III
Aquella noche se bañó en una gran tina de agua caliente que había sido dispuesta para él en una pequeña habitación, al extremo del vestíbulo. Se vistió y acompañó a Bertoldo al studiolo de Lorenzo, para la cena. Estaba nervioso. ¿Qué podría decir? La Academia Platón, según se decía, era el corazón intelectual de Europa, y tenía como propósito convertir a Florencia en una segunda Atenas.
En la chimenea ardía un alegre fuego y el ambiente era de agradable camaradería. Siete sillas estaban arrimadas a una larga mesa. Los estantes de libros, relieves griegos, estuches de camafeos y amuletos daban a la habitación un aire de intimidad y comodidad. El grupo le recibió despreocupadamente y luego reanudó sus discusiones sobre el valor comparativo de la medicina y la astrología como ciencias, lo cual dio a Miguel Ángel la oportunidad de estudiar las caras y personalidades de los cuatro sabios de quienes se decía eran los más eminentes cerebros de Italia.
Marsilio Ficino, de cincuenta y siete años, había fundado la Academia Platón para Cosimo, el abuelo de Lorenzo. Era un hombre diminuto, y a pesar de padecer de hipocondría había traducido todas las obras de Platón y de él podía decirse que era un diccionario viviente de las filosofías antiguas. Educado por su padre para médico, estaba igualmente versado en las ciencias naturales. Había ayudado a introducir la impresión de libros en Florencia. Sus propios escritos atraían a los estudiosos de toda Europa, que llegaban para escuchan sus conferencias. En su hermosa villa de Careggi, que Michelozzo había diseñado para él por encargo de Cosimo, tenía una lámpara perennemente encendida frente a la estatua de Platón, a quien intentaba hacer canonizar como el «más querido de los discípulos de Cristo», acto de herejía y de historia invertida por el que Roma estuvo a punto de excomulgarle.
Miguel Ángel fijó su atención después en Cristoforo Landino, de unos sesenta y seis años, tutor del padre de Lorenzo, Piero el Gotoso, y del mismo Lorenzo. Era un brillante escritor y conferenciante que educaba a la mente florentina para liberarla del dogma y aplicar los descubrimientos de la ciencia y la naturaleza. Se le consideraba como la máxima autoridad en la obra de Dante, y había publicado su comentario en la primera versión de La Divina Comedia que se editó en Florencia. La obra de toda su vida tenía como centro el idioma italiano, el volgare, al que, sin colaboraciones, estaba convirtiendo de una jerga despreciada en una lengua respetada, mediante traducciones a la misma de las obras de Plinio, Horacio y Virgilio. En Lorenzo había encontrado al héroe de la República de Platón. «El gobernante ideal de una ciudad es el estudioso».
Sentado en el brazo de su silla de cuero estaba Ángelo Poliziano, de treinta y seis años, de quien los detractores de la familia Medici decían que ésta lo tenía siempre cerca de sí porque, por contraste, hacía que Lorenzo pareciese atractivo. No obstante, se le reconocía como el más sobresaliente de los sabios allí reunidos. A la edad de diez años había publicado ya trabajos suyos en latín; a los doce se le invitó a ingresar en la Compagnia di dottrina de Florencia para ser educado por Ficino, Landino y los sabios griegos llevados a Florencia por los Medici. Había traducido los primeros libros de La Ilíada, de Homero, a los dieciséis años, y Lorenzo lo llevó al palacio como tutor de sus hijos. Era uno de los hombres más feos de la ciudad. Poseía un estilo lúcido y límpido, como el de cualquier poeta desde la época de Petrarca. Su Stanze per la Giostra de Giuliano, extenso poema, se había convertido en modelo para toda la poesía italiana.
Los ojos de Miguel Ángel se fijaron luego en el más joven y atractivo del grupo, Pico della Mirandola, de unos veintisiete años, que escribía y hablaba veintidós idiomas. Los otros miembros del grupo le hacían bromas diciendo: «La única razón por la que Pico no habla el vigésimo tercer idioma es porque no puede encontrarlo». Conocido por el sobrenombre de «El Gran Señor de Italia», estaba dotado de un carácter dulce y sincero. Su concepto intelectual era la unidad de la sabiduría; su ambición, conciliar todas las religiones y filosofías desde los albores de la civilización. Como Ficino, aspiraba a concentrar en su mente la totalidad del saber humano. A tal fin, leía a los filósofos en sus propios idiomas y creía que todas las lenguas eran divisiones nacionales de un lenguaje universal. El más divinamente dotado de todos los italianos no tenía, sin embargo, enemigos, de la misma manera que el feo Poliziano no podía conquistar amigos.
Se abrió la puerta y entró Lorenzo, cojeando ligeramente como consecuencia de un ataque de su recurrente gota. Saludó con un movimiento de cabeza a los demás y se volvió hacia Miguel Ángel:
—Este —dijo— es el sancta sanctorum: la mayor parte de cuanto aprende Florencia sale de aquí. Cuando estemos reunidos y no tenga nada que hacer, venga a conversar con nosotros.
Separó un biombo deliciosamente ornamentado y golpeó con los nudillos en la puerta del montacargas, por lo que Miguel Ángel dedujo que el studiolo se hallaba directamente debajo del comedor. Oyó el ruido de la plataforma que se movía dentro del hueco y unos instantes después los académicos tenían ya ante sí platos con queso, frutas, pan, miel, nueces y otros comestibles. No se veían servidores. Para beber no había más que leche. Y aunque la conversación versaba sobre temas ligeros, Miguel Ángel comprendió que el grupo se reunía para trabajar.
Poco después, la mesa quedó vacía. Los platos y restos de la comida desaparecieron por el montacargas. De inmediato, la conversación se tornó seria. Sentado en una banqueta baja, al lado de Bertoldo, Miguel Ángel escuchó la discusión contra la Iglesia, a la que los sabios allí reunidos ya no consideraban símbolo de su religión. En particular, la ciudad de Florencia era el centro de aquel desafecto, porque Lorenzo y la mayoría de sus conciudadanos estaban de acuerdo en que el Papa Sixto de Roma había estado detrás de la conspiración de Pazzi, que dio como resultado la muerte de Giuliano y el atentado casi fatal contra Lorenzo. El Papa había excomulgado a Florencia y prohibido al clero que cumpliese sus deberes religiosos en dicha ciudad-estado. Por su parte, Florencia había excomulgado al Papa, declarando que las pretensiones papales en cuanto al poder se basaban en falsificaciones del siglo octavo, como por ejemplo la donación de Constantino. El Papa, en su afán de destruir a Lorenzo, había enviado tropas a Toscana y aquellos soldados incendiaron y saquearon numerosas localidades, llegando hasta Poggibonsi, cerca de la ciudad.
Con el advenimiento de Inocencio VIII, en 1484, se había restablecido la paz entre Florencia y Roma; pero conforme Miguel Ángel oía las pruebas expuestas por los hombres que rodeaban la mesa fue enterándose de que la mayoría del clero de Toscana se había vuelto cada día más inmoral en cuanto a su conducta personal y sus prácticas eclesiásticas. La única notable excepción la constituía la Orden de los Agustinos del Santo Spirito, dirigida por el prior Bichiellini.
Pico della Mirandola puso los codos sobre la mesa y descansó la barbilla en sus manos entrelazadas.
—Creo que he dado con una respuesta a nuestro dilema frente a la Iglesia —dijo— en la forma de un monje dominicano de Ferrara. Lo he oído predicar allí y puedo asegurar que hace temblar hasta los muros de la catedral.
Landino, cuya blanca cabellera caía sobre sus hombros y espalda, se inclinó sobre la mesa, de tal modo que Miguel Ángel pudo ver la red de arrugas que rodeaban sus ojos.
—Ese monje… ¿es todo volumen? —preguntó.
—Al contrario, Landino —respondió Pico—. Se trata de un brillante estudioso de la Biblia y de San Agustín. Y sus ideas sobre la corrupción del clero son todavía más enérgicas que las mías.
Angelo Poliziano se humedeció los labios y dijo:
—No es sólo la corrupción, sino la ignorancia, lo que me espanta.
Ficino exclamó ansioso:
—¡Hace mucho tiempo que no tenemos a un estudioso en un púlpito florentino! Únicamente tenemos a fray Maríano y al prior Bichiellini.
—Girolamo Savonarola se ha concentrado durante años en el estudio —dijo Pico—. Conoce a Platón y Aristóteles tan profundamente como la doctrina cristiana.
—¿Cuáles son sus ambiciones? —preguntó Lorenzo.
—Purificar la Iglesia.
—Si ese monje estuviera dispuesto a trabajar con nosotros… —dijo Lorenzo.
—Su Excelencia puede solicitar su transferencia a los Padres Lombardos.
—Lo haré.
Agotado aquel tema, el más anciano, Landino, y el más joven, Pico, volvieron su atención a Miguel Ángel. Landino le preguntó si había leído lo que escribió Plinio sobre la famosa estatua griega de Laoconte.
—No he leído nada de Plinio —respondió el muchacho.
—Entonces, yo se lo leeré.
Tomó un libro del estante, hojeó rápidamente sus páginas y leyó la historia de la estatua que figuraba en el palacio del emperador Tito.
Poliziano continuó con una descripción de la Venus de Cnidos, que representaba a la diosa de pie ante Paris cuando éste le adjudicó el premio a la belleza. Pico recordó entonces la estatua de mármol pentélico de la tumba de Xenofonte.
—Miguel Ángel querrá leer a Pausanias en el original —dijo Pico. Y volviéndose hacia Miguel Ángel le dijo—: Le traeré mi manuscrito.
—No sé leer griego —dijo Miguel Ángel, un poco avergonzado.
—Yo se lo enseñaré.
—No tengo facilidad para los idiomas.
—No importa —intervino Poliziano—, dentro de un año estará escribiendo sonetos en latín y griego.
Miguel Ángel murmuró para sí: «Permítame que lo dude». Pero no sería cortés matar el entusiasmo de sus nuevos amigos, que de inmediato se pusieron a discutir entre sí sobre los libros con que debía educarse al muchacho.
Se sintió aliviado cuando el grupo concentró su atención en otro tema ajeno a él. La idea más importante que percibió en aquella rápida y sabia conversación fue que la religión y el saber podían coexistir, enriqueciéndose mutuamente. Grecia y Roma, antes de surgir el cristianismo, habían producido obras gloriosas tanto en las artes, como en las humanidades, ciencias y filosofía. Luego, por espacio de un millar de años, toda aquella belleza y sabiduría había sido destruida, declarada anatema, sepultada en las tinieblas. Ahora, ese pequeño grupo de hombres, encabezado y ayudado por Lorenzo de Medici, estaba tratando de crear un nuevo intelecto bajo la bandera de una palabra que Miguel Ángel no había escuchado hasta entonces: humanismo.
¿Qué significaba?
Cuando Bertoldo hizo una señal para indicar que se retiraba, y lo hizo discretamente, Miguel Ángel se quedó. Y conforme cada uno de los platonistas ponía palabras a sus pensamientos, él iba recogiendo lentamente el sentido de lo que querían significar:
«Estamos devolviendo el mundo al hombre, y el hombre a sí mismo. El hombre ya no será vil, sino noble. No destruiremos su mente a cambio de un alma inmortal. Sin una mente libre, vigorosa y creadora, el hombre no es sino un animal, que morirá como un animal, sin el menor vestigio de alma. Devolvemos al hombre sus artes, literatura, ciencias e independencia para pensar y sentir como individuo, no para estar atado al dogma como un esclavo y pudrirse en sus cadenas».
Al finalizar la sesión, cuando volvió a su habitación y encontró a Bertoldo despierto todavía, exclamó: ¡Me han hecho sentirme un perfecto estúpido!
—Si, las mentes más preclaras de Europa —dijo el anciano— pueden proporcionar a tu meditación los temas más heroicos. —Y luego, para consolar al cansado muchacho, añadió—: Pero no saben esculpir el mármol, y a fin de cuentas, es un lenguaje tan elocuente o más que cualquier otro.
A la mañana siguiente, Miguel Ángel llegó temprano al jardín. Torrigiani se le acercó y dijo:
—Estoy consumido por la curiosidad. Cuéntame algo de la vida en el palacio.
Miguel Ángel hizo una descripción de la habitación que compartía con Bertoldo, sus largos paseos por los salones, libre para admirar y tocar todos aquellos tesoros de arte. Luego le habló de los invitados a la cena del domingo y la emocionante cena en el studiolo de Lorenzo con los platonistas. A Torrigiani únicamente le interesaban las personalidades.
—¿Cómo son Poliziano y della Mirandola? —preguntó.
—Poliziano es feo hasta que empieza a hablar, porque entonces sus palabras lo vuelven hermoso. Pico della Mirandola es el hombre más apuesto y brillante que he visto en mi vida.
—¡Eres muy impresionable! —replicó Torrigiani, sarcástico—. Te encuentras un nuevo par de ojos azules, larga cabellera rizada, y te quedas boquiabierto.
—Pero… ¿te das cuenta de lo que significa saber leer y escribir en veintidós idiomas, cuando tú y yo apenas podemos expresarnos en uno?
—Habla por ti —repuso Torrigiani—. Yo tengo una educación de noble y soy capaz de discutir con ellos y con cualquiera. No es culpa mía si tú eres un ignorante. Una sola noche en el palacio de los Medici y ya te parece que el resto de los florentinos son ignorantes.
—Yo sólo quería decir…
—Tú estabas jactándote de tus nuevos amigos.
—No es cierto. ¿Porqué me dices eso?
Pero Torrigiani se alejaba ya por el jardín.