VIII
Bertoldo le hacía trabajar cada día más duramente, y no cesaba de criticar su labor. Por mucho que lo intentaba, Miguel Ángel no conseguía una sola palabra de elogio. Y otro motivo de disgusto era que todavía no le habían invitado al palacio.
Bertoldo le decía a menudo:
—¡No, no! Este modelo está acariciado en demasía. Cuando veas las esculturas del palacio comprenderás que el mármol quiere expresar únicamente los sentimientos más intensos y profundos.
Cuando Lorenzo invitó a Bugiardini al palacio, Miguel Ángel se enfureció. ¿Contra quién: Bertoldo, Lorenzo o contra sí mismo? No lo sabía. Aquella exclusión implicaba un rechazo. Y se sintió como el burro que lleva una carga de oro y tiene que comer paja seca.
Y por fin, en un frío pero luminoso día de finales de marzo, Bertoldo se detuvo ante un modelo de arcilla que Miguel Ángel acababa de terminar, basado en los estudios de semidioses antiguos, medio humanos, medio animales.
—En el palacio hay un fauno recién descubierto —dijo—. Lo desempaquetamos anoche. Griego pagano, sin duda. Ficino y Landino creen que es del siglo quinto antes de Cristo. Tienes que verlo.
Miguel Ángel contuvo el aliento.
—Ahora mismo me parece lo mejor. Ven conmigo —añadió Bertoldo.
En el lado del palacio de Medici que daba a la Vía de Gori, se había utilizado como base el segundo muro que limitaba la ciudad. El arquitecto Michelozzo lo había completado treinta años antes para Cosimo. Era lo suficientemente espacioso para albergar a una numerosa familia de tres generaciones, el gobierno de una república, la administración de un comercio que abarcaba todo el mundo conocido y un centro para artistas estudiosos: una combinación de hogar, despachos, tienda, universidad, bottega, galería de pintura, teatro y biblioteca; todo ello austero, dotado de la majestuosa sencillez que siempre había caracterizado el buen gusto de los Medici.
La obra de mampostería entusiasmó a Miguel Ángel al detenerse en la Vía Larga para poder admirarla unos instantes. Aunque había visto aquel palacio centenares de veces, siempre le parecía fresco y nuevo. ¡Qué soberbios artistas eran aquellos scalpellini! Alrededor del palacio, en ambas calles, se extendía un banco de piedra donde, sentados, los florentinos podían charlar y tomar el sol.
—Nunca me había dado cuenta —dijo Miguel Ángel— de que la arquitectura es un arte casi tan grande como la escultura.
Bertoldo sonrió, indulgente.
—Giuliano da Sangallo, el mejor arquitecto de Toscana, te diría que la arquitectura es escultura —respondió—. Es decir, el dibujo de formas para ocupar espacio. Si el arquitecto no es escultor, lo único que consigue son habitaciones encerradas entre paredes.
La esquina de la Vía Larga y la Vía de Gori era una galería abierta que la familia Medici utilizaba para sus fiestas, a las que los florentinos consideraban entretenimientos y deseaban presenciar. Tenía unos magníficos arcos de unos nueve metros, labrados en pietra forte. Era allí donde los ciudadanos, comerciantes y políticos conferenciaban con Lorenzo, mientras los artistas y estudiantes consultaban sus proyectos. Para todos había siempre un vaso de vino dulce de Greco, «el vino perfecto para los caballeros».
Entraron por la maciza portada y llegaron al patio cuadrado con sus tres arcos completos a cada lado, sostenidos por doce columnas de decorados capiteles. Bertoldo señaló orgullosamente una serie de ocho figuras esculpidas, entre las cimas de los arcos y los marcos de las ventanas.
—Son mías —dijo—. Las copié de gemas antiguas. Verás los originales en las colecciones de Lorenzo, en el studiolo. ¡Son tan buenas que la gente las confunde con las de Donatello!
Miguel Ángel frunció el ceño. ¿Cómo podía conformarse Bertoldo con ir tan detrás de su maestro? En aquel momento vio dos de las grandes esculturas de la ciudad: los David de Donatello y Verrocchio. ¡Y corrió a ellas para tocarlas reverentemente, mientras lanzaba un enorme suspiro!
Bertoldo se detuvo junto a él, pasando también sus manos sobre las magnificas superficies de bronce.
—Yo ayudé a fundir esta pieza para Cosimo —dijo—. La esculpieron para colocarla precisamente aquí, donde está ahora, a fin de que fuera posible admirarla por todos lados. ¡Qué emoción sentíamos todos! Durante siglos únicamente habíamos tenido el relieve. Esta iba a ser la primera escultura vaciada en bronce de una figura suelta, en los últimos mil años. Antes de Donatello la escultura se utilizaba como ornamento de la arquitectura, en nichos, puertas, sitiales de coros y púlpitos.
Miguel Ángel contemplaba absorto el David de Donatello, tan joven y dulce, con largos rizos en los cabellos, los delgados brazos que sostenían una gigantesca espada, la pierna izquierda curvada tan graciosamente para poner el pie, calzado con una sandalia abierta, sobre la cabeza decapitada de Goliat. Era un doble milagro, pensó Miguel Ángel, que el bronce hubiera sido fundido tan admirablemente con esa suavidad satinada, y en ello correspondía parte del mérito a Bertoldo, y que una figura tan delicada, casi tan frágil como la de Contessina, hubiese podido matar a Goliat.
Tenía sólo un momento para estudiar tres sarcófagos romanos colocados bajo las arcadas y dos estatuas restauradas de Marsyas, antes de que Bertoldo partiese hacia la gran escalinata que conducía a la capilla, con sus frescos de Gozzoli, de colores tan brillantes que Miguel Ángel no pudo reprimir una exclamación de asombro.
Luego, cuando Bertoldo le condujo de sala en sala, su cabeza comenzó a dar vueltas, como en un mareo, pues vio un verdadero bosque de esculturas y una gran galería de pinturas. No tenía suficientes ojos ni fuerza para ir de una obra a otra, o soportar tan enorme excitación emocional. Ningún artista italiano de calidad, desde Giotto hasta Nicola Pisano, faltaba en aquella presentación. Mármoles de Donatello y Desiderio da Settignano, de Luca della Robbia y Verrocchio, bronces de Bertoldo, pinturas colgadas en todas las salas: el San Pablo de Masaccio, la Batalla de San Romano, de Paolo Uccello, Lucha entre dragones y leones, la Crucifixión de Giotto; la Madonna de Fra Angelico, y la Adoración de los Reyes Magos; El nacimiento de Venus, Primavera, y la Madonna del Magnificat, de Botticelli… Además, se veían cuadros de Castagno, Filippo Lippi, Pollaiuolo y otros cien de Venecia y Brujas.
Llegaron al studiolo de Lorenzo, la última de una serie de hermosas salas en lo que se llamaba «el noble piso del palacio». No era un despacho, sino una pequeña sala-escritorio. Su bóveda había sido esculpida por Luca della Robbia. El escritorio de Lorenzo, contra la pared del fondo, estaba debajo de los estantes que contenían los tesoros de Il Magnifico: joyas, camafeos, pequeños bajorrelieves de mármol, antiguos manuscritos iluminados. Era una habitación íntima, dispuesta más para placer que para trabajo. Había en ella pequeñas mesas pintadas por Giotto y Van Eyck, antiguos bronces y un Hércules desnudo sobre la chimenea, pequeñas cabezas de bronce en los dinteles, sobre las puertas, y jarrones de cristal diseñados por Ghirlandaio.
—¿Qué te parece? —preguntó Bertoldo.
—Nada. Todo. Mi cerebro está paralizado.
—No me sorprende. Aquí tienes el Fauno que llegó ayer de Asia Menor. Sus ojos te dicen cuánto ha gozado en sus placeres carnales. Y ahora te dejaré unos minutos, porque tengo que ir a buscar algo a mi habitación.
Miguel Ángel se acercó más al fauno y se encontró mirando los ojos brillantes, gozosos. La larga barba estaba teñida como si sobre ella se hubiese vertido vino en alguna orgía. Parecía tan intensamente vivo que Miguel Ángel tuvo la sensación de que iba a hablar. Sin embargo, dentro de la pícara sonrisa, de los labios no se veían los dientes. Pasó los dedos por el agujero en busca de la talla, pero ésta había desaparecido.
Sacó papel de dibujo y carboncillo rojo, se sentó en un rincón y dibujó el fauno. De pronto, sintió que alguien estaba junto a su hombro y enseguida le llegó un suave perfume. Se volvió bruscamente.
Habían pasado muchas semanas desde que la viera por última vez. Tenía un cuerpo tan delicado y diminuto que desplazaba poco espacio. Sus ojos eran omnívoros y disolvían las sensitivas facciones en el brillo castaño y cálido de sus pupilas. Vestía una túnica azul con guarniciones de piel marrón. La falda y las mangas lucían aplicaciones de diminutas estrellas. Llevaba en una mano un pergamino griego, copia de las Oraciones de Isócrates.
—Miguel Ángel —dijo con voz suave.
¿Cómo era posible que aquella sola palabra encerrase tanto júbilo en sus labios, cuando él la oía tantas veces al día en otros?
—Contessina —respondió.
—Estaba estudiando en mi habitación. Y de pronto me di cuenta de que había alguien aquí.
—¡No esperaba verla! Bertoldo me trajo para ver todas estas obras de arte.
—Mi padre no me permite que vaya con él al jardín de escultura hasta que llegue la primavera. ¿Cree que voy a morir?
—Vivirá para tener numerosos hijos. —Las pálidas mejillas se tiñeron repentinamente de rojo—. ¿La he ofendido? —preguntó rápidamente, contrito.
Ella negó con la cabeza.
—Me dijeron que era brusco. —Dio uno o dos pasos hacia él—. Cuando estoy cerca de usted, me siento más fuerte. ¿Porqué será?
—Cuando estoy cerca de usted me siento confundido. ¿Por qué será? —Ella rió, musicalmente.
—Echo de menos el jardín.
—Y el jardín la echa de menos a usted.
Ella se volvió, ante la intensidad de la voz de Miguel Ángel.
—¿Cómo anda su trabajo, Miguel Ángel?
—Non ce male.
—No es muy comunicativo.
—No aspiro a ser un charlatán.
—Entonces, debería ocultar sus ojos.
—¿Qué dicen?
—Cosas que me gustan mucho.
—Entonces, dígamelas. No tengo espejo.
—Lo que sabemos de los demás es nuestro secreto personal.
Miguel Ángel tomó su papel de dibujo. Luego dijo:
—Ahora tengo que trabajar.
Ella golpeó el suelo con un pie.
—Nadie despide a una Medici —dijo irritada, brillantes los ojos. Pero de pronto una leve sonrisa apareció en sus labios y agregó—: Jamás escuchará palabras mías tan estúpidas otra vez.
—No importa. Tengo una gran variedad de palabras mías.
Ella extendió la diestra. Era pequeña, de dedos tan frágiles como pajaritos en la fuerte y tosca mano de él.
—Addio, Michelangelo.
—Addio, Contessina.
—Trabaje bien.
—Grazie mille.
Se fue por la puerta del estudio de su padre. Dejó tras de sí un débil perfume, y Miguel Ángel sintió que la sangre hervía en su mano como si hubiese estado trabajando con un cincel de hierro sueco perfectamente equilibrado.
Y aplicó la carbonilla roja al papel.