III
Dibujó, modeló y esculpió como un hombre liberado de una prisión. Su único gozo era la libertad de proyectarse en el espacio. El tiempo era su cantera. De él excavaría los años blancos, puramente cristalinos. ¿Qué otra cosa había de extraer en las abruptas montañas del futuro? ¿Dinero? Siempre le había eludido.
¿Fama? Le había hecho caer en una trampa. El trabajo constituía su propio premio, y no había otro. Crear en mármol blanco las figuras más excelsas que se hubiesen visto jamás en la tierra; expresar por medio de ellas verdades universales: ése era el pago, la gloria del artista. Todo lo demás era ilusión, humo que se desvanecía en el horizonte.
El Papa Clemente le asignó una pensión vitalicia de cincuenta ducados mensuales y le facilitó una casa al lado opuesto de la plaza, frente a San Lorenzo, para que la utilizase como taller. El duque de Urbino y los demás herederos de Julio II fueron convencidos, y abandonaron su demanda. Ahora, sólo había que diseñar una tumba, para la cual ya tenía esculpidas todas las figuras, a excepción de un Papa y una Virgen.
Para la sacristía contrató a la familia Topolino, para que se hiciese cargo del corte de las piedras e instalase las puertas y ventanas de pietra serena, así como las columnas corintias y arquitrabes, que dividían las paredes de la capilla en tres planos.
Comenzaron a llegarle encargos de toda índole: ventanas para un palacio, una tumba para Bolonia, otra para un noble de Mantua, una estatua de Andrea Doria para la ciudad de Génova, la fachada de un palacio de Roma, una Virgen con el arcángel San Miguel, para San Miniato. Hasta el mismo papa Clemente le ofreció un nuevo trabajo: una biblioteca para los manuscritos y libros de los Medici, que debía ser construida sobre la vieja sacristía de San Lorenzo. Abocetó algunos planos para la biblioteca, empleando pietra serena para los efectos decorativos.
Su nuevo aprendiz era Antonio Mini, sobrino de su amigo Giovanni Battista Mini. Era un muchacho de cara larga y serena actitud ante la vida. Honesto, merecedor de confianza, resultó ser un ayudante tan leal y delicioso como había sido Argiento, pero con muchísimo más talento. Puesto que Miguel Ángel tenía ahora una mujer como criada, Monna Agniola, que hacía todos los trabajos de la casa, el romántico Mini quedaba en libertad para pasar sus horas libres en la escalinata del Duomo con los muchachos de su edad, contemplando el desfile de las chicas ante el Baptisterio.
Giovanni Spina, un estudioso comerciante, fue designado por el Papa para tratar con Miguel Ángel lo referente a los trabajos de la sacristía y la biblioteca Medici. Era un hombre delgado, alto, de hombros cargados y rostro inteligente. Se presentó a sí mismo desde la puerta del taller diciendo:
—Conocí a Sebastiano en la Corte de Roma. Me permitió entrar en su casa del Macello del Corvi para ver el Moisés y los dos Cautivos. Siempre he adorado la obra de Donatello. Son como padre e hijo.
—Abuelo y nieto. Yo soy heredero de Bertoldo, que a su vez lo fue de Donatello.
—Cuando el Papa no tenga fondos en Florencia, puede contar conmigo para obtenerlos…, de alguna parte. —Se acercó a los cuatro inconclusos Cautivos y los estudió con ojos en los que se veía un gran asombro.
Se sentaron en el banco de trabajo, y Spina preguntó:
—Los Rucellai no reconocen que usted es su primo, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—He investigado. ¿Quiere venir a nuestras reuniones en los jardines de su palacio? Somos todo lo que queda de la Academia Platón. Este jueves, Niccolo Machiavello nos leerá el primer capítulo de su Historia de Florencia, que le ha encargado la Signoria.
Dentro de la inconclusa sacristía, trabajó en los bloques de El Amanecer, El Anochecer, la Virgen y el joven Lorenzo. Más tarde, cansado ya de esculpir o modelar arcilla, se tendió en el lecho para escuchar las campanas de las iglesias vecinas que daban las horas. Hacia el amanecer, cerró los ojos y vio ante sí a Contessina, y oyó el delicioso timbre de su voz; y al mismo tiempo sintió a Clarissa tendida a su lado, envolviéndolo en sus tibios y torneados brazos, y apretándose mucho a él. Las dos imágenes se fusionaron en una, que era la figura del amor. Y se preguntó si llegaría a saborearlo nuevamente.
Con la primera claridad del amanecer se levantó, fue ante el espejo del tocador y estudió su rostro como si perteneciese a un modelo que él hubiera contratado para posar. Toda su fisonomía parecía ahora más profunda; las líneas que surcaban su chata frente, los ojos bajo las salientes cejas, la nariz, más ancha que nunca, los apretados labios… Sólo sus cabellos se resistían a todo cambio y seguían ricos en color y textura, rizándose juvenilmente sobre su frente.
Con la vuelta de un Medici al Papado, Baccio Bandinelli recibió el encargo de esculpir el Hércules para el frente de la Signoria, el mismo que le había sido ofrecido a Miguel Ángel por el gonfaloniere Soderini unos diecisiete años antes. Al saber que Miguel Ángel había sufrido un disgusto al enterarse de la noticia, Mini corrió a la casa y entró como una tromba en el taller, mientras gritaba:
—¡El bloque del Hércules acaba de llegar… y se ha hundido en el Arno! La gente que presenció el accidente dice que el bloque intentó suicidarse antes de dejarse esculpir por Baldinelli.
Miguel Ángel estalló en una carcajada. A la mañana siguiente, un canónigo de Roma le llevó un mensaje del Papa Clemente.
—Buonarroti, ¿conoce la esquina de la galería del jardín de los Medici, frente a la casa donde vive Luigi della Stufa? El Papa desea saber si le agradaría levantar allí un Coloso de unos veinticuatro metros de altura.
—Maravillosa idea —dijo Miguel Ángel, sarcástico—, pero podría quitar demasiado espacio a la calle. ¿Por qué no colocarlo en el rincón donde vive el barbero? Podríamos hacer que la estatua fuese hueca y arrendarle la planta baja.
Un jueves por la noche fue al palacio Rucellai para escuchar a Machiavello la lectura de su Mandragora. El grupo se mostraba amargamente hostil al Papa Clemente, a quien llamaban «La Mula», «El Bastardo», «La hez de los Medici» y algunos otros apodos. La Academia Platón estaba en el mismo corazón de la conspiración, tendente a restaurar la República. Y aquel odio se intensificaba porque los dos Medici ilegítimos vivían en el palacio y se les preparaba para hacerse cargo del gobierno de Florencia.
Miguel Ángel escuchó aquella noche historias sobre Clemente. Al parecer, éste estaba reforzando la causa del partido opuesto a los Medici al cometer fatales errores, como los había cometido León X antes que él. En las incesantes guerras entre las naciones circundantes, Clemente apoyaba de manera consistente a la nación perdedora. Sus aliados, los franceses, habían visto destruidos sus ejércitos por Carlos V, cuyas tentativas de amistad había rechazado el nuevo Pontífice. En Alemania y Holanda, millares de católicos abandonaban su religión en favor de la reforma que Clemente se negó a realizar en el seno de la Iglesia, y que las noventa y cinco tesis de Lutero, clavadas en la puerta del castillo-iglesia de Wittenberg en 1517, habían enunciado.
—Me encuentro en una posición difícil —dijo Miguel Ángel a Spina mientras comían un asado de pichones que les había servido Monna Agniola—. Ansío la vuelta de la República, pero estoy trabajando para los Medici. El futuro de la sacristía depende de la buena voluntad del Papa Clemente. Si me pliego a un movimiento tendente a expulsar a los Medici de Florencia, ¿qué será de mis esculturas?
—El arte es la más elevada expresión de la libertad —respondió Giovanni Spina—. Deje que los demás se peleen por la política.
Miguel Ángel se encerró con llave en la sacristía y se sumergió en el trabajo de esculpir sus mármoles.
Pero el cardenal Passerini de Cortona gobernaba Florencia autocráticamente. Extranjero, no sentía el menor amor hacia la ciudad, como tampoco parecía sentirlo el mismo Papa, que rechazó todas las peticiones de la Signoria y de las antiguas familias para que reemplazase al hombre que los florentinos consideraban tosco, avaro y despreciativo de los consejos locales, a la vez que desangraba a la ciudad con excesivos impuestos.
Los florentinos esperaban solamente el momento propicio para levantarse contra el cardenal, apoderarse de las armas necesarias y expulsar una vez más a los Medici de la ciudad. Cuando el ejército del Sacro Imperio Romano avanzó hacia el sur para invadir Roma y castigar al Papa, Clemente marchó a Bolonia con sus treinta mil hombres, después de lo cual tenía la intención de conquistar Florencia. La ciudad se levantó en masa, asaltó el palacio de los Medici y exigió armas para defenderse contra la invasión.
El cardenal de Cortona se asomó a una de las ventanas del piso superior y prometió entregar armas al pueblo, pero cuando se enteró de que el ejército del Papa, al mando del ex enemigo de Miguel Ángel, el duque de Urbino, se aproximaba a Florencia, olvidó su promesa y salió a toda prisa con los dos muchachos Medici para unirse al duque.
Miguel Ángel se reunió con Granacci y sus amigos en el Palazzo della Signoria.
En la plaza, la muchedumbre, furiosa, gritaba:
—¡Popolo, libertá!
Los soldados florentinos que defendían el palacio de la Signoria no se opusieron al paso de una comisión de ciudadanos que deseaba entrar. Se realizó una reunión en el gran salón. Niccolo Capponi, cuyo padre había encabezado el movimiento anterior para expulsar a Piero de Medici, salió poco después a uno de los balcones y dijo:
—¡Ha quedado restablecida la República Florentina! ¡Los Medici son expulsados de la ciudad-estado! ¡Todos los ciudadanos serán armados y deberán congregarse en la Piazza della Signoria!
El cardenal Passerini de Cortona llegó a la ciudad con un millar de soldados de caballería del duque de Urbino. El partido Medici les abrió las puertas. La Comisión popular, reunida en sesión permanente en el palacio, cerró y atrancó las puertas del edificio. De las ventanas de los dos pisos altos y del parapeto almenado, llovieron sobre los soldados del duque cuantos objetos pudieron ser arrojados: mesas, sillas, piezas de armaduras, cacharros, trozos de hierro, maderos…
Un pesado banco de madera fue lanzado desde el parapeto. Miguel Ángel vio que iba a hacer blanco en su David.
—¡Cuidado! —gritó con angustia, como si la estatua pudiese esquivar el impacto.
Era demasiado tarde. El banco se estrelló contra la estatua, y el brazo izquierdo de la misma, que sostenía la honda, se partió por debajo del codo y cayó a la calle, rompiéndose en pedazos sobre las piedras.
La muchedumbre retrocedió. Los soldados se dieron la vuelta para mirar. Cesó todo movimiento en las ventanas y en el parapeto del palacio de la Signoria. Se hizo un enorme silencio. Miguel Ángel avanzó hacia la escultura y la multitud se abrió para dejarlo pasar, mientras se oían algunos murmullos que decían:
—Es Miguel Ángel… Permítanle el paso.
Se detuvo debajo de la gran estatua y contempló el rostro pensativo pero resuelto y hermoso de la figura. Goliat no le había causado ni un rasguño, pero la guerra civil dentro de Florencia había estado a punto de destruirlo por completo. Y Miguel Ángel sintió que su brazo le dolía como si hubiera sido alcanzado por el banco de madera.
Giorgio Vasari, uno de los jóvenes aprendices de Miguel Ángel, y Cecchino Rossi corrieron hacia la estatua, recogieron los tres fragmentos de mármol del brazo y de la mano, y huyeron por una de las callejuelas adyacentes.
En la quietud de la noche, alguien golpeó con los nudillos en la puerta de Miguel Ángel. Abrió. Vasari y Cecchino entraron y empezaron a hablar, agitados:
—¡Signor Buonarroti!
—Tenemos escondidos los tres pedazos… en un arcón en casa del padre de Rossi… Están seguros.
Miguel Ángel miró a los dos pequeños y pensó: «¿Seguros? ¿Qué es lo que está seguro en este mundo de guerras y caos?».