir hacia arriba hasta llegar a la poderosa culminación, la posesión total. No era meramente un acto de amor, sino el acto de amor; la fusión de sus moldes interiores con las formas inherentes del mármol, una inseminación en la cual él plantaba la semilla, creaba la obra viviente de arte.

Bertoldo entró en el taller, vio lo que hacía Miguel Ángel y exclamó:

—¡No, no! ¡Eso está mal! ¡Para! ¡Esa es la manera de esculpir de los amateurs!

Miguel Ángel oyó la voz por encima de su martilleo y volvió la cabeza, pero sin dejar de calcular un solo instante el movimiento del buril.

—¡Miguel Ángel, basta! ¡Estás empezando mal!

Miguel Ángel no pareció hacer caso. Bertoldo dio la espalda a su aprendiz, que estaba abriendo un surco en el mármol, y movió la cabeza, desesperado:

—¡Bah! —exclamó—. ¡Sería más fácil impedir que el Vesubio eruptase!

La agonía y el éxtasis
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