VII

El patio de trabajo del Duomo ocupaba todo el ancho de la manzana, desde la Vía dei Servi, por el norte, hasta la Vía del Orologgio, por el sur, limitado por un muro de ladrillo de unos dos metros cuarenta de alto. La mitad anterior, donde había estado el bloque Duccio, alojaba a los obreros que atendían el mantenimiento de la catedral; la mitad posterior se utilizaba para almacenar leña, ladrillos y guijarros para empedrar las calles.

Miguel Ángel deseaba estar cerca de los trabajadores, a fin de poder oír el ruido de sus herramientas y sus voces, pero al mismo tiempo podía estar aislado de ellos si así lo deseaba.

En el centro del patio posterior se alzaba un roble, y detrás de él, en la pared que se extendía hasta un pasaje sin nombre, una puerta de hierro, cerrada y oxidada. Aquella puerta estaba exactamente a dos manzanas de su casa. Si así lo quería podía trabajar en horas de la noche o en los días de fiesta, cuando el patio estuviese cerrado.

—Beppe —preguntó—, ¿está permitido usar esta puerta?

—Nadie lo ha prohibido. La cerré con llave yo mismo hace años porque empezaron a faltarme materiales y herramientas.

—¿Podría utilizarla yo?

—¿Y por qué no usa la entrada principal?

—Es que si fuera posible construir mi taller al lado de esta puerta, yo podría entrar y salir sin molestar a nadie.

Beppe meditó la idea hasta estar seguro de que Miguel Ángel lo quería para no cruzarse con él y sus obreros. Luego dijo:

—Muy bien. Lo haré. Dibújame los planos.

Miguel Ángel necesitaba unos diez metros a lo largo de la pared del fondo, con el suelo empedrado para que resistiese el peso de la fragua y del yunque, así como para mantener seca la leña. La pared de ladrillos tendría que levantarse otros tres metros, aproximadamente, para que nadie pudiera ver el bloque o espiarlo mientras trabajaba sobre el andamio. A cada lado, a una distancia de unos seis o siete metros, quería paredes bajas de madera, pero aquel recinto de trabajo estaría abierto por encima y por delante los nueve meses secos del año. El «Gigante» quedaría así bañado por la luz del sol.

Decidió mantener el taller de la plaza. Sería un lugar para refugiarse en los momentos en que quisiera alejarse del mármol. Argiento dormiría allí y trabajaría con él en el nuevo taller durante el día.

El bloque Duccio estaba tan seriamente trabajado a lo largo del centro longitudinal que todo intento de moverlo tal como estaba podría resultar fatal. Compró varios pedazos de papel de los tamaños mayores que encontró, los pegó sobre la cara del bloque horizontal y cortó una silueta, con sumo cuidado de medir exactamente la profundidad del corte. Luego llevó las dos hojas de papel al taller de la plaza e hizo que Argiento las fijase en la pared. Movió la mesa de trabajo, con el fin de que quedase de cara a la silueta de papel y comenzó a unir otras hojas para dibujar en ellas un boceto del David, con indicaciones de las partes del bloque que debían ser eliminadas y las partes que deberían usarse. De vuelta en el patio, eliminó mármol de los extremos superior e inferior del bloque, equilibrando el peso de modo que el bloque no tuviera peligro de quebrarse.

Examinó los dibujos que habían satisfecho a las Juntas, y llegó a la conclusión de que ya no le servían. Había superado aquellas etapas elementales de su pensamiento. Lo único que sabia con seguridad era que éste iba a ser el David que él había redescubierto y que aprovecharía la ocasión para crear toda la poesía y la belleza, el misterio y el inherente drama del cuerpo humano, el arquetipo y esencia de las formas correlativas.

Los griegos habían esculpido cuerpos de tan perfectas proporciones en su mármol blanco, y de tanta fuerza, que jamás podrían ser superados, pero aquellas figuras no tenían mente ni espíritu. Su David sería la encarnación de todo aquello por lo que había luchado Lorenzo de Medici, de aquello que la Academia Platón consideraba como legítima herencia del hombre; no una pequeña criatura pecadora, que vivía únicamente para lograr la salvación en la otra vida, sino una gloriosa creación, llena de belleza, fuerza, valor, sabiduría, fe en sus semejantes, con un cerebro, una voluntad y un poder interior para dar forma a un mundo lleno del fruto del intelecto creador del hombre. Su David sería Apolo, pero considerablemente superado; Hércules, pero en una medida considerablemente mayor; Adán, pero muchísimo más perfecto: el hombre más plenamente realizado que el mundo hubiera visto hasta entonces.

Durante las primeras semanas del otoño logró tan sólo respuestas fragmentarias. Cuanto más frustrado se sentía, más complicados hacia sus dibujos. Y el mármol permanecía silencioso e inerte.

Un día preguntó a Beppe:

—¿Podría comprarme un bloque más o menos de una tercera parte del tamaño de éste? Quiero hacer un modelo de mármol, en lugar de arcilla.

—No sé. Me ordenaron que le proporcionase obreros, material. Pero un bloque como el que quiere cuesta dinero.

Pero cumplió, como siempre. Miguel Ángel tuvo un bloque bastante bueno, en el que se puso a trabajar furiosamente, como si intentara resolver su problema a fuerza de golpes de martillo y cincel. Lo que surgió del mármol fue un hombre joven, primitivo, poderosamente constituido, con un rostro idealizado, pero al mismo tiempo indeterminado. Granacci, al ver la figura, dijo, con expresión confundida:

—No entiendo. Está ahí, con un pie sobre la cabeza yaciente de Goliat y al mismo tiempo tiene una piedra en la mano y con la otra sujeta la honda que tiene en el hombro. Veo que tienes las ideas un poco embarulladas, ¿por qué no vienes a pasar un par de días en mi villa?

Miguel Ángel levantó la cabeza y miró a su amigo con extrañeza. Era la primera vez que Granacci reconocía tener una villa.

—Te divertirás y así podrás olvidar a tu David por dos o tres días.

—Convenido. No recuerdo haber sonreído desde hace varias semanas.

—Tengo allí algo que te hará sonreír con toda seguridad.

Y era cierto: una muchacha de nombre Vermiglia, rubia, según la tradición florentina, los cabellos peinados hacia atrás para dar más amplitud a la frente. Resultó ser una deliciosa ama de casa, que los acompañaba en sus charlas de sobremesa por la noche, a la luz de los candelabros.

Miguel Ángel se sentó junto a la ventana de su habitación, insomne. Desde allí veía las torres y las cúpulas de Florencia. De vez en cuando se levantaba de la silla y paseaba por la habitación para volver luego a su vigilia de la ventana. ¿Por qué había esculpido dos estatuas de David, una de ellas ya triunfante sobre Goliat y la otra preparándose para arrojar la piedra con la honda? Ninguna pieza de escultura podía estar en dos momentos distintos del tiempo, como tampoco podía ocupar dos lugares en el espacio. Tendría que decidir cuál de los dos guerreros iba a esculpir en el bloque Duccio.

Al llegar el amanecer fue como si el primer rayo de sol penetrase en su cerebro para iluminarlo. Tendría que eliminar a Goliat. Su cabeza negra, muerta, salpicada de sangre, fea, no tenía lugar en una obra de arte. El significado pleno de David se oscurecía por el hecho de tener aquella cabeza eternamente encadenada a sus tobillos. Lo que David había hecho se convirtió en un acto físico que finalizó con la muerte de su adversario. Sin embargo, para él, eso era solamente una pequeña parte del significado de David, que podía representar la audacia del hombre en todas las fases de la vida: pensador, estudioso, poeta, artista, científico, estadista, explorador; un gigante de la mente, del intelecto, del espíritu y del cuerpo. Sin el detalle recordatorio de la cabeza de Goliat, podía permanecer como el símbolo del valor del hombre y su victoria sobre sus más importantes enemigos.

David tenía que aparecer solo, como lo había estado en el valle del Terebinto.

Aquella decisión lo dejó exaltado… y extenuado. Se metió entre las finas sábanas y cayó en un profundo sueño.

Estaba sentado en su taller frente al bloque y dibujaba la cabeza, el rostro y los ojos de David mientras se preguntaba:

«¿Qué siente David en este momento de conquista? ¿Gloria? ¿Satisfacción? ¿Se sentiría el hombre más fuerte del mundo? ¿Le inspiraría cierto desprecio Goliat y contemplaría con arrogancia la huida de los filisteos para volverse luego y aceptar las aclamaciones de los israelitas? ¿Qué podría encontrar en el David triunfante digno de ser esculpido? La tradición lo había representado siempre después del hecho. No obstante, David, después de la hazaña, era ciertamente un anticlímax, puesto que su gran momento había pasado ya».

«¿Cuál era entonces el David importante? ¿Cuándo se convirtió en un gigante? ¿Después de dar muerte a Goliat? ¿O en el momento en que decidió intentarlo? ¿Cuándo lanzaba con brillante y mortífera puntería la piedra de su honda? ¿O antes de entrar en batalla, cuando decidió que los israelitas tenían que ser liberados de su vasallaje a los filisteos? ¿No era la decisión más importante que el acto en sí?»

Para él, en consecuencia, era la decisión de David la que lo convertía en un gigante, no el hecho de matar a Goliat. Había cometido el error de fijar y concebir a David en el momento equivocado.

¿Cómo había podido ser tan estúpido, tan ciego? David, representado después de la muerte de Goliat, no podía ser más que el David bíblico, un individuo especial. Pero él no se conformaba con retratar un hombre; él buscaba el hombre universal. A todos los hombres que desde el principio de los tiempos habían afrontado la decisión de pelear por la libertad.

Era ése el David que él había estado buscando, aprehendido en la exultante cima de su resolución, reflejando todavía las emociones de temor, vacilación, repugnancia, duda; el hombre a quien importaba poco el choque de las armas y la recompensa material; el hombre que, por haber dado muerte a Goliat, quedaría comprometido de por vida a guerrear y a las consecuencias de la guerra: el poder. David tenía que saber que el hombre que se entregaba a la acción se vendería a un inexorable amo que le ordenaría todos los días y años de su vida. Sabría, intuitivamente, que nada de lo que ganase como recompensa por una acción, ningún reino, o poder, o riqueza, compensaría a un hombre la pérdida de su aislamiento. Aquel concepto abrió amplios horizontes a Miguel Ángel. Desde ese instante dibujó con autoridad y fuerza; modeló en arcilla una figura de cuarenta y cinco centímetros de altura. Sus dedos no podían seguir la alocada carrera de sus pensamientos y emociones. Y con asombrosa facilidad, intuyó en qué lugar del bloque se hallaba David. Las limitaciones de aquella pieza de mármol comenzaron a presentársele como ventajas y forzaron en su mente una simplicidad de diseño que quizá no se le habría ocurrido nunca de haber sido perfecto el bloque. ¡Y el mármol adquirió entonces vida entre sus manos!

Cuando se cansaba de dibujar, se unía a sus amigos para pasar unas horas de charla. Sansovino se trasladó al taller del Duomo para comenzar a esculpir un mármol de San Juan bautizando a Cristo que habría de ser colocado sobre la puerta Este del Baptisterio. Estableció su pequeño taller entre el de Miguel Ángel y el que ocupaban los canteros de Beppe. Cuando Rustici se aburría de trabajar solo en sus dibujos para una cabeza de Boccaccio y una Anunciación en mármol, iba al patio y dibujaba con Miguel Ángel o Sansovino. Después, en el mismo patio, se les unió Baccio para diseñar un crucifijo que esperaba que le fuese encargado para la iglesia de San Lorenzo. Bugiardini traía comida caliente, en cazuelas, de una hostería cercana, y así los ex aprendices pasaban horas de camaradería, mientras Argiento servia la comida en la mesa de trabajo de Miguel Ángel, arrimada a la pared del fondo.

De cuando en cuando, Miguel Ángel subía por las colinas e iba a Fiesole para dar al pequeño Luigi Ridolfi una lección de pietra serena. El niño parecía gozar plenamente. Se parecía mucho a su tío Giuliano y tenía la viveza e inteligencia de Contessina.

—Se porta maravillosamente con Luigi, Miguel Ángel —observó Contessina un día—. Giuliano también lo amaba. Algún día usted tendrá un hijo suyo…

Miguel Ángel movió la cabeza negativamente. Luego dijo:

—No, Contessina. Como la mayoría de los artistas, soy un mendigo. Termino un encargo y tengo que salir a buscar el siguiente, y trabajar en cualquier ciudad: Roma, Nápoles, Milán o Portugal, como lo hizo Sansovino. Y ésa no es vida para una familia.

—Creo que se trata de algo más profundo —dijo Contessina con su débil pero firme voz—. El mármol es su esposa. El Baco, la Piedad, el David, son sus hijos. Mientras esté en Florencia, Luigi será como su hijo. Los Medici necesitan amigos. Y los artistas también.

El cardenal Piccolomini envió un representante a Florencia para que viese las estatuas destinadas al altar de Bregno. Miguel Ángel le enseñó las ya terminadas de San Pedro y San Pablo, y los bocetos de los papas, que prometió terminar pronto. Al día siguiente, Baccio llegó al taller, muy sonriente. Se le había otorgado el encargo del crucifijo. Como San Lorenzo no podía proporcionarle un lugar para trabajar, pidió a Miguel Ángel que le permitiera compartir con él el pequeño taller de la plaza.

—En lugar de pagarte alquiler, te podría terminar los dos papas, de acuerdo con tus dibujos. ¿Qué me dices?

Esculpió las dos piezas a satisfacción de Miguel Ángel, quien consideró que, con las cuatro estatuas terminadas y el San Francisco, el cardenal Piccolomini le daría un respiro. Cuando Baccio comenzó a tallar su crucifijo, Miguel Ángel se alegró de haber accedido a su petición: su trabajo era honesto y lleno de sentimiento.

Giuliano da Sangallo volvió de Savona, donde había completado un palacio para el cardenal Royere en una finca de la familia. Al salir de Savona, había sido interceptado y hecho prisionero durante seis meses por los Pisano. Fue necesario pagar trescientos ducados por su rescate. Miguel Ángel lo visitó en el hogar familiar.

—Cuénteme algo de su diseño para el «Gigante» —pidió Sangallo—. Además, le agradecería que me dijese si sabe de alguna obra arquitectónica interesante en Florencia.

—Hay varias de gran urgencia —dijo Miguel Ángel—. Una mesa giratoria lo suficientemente fuerte para soportar un bloque de mármol de mil kilos, con el fin de que yo pueda iluminarlo con el sol como más me convenga, un andamio de cerca de cinco metros para poder cambiar de altura a mi antojo y trabajar alrededor del bloque.

Sangallo rió.

—Será mi mejor cliente —dijo—. A ver, deme pluma y papel. Lo que necesita es una serie de cuatro torres con estantes abiertos para colocar tablones en la dirección que le convenga, así, ¿ve? En cuanto a su mesa giratoria, ésa es una tarea de ingeniería…

La agonía y el éxtasis
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