X
El convenio con Argiento se desarrollaba bien, salvo que algunas veces Miguel Ángel no podía discernir quién era el maestro y quién el aprendiz. Argiento había sido educado con tanto rigor por los jesuitas, que Miguel Ángel no podía cambiar sus costumbres: levantarse antes del amanecer para barrer y fregar el suelo, estuviera sucio o no; hervir el agua para lavar la ropa todos los días y fregar cacharros y platos con arena del río después de cada comida.
—Argiento, eres demasiado limpio. El estudio puedes lavarlo una vez a la semana. Es suficiente.
—No —respondió Argiento—. Todos los días, antes del amanecer. Así me lo han enseñado.
El niño se estaba relacionando con las familias de contadini que llegaban diariamente a Roma con productos de la campiña. Los domingos caminaba kilómetros y más kilómetros para visitarlas y, en particular, para ver sus caballos. Lo que más echaba de menos de su granja en el valle del Po eran los animales.
Fue necesario un accidente para que Miguel Ángel se diese cuenta del cariño que le profesaba el muchacho. Estaba inclinado sobre un yunque en el patio templando sus cinceles, cuando saltó una esquirla de acero y se le introdujo en una pupila. Entró tambaleante en la casa. El ojo le ardía como si tuviese en él un carbón encendido. Argiento lo hizo acostarse sobre la cama, llevó una palangana de agua caliente, empapó en ella un trapo blanco y limpio y se dedicó a extraer la esquirla. Pero no salía. Argiento no se separó de su lado. Constantemente tenía preparada agua caliente y compresas que aplicó durante toda la noche.
Al segundo día, Miguel Ángel empezó a preocuparse, y en la noche de ese día estaba francamente asustado: no podía ver absolutamente nada con el ojo afectado. Al amanecer, Argiento se dirigió a casa de Jacopo y éste llegó junto a Miguel Ángel poco después, con su médico, el maestro Lippi, que llevaba una jaula de palomas vivas. Pidió a Argiento que sacase una de las palomas, le cortase una gruesa vena que encontraría debajo de una de sus alas y dejase que la sangre penetrase en el ojo lesionado.
El cirujano volvió al anochecer, cortó la vena de una segunda paloma y lavó de nuevo el ojo con la sangre. Durante todo el día siguiente, Miguel Ángel sintió que la esquirla se movía y, al caer la tarde, fue posible sacarla. Argiento no había dormido durante setenta horas.
—Estás cansado —le dijo Miguel Ángel—. ¿Por qué no te vas unos días?
A Argiento se le iluminaron los inflexibles rasgos:
—Me voy a ver los caballos.
Al principio la gente que entraba y salía de la Hostería del Oso, frente a su casa, era una molestia para Miguel Ángel por el ruido de sus caballos y carros sobre la calle empedrada, los gritos y la babel de una docena de dialectos. Pero ahora ya le producían placer aquellos interesantes personajes que procedían de toda Europa y vestían toda clase de ropajes, algunos exóticos. Le servían como una especie de interminable fuente de modelos que él podía dibujar observándolos por la ventana abierta.
El ruido de la calle, los adioses y bienvenidas le hacían compañía sin violar su aislamiento. Al vivir aislado como lo hacía, el sentir la existencia de otras personas en el mundo le resultaba agradable.
En sus dibujos a pluma para la Piedad, había tachado los espacios negativos, aquellas partes del bloque de mármol que debía eliminar. Al mismo tiempo, en el dibujo incluía indicaciones sobre la clase de herramientas que debía utilizar para esculpir. Una vez con el martillo y el cincel en las manos, le resultaba desagradable aquella tarea, pues estaba impaciente porque llegara al momento en que los primeros rasgos de la imagen sepultada en el bloque apareciesen en la superficie para convertir el bloque en una fuente de vida que se comunicara con él. Después, desde el espacio exterior del bloque, penetró de lleno en la composición. Una vez que hubiese completado la escultura, la vida vibraría hacia afuera, desde las figuras. Pero en aquella etapa inicial la acción era contraria: el punto de entrada en el mármol tenía que ser una fuerza que aspirara espacio, atrayendo hacia dentro su mirada y atención. Se había decidido en favor de un bloque tan grande porque quería esculpir con abundancia de mármol. No quería tener que comprimir parte alguna de sus formas, como lo había tenido que hacer con el Sátiro del Baco.
Penetró en el bloque por el costado derecho de la cabeza de la Virgen, y trabajó hacia la izquierda, con la luz del norte a su espalda. Hizo que Argiento lo ayudase a mover el bloque sobre su base y así pudo conseguir que las sombras cayesen exactamente en los lugares donde tenía que esculpir cavidades, un juego de luz y sombra que le indicaba dónde tenía que eliminar mármol, porque el que extraía del bloque también era escultura que creaba sus propios efectos.
Y ahora tenía que profundizar audazmente en la piedra para encontrar las principales características de las figuras. El peso del material sobre la cabeza de María, quien la inclinaba hacia abajo para mirar la mano de Cristo cruzada sobre el corazón, forzaba la atención hacia el cuerpo tendido en su regazo. La ligera banda que se extendía entre los pechos de la Virgen era como una apretada cinta que constriñese y aplastase un palpitante corazón. Las líneas del manto se dirigían hacia la mano de María, con la cual sostenía a su hijo con firmeza, tomándolo de una axila; y de allí a los rasgos humanos del cuerpo de Cristo, a su rostro, serenamente cerrados los ojos en profundo sueño, recta pero plena su nariz, firme el mentón, llena de angustia la boca.
Como la Virgen estaba mirando a su hijo, todos los que contemplasen la estatua tendrían que mirar el rostro maternal para ver en él la tristeza, la compasión hacia todos los hijos de la humanidad, preguntándose con tierna desesperación: «¿Qué podría haber hecho yo por Él?». Y desde lo más profundo de su amor: «¿A qué fin ha servido todo esto si el hombre no puede ser salvado?».
Todos cuantos le viesen sentirían cuán insoportablemente pesado era el cuerpo de su hijo muerto que yacía sobre su regazo, pero cuánto más pesada era la carga que atribulaba su corazón.
No era común combinar dos figuras de tamaño natural en la misma escultura y resultaba revolucionario colocar a un hombre formado en el regazo de una mujer. Desde ese punto de partida, dejó atrás todos los conceptos convencionales de la Piedad. Eliminó las lúgubres angustias de la muerte, presentes en todas las esculturas anteriores del mismo tema, y cubrió sus dos figuras con una suave tranquilidad. La belleza humana podía revelar lo sagrado tan claramente como el dolor. Y al mismo tiempo podía exaltarlo.
Era necesario que persuadiese al mármol a decir todo eso y mucho más. Si el resultado era trágico, entonces era doble su obligación de bañar sus figuras en belleza, una belleza que su propio amor y dedicación podían igualar con este impecable bloque de mármol blanco. Cometería errores, pero serian cometidos con manos llenas de amor.
El invierno cayó sobre Roma como el estallido de un trueno: frío, húmedo, crudo. Como había previsto Buonarroto, aparecieron goteras en la habitación. Miguel Ángel y Argiento trasladaron el banco de trabajo y la cama a los lugares secos y entraron la fragua del patio a la habitación.
Miguel Ángel compró un brasero de hierro, que colocó debajo de su banco, y con ello consiguió calentarse. Pero en cuanto se levantaba para ir a otra parte de la habitación, se le helaba hasta la sangre. Tuvo que mandar a su ayudante a comprar otros dos braseros y cestas de carbón, lo que constituía un gasto que apenas podía permitirse. Cuando sus dedos se endurecían de frío intentaba esculpir poniéndose unos guantes de lana.
Un domingo, Argiento regresó acalorado y extraño. A eso de medianoche tenía mucha fiebre. Miguel Ángel lo tomó en brazos y lo trasladó del catre a su propia cama. A la mañana, el muchacho deliraba y sudaba a mares. Miguel Ángel lo secó con una toalla y varias veces tuvo que impedirle a la fuerza que se levantase.
Al amanecer, llamó a un transeúnte y le pidió que fuera a buscar a un médico. Este apareció en la puerta, se detuvo y exclamó:
—¡Es la epidemia! ¡Quemen todo cuanto haya tocado el enfermo desde que llegó de la calle! —y se fue a todo correr.
Miguel Ángel envió un mensaje a Galli, quien mandó al maestro Lippi. Éste miró al muchacho y dijo, burlón:
—¡Tonterías! ¡Esto no es la epidemia ni cosa parecida! ¿Ha estado este muchacho por los alrededores del Vaticano últimamente?
—Sí, el domingo.
—Y probablemente habrá bebido agua estancada de la que hay en la zanja, al pie del muro. Vaya a los monjes franceses del Monte Esquilmo. Hacen unas píldoras glutinosas muy eficaces…
Rogó a un vecino que se quedase junto al enfermo. Necesitó casi una hora, bajo la lluvia torrencial, para cruzar la ciudad y subir hasta el monasterio. Las píldoras aliviaron el fuerte dolor de cabeza de Argiento, y Miguel Ángel creyó que el mal iba cediendo. Argiento pasó dos días más tranquilo, pero al tercero volvió el delirio.
Al finalizar la semana, Miguel Ángel estaba extenuado. Había llevado el catre del muchacho a su habitación y dormía algunos instantes aprovechando que Argiento se adormecía también, pero peor que la falta de sueño era el problema del alimento, pues no quería dejar solo al joven.
Balducci llamó a la puerta, vio al enfermo y dijo:
—¡No puedes tenerlo aquí! Pareces un auténtico esqueleto. ¡Llévalo al hospital del Santo Spirito!
—¿Para dejarlo morir allí?
—¿Y por qué ha de morir antes en el hospital?
—Porque los enfermos no reciben allí los cuidados necesarios.
—¿Y qué clase de cuidados tiene aquí, doctor Buonarroti?
—Por lo menos, yo lo mantengo limpio, lo cuido… Él también me cuidó cuando me lastimé el ojo. ¿Cómo puedo abandonarlo en manos ajenas? ¡Eso no sería cristiano!
—Si insistes en suicidarte, vendré todas las mañanas a traerte alimentos antes de ir al Banco.
Miguel Ángel lo miró, agradecido:
—Balducci —dijo—. Tú eres un falso cínico… Aquí tienes dinero, cómprame unas toallas y un par de sábanas.
Se volvió y vio que Argiento lo miraba.
—¡Voy a morir! —dijo el muchacho.
—¡De ninguna manera! ¡No hay nada capaz de matar a un campesino, si no es una montaña que se le caiga encima!
La enfermedad persistió todavía durante tres semanas más. Lo que más le dolía a Miguel Ángel era la pérdida de aquel mes de trabajo, y empezó a preocuparle el temor de no poder terminar la escultura en el plazo establecido.
El invierno fue piadosamente corto en Roma. Para marzo la campiña estaba inundada ya por la brillante luz solar. Y con el tiempo más tibio llegó el cardenal de San Dionigi para ver cómo avanzaba la obra de la Piedad. Cada vez que Miguel Ángel veía al prelado, le parecía que había en él más ropa que cuerpo. Preguntó al joven si había recibido puntualmente los pagos, y Miguel Ángel contestó afirmativamente. Los dos se detuvieron ante el macizo bloque blanco que estaba en el centro de la habitación. Las figuras tenían todavía un aspecto tosco, y quedaba mucho mármol a modo de protección de las partes más salientes de la escultura, pero los dos rostros aparecían bastante esculpidos ya y eso era lo que más le interesaba al cardenal.
—Dígame, hijo mío —preguntó cariñosamente—. ¿Cómo es que el rostro de la Virgen se mantiene tan joven, más aún que el de su hijo?
—Eminencia, me pareció que la Virgen María no envejecería jamás. Era una mujer pura y por ello mantuvo la frescura de la juventud.
Al cardenal le pareció muy satisfactoria la respuesta.
—Espero que terminará la escultura en agosto. Mi mayor deseo es oficiar una misa en San Pedro el día de su inauguración.