III

Volvió a su tabla de dibujo, a sus bocetos de la Madonna para los hermanos Mouscron, a sus intentos de captar imágenes de santos para el contrato del cardenal. Pero no le era posible pensar en nada que no fuese el bloque Duccio y el gigante David.

A la mañana siguiente se detuvo ante el cuadro de Castagno y contempló al joven David, de piernas y brazos delgados, pies y manos pequeños, rostro agraciado y masa de cabellos al viento. Era una figura que daba la impresión de ser medio hombre y medio mujer. Después fue al David Vencedor, de Antonio Pollaiuolo, un hombre más maduro que el de Castagno, con los pies sólidamente plantados en tierra, pero de dedos delicados como los de una dama. Su torso estaba bien desarrollado y la postura del cuerpo indicaba determinación, pero vestía los lujosos ropajes de un noble florentino. Y Miguel Ángel pensó: «Este es el pastor más ricamente vestido del mundo».

Corrió al Palazzo della Signoria, subió la escalinata y se dirigió a la Sala dei Gigli. Frente a la puerta estaba el David de bronce de Verrocchio, un melancólico adolescente. Dentro de la sala se hallaba el primer David de Donatello, esculpido en mármol. Se estremeció de emoción al ver la sensibilidad y pulido de la carne. Las manos eran fuertes, y la única pierna visible bajo el largo y suntuoso manto era más fornida que en los de Castagno y Pollaiuolo. Pero los ojos tenían una expresión vacua, la carne debajo del mentón aparecía fláccida, la boca acusaba debilidad y la inexpresiva cara estaba rematada por una corona de hojas.

Descendió la escalera de piedra hasta el patio y se detuvo ante el David de bronce de Donatello, con el que había vivido dos años en el jardín de escultura de Medici y del que la ciudad se había apropiado después del saqueo del palacio. Era una escultura que Miguel Ángel admiraba apasionadamente. Las piernas y los pies también acusaban poder. Sin embargo, ahora que observaba la estatua con espíritu crítico, vio que, como las demás esculturas florentinas de David, ésta tenía hermosas facciones y un rostro casi femenino bajo el ornamentado sombrero, del que sobresalían largos rizos que llegaban hasta los hombros de la figura.

Aunque tenía los órganos genitales de un muchacho, sus pechos abultaban casi tanto como los de una adolescente.

Regresó a su casa, mientras se entrecruzaban en su mente ideas fragmentadas. Aquellos David, en especial los dos de Donatello, eran casi niños. No podían haber estrangulado leones y osos, ni haber dado muerte al Goliat cuya cabeza descansaba entre sus pies. ¿Por qué los mayores artistas de Florencia se habían empeñado en representar a David ya como un adolescente, ya como un joven «dandy», elegantísimamente vestido y acicalado? ¿Era porque ninguno de ellos había leído más allá de la descripción que lo pintaba como «sonrosado de mejillas, rubio, agraciado, de carácter agradable»? ¿No se habían fijado en la parte que decía: «Si me amenazaban, los tomaba del pescuezo y los estrangulaba, ya fuese un león o un oso…»?

¡David era todo un hombre! Había realizado aquellas hazañas antes que el Señor lo eligiese. Lo que hizo, lo hizo solo, con su gran corazón y sus poderosas manos. Semejante hombre no vacilaría en hacer frente a Goliat, tan gigantesco que era capaz de llevar una cota de malla que pesaba casi quinientos kilos. ¿Qué era Goliat para un joven que se había batido con leones y osos en singular combate y les había dado muerte con sus manos?

Pasaron las semanas. Se enteró de que Rustici había decidido que el proyecto era demasiado grande para él. Sansovino necesitaba un nuevo bloque de mármol para poder sacar algo del bloque Duccio. Los demás escultores de la ciudad —una media docena—, entre ellos Baccio, Buglioni y Benedetto de Rovezzano, se retiraron después de ver el bloque y dijeron que puesto que él mismo había sido trabajado profundamente por el medio y hacia abajo, forzosamente tendría que partirse en dos por la parte más angosta.

Un emisario le llevó un paquete de Roma que contenía el contrato con el cardenal Piccolomini:

«… El Muy Reverendo cardenal de Siena encarga a Miguel Ángel, hijo de Ludovico Buonarroti-Simoni, escultor de Florencia, que esculpa quince estatuas de mármol de Carrara, el cual debe ser nuevo, limpio, blanco y sin vetas, tan perfecto como sea necesario para esculpir estatuas de primera calidad, cada una de las cuales deberá tener una altura de dos braccia y deberán estar terminadas en un plazo de tres años, por la suma de quinientos ducados grandes de oro…»

Jacopo Galli le consiguió un adelanto de cien ducados, garantizando la devolución del dinero al cardenal si Miguel Ángel fallecía antes de terminar las últimas tres estatuas. El cardenal aprobó los hermosos dibujos de Miguel Ángel, pero en el contrato había una línea que significaba el colmo de la indignidad: «Puesto que ya ha sido esculpida una figura de San Francesco, por Pietro Torrigiani, que dejó inconclusa la cabeza y los ropajes, Miguel Ángel completará dicha estatua gratuitamente y como homenaje a Siena, a fin de que pueda ser colocada junto a las por él esculpidas, de tal manera que quienes la vean digan que es obra de la mano de Miguel Ángel».

—No sabia que Torrigiani hubiese empezado a trabajar en ese contrato —dijo Miguel Ángel a Granacci—. ¡Piensa en la ignominia que significa que yo tenga que completar su basura!

—Esas son palabras duras, Miguel Ángel —respondió Granacci—. Digamos más bien que Torrigiani no fue capaz de terminar ni siquiera una figura adecuadamente y que el cardenal ha tenido que recurrir a ti para que la mejores.

Galli le aconsejaba en su carta que firmase el contrato y empezase a trabajar inmediatamente: «En la primavera próxima, cuando vengan de Brujas los hermanos Mouscron, le conseguiré el contrato para esa Madonna y Niño. Y para el futuro tendrá cosas mejores».

Reunió un montón de nuevos dibujos para el David y fue a ver otra vez a Piero Soderini para decirle que si podía conseguir que el Gremio actuase de una vez. Estaba seguro de que el encargo sería para él.

—Si, podría imponer una acción —convino Soderini—. Pero en ese caso el Gremio y la Junta obrarían contra su voluntad y eso produciría en ellos cierto resentimiento. No, lo que hay que conseguir es que ellos quieran que se esculpa la estatua y que lo elijan a usted para el trabajo. ¿Se da cuenta de la diferencia?

—Si —respondió Miguel Ángel tristemente—. Eso es lo sensato, pero yo no puedo esperar más.

Junto a la Vía del Proconsolo, a pocos pasos de la Abadía, existía una arcada que parecía dar al patio de un palacio. Miguel Ángel había pasado por allí innumerables veces, camino de su casa al jardín de escultura, y sabia que era la entrada de una plaza de artesanos, un mundo privado rodeado por las partes posteriores de unos cuantos palacios, torres truncadas y casas de dos pisos. Había allí una veintena de puestos de curtidores, caldereros, tejedores de mimbre, tintoreros de lana, herreros y demás que preparaban sus productos para los mercados y las tiendas de las calles del Corso y Pellicceria. Encontró allí un local que se alquilaba. Antes había sido ocupado por un zapatero y estaba situado en el lado sur de la ovalada plaza, por lo cual le daba el sol la mayor parte del día. Pagó tres meses adelantados de alquiler, envió una carta a Argiento diciéndole que podía volver a trabajar con él y compró un catre para que el muchacho pudiera dormir en el taller.

Durante los calores de junio, los artesanos trabajaban en bancos colocados frente a sus pequeños locales, y la calle se poblaba de los ruidos propios de sus respectivas ocupaciones, lo que creaba una especie de ambiente amable, de compañía, en el cual Miguel Ángel no tardó en sentirse cómodo. Rodeado de sencillos obreros, su taller le ofrecía, sin embargo, el mismo aislamiento que aquel otro de Roma.

Llegó Argiento, cubierto de polvo y con los pies hinchados, pero no cesó de charlar toda la mañana, mientras limpiaba el taller, eliminando todos los trastos del anterior ocupante. Se veía que estaba encantado de salir de la granja de su hermano.

El carpintero que tenía su taller frente a ellos lo ayudó a preparar una mesa de dibujo, que colocó junto a la puerta. Argiento recorrió toda la calle de los herreros en busca de una fragua de segunda mano. Por su parte, Miguel Ángel compró trozos de hierro, cestos de madera de castaño y otros útiles para forjar sus propios cinceles. Encontró dos bloques de mármol en Florencia y encargó otros tres a Carrara. Y enseguida, sin hacer modelos de cera o arcilla, casi sin mirar los dibujos aprobados por el cardenal Piccolomini, empezó a trabajar, encantado de poner las manos de nuevo sobre el mármol. Primeramente esculpió a San Pablo, con barba, de finas facciones. El cuerpo, aunque cubierto de voluminoso ropaje, se adivinaba musculoso y tenso. Sin pausa pasó a esculpir a San Pedro, el más allegado de los discípulos de Cristo, testigo de su resurrección y pilar sobre el cual había sido fundada la nueva Iglesia. Esta estatua era más plácida, física y mentalmente. Tenía un espíritu reflexivo, y Miguel Ángel dispuso de modo muy interesante los ropajes, en sentido vertical.

Los obreros de la plaza lo aceptaron como un hábil artesano más que llegaba al amanecer con ropas de obrero, poco después de que un aprendiz hubiera limpiado el taller, y que se retiraba al anochecer, cubierto de polvillo de mármol su rostro, cabellos, camisa, piernas y pies desnudos, igual que ellos terminaban cubiertos de virutas, manchas de tintura, delgados trozos de cuero y demás.

Mantuvo en secreto la ubicación de su taller. Únicamente Granacci sabía dónde estaba, y a mediodía, al pasar por allí, daba a Miguel Ángel las noticias del resto de la ciudad.

—¡No puedo creerlo! —exclamó un día Granacci—. Firmaste el contrato el 19 de junio, estamos a mediados de julio y, sin embargo, ya tienes terminadas dos estatuas. Son muy buenas, a pesar de tus lamentaciones de que no puedes esculpir nada que valga la pena. A este paso, terminarás las quince estatuas en siete meses.

Miguel Ángel contempló sobriamente las dos estatuas.

—Estas dos primeras figuras no son malas, porque contienen toda la ansiedad de mármol que me consumía —dijo—. Pero una vez que estén colocadas en esos nichos, morirán rápidamente. Las próximas dos son el Papa Pío II y Gregorio el Grande, con todos sus atributos papales y sus largos y tiesos mantos…

—¿Por qué no vas a Siena? —le interrumpió Granacci—. Así podrías deshacerte de esa figura de Torrigiani. Te sentirías mejor.

Y Miguel Ángel partió aquel mismo día.

La agonía y el éxtasis
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