VI

Conforme avanzaban los días del otoño se intensificaban las amistades de Miguel Ángel. En los días de fiestas cívicas o religiosas, cuando el jardín permanecía cerrado a cal y canto, Rustici le invitaba a comer y luego lo llevaba a la campiña en busca de caballos, y pagaba a los campesinos, cocheros y lacayos por el privilegio de dibujarlos con sus caballerías o en sus campos.

Miguel Ángel sólo se sentía triste en su hogar. Ludovico había conseguido averiguar cuánto recibía cada uno de los aprendices del jardín en dinero correspondiente a premios y comisiones. Sabía que Sansovino, Torrigiani y Granacci estaban ganando apreciables sumas.

—Pero tú no —clamaba—. ¡Ni un solo escudo!

—Todavía no.

—¡Es que ya han pasado ocho meses! ¿Por qué es eso? ¿Por qué los otros sí y tu no?

—No sé.

—Sólo puede concebirse una razón: que no puedes competir con los otros. ¡Ajiaco! Te voy a dar un plazo de otros cuatro meses, para completar el año. Entonces, si Lorenzo cree todavía que eres una fruta seca, te dedicarás a trabajar en otro oficio.

Pero la paciencia de Ludovico duró solamente cuatro semanas. Un día, arrinconó a su hijo en el dormitorio y le preguntó:

—¿Elogia Bertoldo tus trabajos?

—No —respondió Miguel Ángel.

—¿Te ha dicho que tienes talento?

—No.

—¿Elogia a los demás?

—Algunas veces.

—¿Crees que tienes siquiera alguna pequeña probabilidad de llegar a triunfar?

—Podría ser. Dibujo mejor que los otros.

—¡Dibujar! ¿Qué significa eso? Si te están enseñando escultura, ¿por qué no esculpes?

—No me deja Bertoldo. Dice que todavía no estoy preparado.

—¿Pero los demás esculpen?

—Sí.

—Eso significa que tú tienes menos capacidad que ellos.

—Eso se verá cuando yo comience a trabajar la piedra.

—¿,Y cuándo será eso?

—No lo sé.

—¿Hasta ahora no hay indicios de que te lo permitan?

—Ninguno.

—¿Y cuánto tiempo puedes seguir allí en esas condiciones?

—Mientras Bertoldo considere que debo hacerlo.

—¿Qué ha sido de tu orgullo de siempre?

—Nada.

—Tienes ya casi quince años. ¿Vas a seguir sin ganar nada toda la vida?

—Ganaré.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—No lo sé.

—Me has respondido «no» y «no sé» dos docenas de veces. ¿Cuándo vas a saber?

—No sé.

Extenuado, Ludovico exclamó:

—¡Debería molerte a palos! ¿Cuándo tendrás sentido común?

—Hago lo que debo hacer. Eso es sentido común.

El padre se dejó caer en una silla, desalentado.

—Leonardo quiere ser fraile. ¿Cuándo hubo un fraile entre los Buonarroti? Tú quieres ser artista, y ni un sólo miembro de nuestra familia lo ha sido. Giovanni quiere ser matón callejero, para arrojar piedras a los transeúntes. ¿Cuándo has oído que un Buonarroti se haya convertido en un malandrín? Urbino ha enviado de vuelta a Sigismondo, con una carta en la que dice que estoy malgastando el dinero porque el mocoso no aprende ni el abecedario. En nuestra familia no se ha conocido jamás un analfabeto. ¡Yo no sé para qué me ha dado hijos el buen Dios!

Miguel Ángel se acercó a su padre y le puso suavemente una mano en un hombro.

—Confíe en mí, padre. No estoy buscando lana en un borrico.

Las cosas no mejoraron para él en el jardín: es más, parecían empeorar. Bertoldo le hacía trabajar duramente y exclamaba a cada rato: «¡No, no, tú eres capaz de hacerlo mejor! ¡Insiste! ¡Insiste!». Le obligaba a dibujar de nuevo todos los modelos, y al cabo de una semana le hizo volver al jardín un día de fiesta para crear un tema que abarcase todas las figuras que había diseñado durante la semana.

Al regresar esa noche, con Granacci, Miguel Ángel exclamó angustiado:

—¿Por qué sólo a mí se me trata de esta manera?

—No es sólo a ti.

—Cualquiera puede verlo inmediatamente. No se me permite que intervenga en los concursos organizados por Lorenzo, con premios en dinero, ni que trabaje en los encargos del taller. No se me permite que visite el palacio y vea las obras de arte que hay allí. Ahora eres tú el administrador del jardín. ¡Habla por mí a Bertoldo! ¡Ayúdame, Granacci!

—Cuando Bertoldo te considere en condiciones de intervenir en los concursos, lo dirá. Hasta entonces…

Peno había otra causa para su infelicidad, la cual no podía mencionar a Granacci: al llegar el tiempo húmedo, Lorenzo había prohibido a Contessina que fuese al jardín de escultura. No podía salir del palacio. A él no le parecía que la joven fuese tan delicada. Intuía en ella una llama lo suficientemente fuerte para combatir la muerte. Y ahora que ya no la veía, el jardín se le antojaba extrañamente vacío, largos los días y tediosos, porque le faltaba la excitación de la espera.

En su soledad, se volvió hacia Torrigiani. Los dos se hicieron inseparables. Y Miguel Ángel deliraba constantemente con su amigo: su ingenio, su físico, sus aptitudes…

Granacci le dijo un día:

—Miguel Ángel, me encuentro en una posición difícil. No puedo hablar demasiado sin dar la impresión de celos o envidia. Pero tengo la obligación de advertirte. Torrigiani ha hecho antes lo que ahora hace contigo.

—¿Y qué hace?

—Abrumarte con su afecto para de pronto montar en cólera y romper la amistad cuando se le ha presentado un nuevo amigo. Torrigiani necesita un auditorio y tú eres eso en estos momentos. No confundas eso con cariño o sincera amistad.

Bertoldo, por su parte, no fue tan suave. Al ver un dibujo de Miguel Ángel en el cual había imitado otro de Torrigiani, el maestro lo rompió en pedazos y dijo irritado:

—Camina con un cojo durante un año y al final tú también cojearás, Miguel Ángel. Lleva tu mesa otra vez al lugar que tenías antes.

La agonía y el éxtasis
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