V

La semana siguiente cuando volvió a encontrar los tres florines de oro en el tocador, Miguel Ángel decidió no llevarlos a su casa. Fue a buscar a Contessina y la encontró en la biblioteca.

—Tengo que comprar un regalo —dijo.

—¿Para una dama?

—Para una mujer.

—¿Una joya?

—No. Es la madre de mis amigos los canteros de Settignano.

—¿Qué le parece un mantel bordado?

—Ya tienen un mantel.

—¿Tiene muchos vestidos?

—El que usó para su boda.

—Entonces, ¿un vestido negro para ir a misa?

—¡Excelente!

—¿Cómo es la mujer? Me refiero a sus medidas.

Él pareció confundido.

—Dibújemela.

Miguel Ángel sonrió.

—Con la pluma en la mano, lo sé todo, hasta las medidas de una mujer.

—Le diré a mi ama de cría que me lleve a la tienda para comprar unos metros de tela negra de lana. Mi costurera hará el vestido de acuerdo con su dibujo.

—¡Es muy bondadosa, Contessina!

Miguel Ángel se fue al mercado abierto de la Piazza Santo Spirito y compró regalos para los demás Topolino. Luego arregló con uno de los lacayos del sótano del palacio que pidiera prestado un caballo y aparejos. El domingo por la mañana, después de oír misa en la capilla del palacio, preparó una bolsa y partió para Settignano. Al principio pensó cambiar sus ropas por las viejas de trabajo para que los Topolino no creyesen que intentaba darse importancia, pero enseguida comprendió que sería una afectación.

La familia de canteros estaba sentada en la terraza que miraba sobre el valle y la casa de Buonarroti en la colina de enfrente, gozando de su tiempo semanal de ocio después de regresar de la misa en la iglesia de la pequeña aldea. Se sorprendieron tanto al verlo cabalgar por el camino hacia la casa que hasta se olvidaron de saludarle. También Miguel Ángel llegó en silencio. Desmontó y ató el caballo blanco a un árbol, tomó la bolsa y vació su contenido encima de la mesa, sin decir una palabra. Después de unos instantes de silencio, el padre le preguntó qué eran aquellos paquetes.

—Regalos —dijo.

—¿Regalos? —el padre miró a sus tres hijos por turno, ya que, salvo a los niños, los toscanos no hacen regalos.

—Durante cuatro años —dijo Miguel Ángel, emocionado— he comido el pan y bebido el vino de ustedes.

—Que te ganaste cortando piedra para nosotros —replicó el padre, muy serio.

—Mi primer dinero lo he llevado a casa, para los Buonarroti. Hoy les toca a los Topolino. Es mi segunda paga.

—¡Entonces te han hecho un encargo! —exclamó el abuelo.

—No. Lorenzo de Medici me da ese dinero todas las semanas para que lo gaste en lo que se me ocurra.

—Si tienes comida, cama y mármol que esculpir, ¿qué se te puede ocurrir?

—Algo que me proporcione placer.

—¿Placer? —La familia pareció meditar aquellas palabras, como si fueran una fruta desconocida para ellos—. ¿Qué clase de placer?

Ahora le tocó a Miguel Ángel meditar. Al cabo de unos segundos respondió:

—Entre otras cosas —dijo—, traerles cosas a mis amigos.

Lentamente, en medio de un gran silencio, comenzó a repartir los regalos.

—Para mi madre, un vestido negro para ir a misa. Para Bruno, un cinturón de cuero con hebilla de plata. Para Gilberto, una camisa amarilla y unas calzas. A nonno, el abuelo, una bufanda de lana para el invierno. Para papá Topolino, unas botas altas para trabajar en la caverna de Maiano. Enrico, me dijiste que cuando crecieras llevarías un anillo de oro. ¡Eccolo!

Durante un largo rato, se quedaron mirándolo, mudos. Luego, la madre entró en la casa para probarse el vestido; el padre se calzó las botas; Bruno se ciñó el cinturón; Gilberto se puso la camisa amarilla; el abuelo se enrollaba y desenrollaba la bufanda al cuello; Enrico montó en el caballo y se quedó inmóvil, contemplando su anillo.

Miguel Ángel se dio cuenta de que había otro paquete en la mesa. Perplejo, lo abrió y sacó un mantel de hilo. Recordó que Contessina le había dicho: «¿Qué le parece un mantel bordado?». La hija de Lorenzo había incluido aquel regalo en la bolsa como obsequio propio. Se sonrojó. ¡Dios mío! ¿Cómo podía explicarlo? Puso el mantel en manos de la señora Topolino.

—Y éste es un regalo de Contessina de Medici, para usted.

—¿Contessina de Medici? ¿Cómo es posible que ella me haya enviado esto? ¡Si no me conoce, ni sabe que existo!

—Sí, lo sabe. Yo le he hablado de los Topolino. Su costurera cosió este vestido.

El nonno se emocionó.

—¡Es un milagro! —dijo.

Y Miguel Ángel pensó: «Amén. Es cierto».

La agonía y el éxtasis
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