XVI
Ahora, la desorganización en el jardín de escultura era completa. Cesó todo trabajo. Granacci abandonó la pintura que estaba realizando y dedicó la totalidad de su tiempo a proporcionar modelos, buscar bloques de mármol y realizar algunos encargos: un sarcófago, una Madonna…
Una tarde Miguel Ángel abordó a su amigo.
—No hay nada que hacer, Granacci, esta escuela ha terminado —dijo.
—No digas eso. Sólo nos hace falta un nuevo maestro. Lorenzo dijo anoche que yo podría ir a Siena a buscar uno…
Sansovino y Rustici entraron en el taller.
—Miguel Ángel tiene razón —dijo el primero—. Yo voy a aceptar la invitación del rey de Portugal y me iré a trabajar allí.
—Creo que ya hemos aprendido todo lo posible como discípulos —le apoyó Rustici.
—Yo no he nacido para tallar piedra —agregó Bugiardini—. Mi carácter es demasiado blando y se adapta mejor a mezclar aceite y pigmentos. Pediré a Ghirlandaio que me acepte de nuevo en su taller.
—¡No me digas que tú también te vas! —exclamó Granacci, dirigiéndose a Miguel Ángel.
—¿Yo? ¿Y dónde podría ir?
El grupo se separó. Miguel Ángel se dirigió a su casa con Granacci para informan a su familia de la muerte de Bertoldo. Lucrezia se mostró excitadísima al ver el libro de cocina y leyó varias recetas en voz alta. Ludovico no mostró el menor interés.
—Miguel Ángel —preguntó—, ¿has terminado tu nueva escultura?
—Más o menos.
—¿La ha visto Il Magnifico? ¿Le gustó?
—Sí.
—¿Nada más? ¿No se mostró entusiasmado?
—Sí, padre…
—Entonces, ¿dónde están los cincuenta florines de oro?
—Es que…
—¡Vamos, vamos! Il Magnifico te dio cincuenta florines cuando terminaste tu Madonna y Niño. Dame la bolsita…
—No hay bolsa.
—Il Magnifico te pagó por el otro trabajo. ¿Y por éste? Eso no puede significar más que una cosa: que este segundo no le ha gustado.
—También significa que Lorenzo está enfermo y preocupado por muchas otras cosas más importantes.
—Entonces, ¿hay probabilidades de que te pague todavía?
—No sé.
—Tienes que recordárselo.
Miguel Ángel sacudió la cabeza, desesperado. Luego se alejó de nuevo por las encharcadas calles.
Por primera vez desde que ingresó en la escuela de Urbino, siete años atrás, Miguel Ángel no sintió deseos de dibujar. Su fracturada nariz, que no le había molestado mientras trabajaba, comenzó a dolerle: uno de sus conductos estaba cerrado por completo, lo que le dificultaba la respiración. Y de nuevo tuvo plena conciencia de su fealdad.
El jardín era ahora un lugar desierto. Lorenzo había suspendido todo trabajo en la biblioteca. En la atmósfera se respiraba una sensación de cambio. El grupo de platonistas bajaba pocas veces a Florencia para ofrecer sus conferencias. Lorenzo decidió irse a una de sus villas para someterse a una cura completa y estaría seis meses alejado del palacio y de sus deberes. Allí podría no sólo eliminan su gota, sino trazar los planes para la lucha contra Savonarola. Tendrá que ser una lucha a muerte, decía, y para ella necesitaría toda su vitalidad. Todas las armas estaban en sus manos: riqueza, poder, control del gobierno local, tratados con otras ciudades-estado y naciones y amigos en todas las dinastías vecinas, mientras que Savonarola sólo contaba con el hábito que cubría su esquelético cuerpo. Sin embargo, ese monje, que vivía como un santo y era incorruptible, brillante maestro y hábil manipulador que ya había llevado a efecto serias reformas en la vida personal del clero de Toscana, así como en la de los acaudalados florentinos, parecía contar con más probabilidades de triunfo.
Como parte de su plan para poner en orden sus asuntos, Lorenzo dispuso que Giovanni fuese investido cardenal, preocupado por el peligro de que el Papa Inocencio VIII, anciano ya, pudiese fallecer antes de cumplir su promesa y el Papa sucesor se negase a aceptar al muchacho de dieciséis años en la jerarquía gobernante de la Iglesia. Lorenzo sabía también que aquella investidura sería una victoria estratégica ante el pueblo de Florencia.
Miguel Ángel estaba intranquilo por los preparativos de Lorenzo para su partida a Careggi, pues Il Magnifico había empezado ya a entregar muchas actividades y asuntos de gobierno a las inexpertas manos de Piero. Si Piero iba a estar al frente de todo en Florencia, ¿qué sería la vida para él?
Nada se había hablado sobre el dinero por haber completado la «Batalla», por lo que Miguel Ángel no podía ir a su casa. Tampoco se depositaban ya en su tocador aquellos tres florines semanales de antes. No necesitaba el dinero, pero la repentina suspensión le preocupaba. ¿Quién la había ordenado, Lorenzo o Piero da Bibbiena? ¿O sería orden de Piero de Medici? Y algún tiempo después.
En su incertidumbre, Miguel Ángel acudió a Contessina. Buscó su compañía y pasaba largas horas hablando con ella. A menudo tomaba el manuscrito de La Divina Comedia y le leía en voz alta los pasajes que más le gustaban.
Los platonistas le habían aconsejado siempre que escribiese sonetos, pues eran la más alta expresión del pensamiento literario del hombre. Mientras él se expresaba plenamente por medio del dibujo, el modelado y el tallado del mármol, no tenía necesidad de otra voz suplementaria. Pero ahora, en su confusión y soledad, comenzó a escribir sus primeras líneas poéticas, vacilantes…, y dirigidas a Contessina, naturalmente.
Una fuerza sublime me transporta hacia el cielo.
Ninguna otra cosa sobre la tierra podría regalarme tamaño deleite.
Un alma ruda ve, pero yo, ¡oh, exquisitez máxima!, veo mi espíritu…
Rompió aquellos versos, pues los sabía pedantes, y volvió al desierto jardín para vagar por sus senderos y visitar el casino. Ansiaba trabajar, pero se sentía tan vacío que no sabía qué obra realizar. Sentado ante su dibujo en el cobertizo, se apoderó de él una enorme tristeza y la sensación de que estaba solo en el mundo.
Pero por fin Lorenzo lo mandó a buscar.
—¿Quiere venir a Fiesole con nosotros? —le preguntó—. Pasaremos la noche en la villa. Por la mañana, Giovanni va a ser investido en la Abadía de Fiesole. Creo que le convendría presenciar esa ceremonia. Más adelante, en Roma, Giovanni recordará que asistió usted a su investidura.
Fue a Fiesole en un carruaje con Contessina, Giuliano y la nodriza.
Contessina pidió bajar del coche en San Domenico, a mitad de la ladera de la colina, pues deseaba ver la abadía, a la que, como mujer, se le negaría acceso durante el acto de la investidura de su hermano.
Miguel Ángel se despertó dos horas antes del amanecer, se vistió y se unió al cortejo que bajaba por la colina hacia la abadía, donde Giovanni había pasado la noche orando. Su corazón se encogió de angustia al ver que Lorenzo era conducido en una litera.
La pequeña iglesia brillaba a la luz de centenares de velas. Miguel Ángel se quedó junto a la puerta abierta observando el sol, que asomaba sobre el valle del Mugnone. Con aquellas primeras luces del día, Pico della Mirandola pasó junto a él, con una solemne inclinación de cabeza, seguido por un notario público de Florencia. Giovanni se arrodilló ante el altar para recibir el sacramento. Se cantó una misa mayor y el superior de la abadía bendijo los símbolos del nuevo rango de Giovanni: el manto y el sombrero de anchas alas con su larga borla. Se leyó el edicto del Papa por el cual se ordenaba la investidura, y luego el canónigo Bosso deslizó en el dedo del flamante cardenal el anillo con un zafiro, emblema de la fundación celestial de la iglesia.
Miguel Ángel abandonó la abadía y empezó a caminar por la senda que llevaba al camino de Florencia. En el Ponte di Mugnone se cruzó con una delegación de los más prominentes ciudadanos florentinos, a muchos de los cuales había conocido en las cenas del studiolo. Los seguía un nutrido grupo de ciudadanos más modestos y, como señal de que quizá las peores preocupaciones de Lorenzo podían considerarse terminadas, una gran parte del clero de Florencia, muchos de cuyos componentes él sabía que habían jurado fidelidad a Savonarola, y que ahora llegaban a la abadía con cantos y aclamaciones a pedir la bendición del nuevo cardenal Giovanni de Medici.
Aquella noche, en el palacio, hubo música y baile. Toda la población de Florencia fue alimentada y provista de vino y entretenimientos por los Medici.
Dos días después, Miguel Ángel se hallaba en la fila que había ido al palacio a despedirse del cardenal y su primo Giulio, que lo acompañaba a Roma. Giovanni bendijo a Miguel Ángel y lo invitó a que lo visitase, si alguna vez iba a Roma.
Toda la alegría salió del palacio con el cardenal. Lorenzo anunció su partida para Careggi. Durante su ausencia, Piero, su hijo, lo reemplazaría.