VI
Empezó a trabajar impulsado por un furioso deseo de terminar casi antes de empezar. Lapo y Lotti sabían lo que podía fundirse y le aconsejaron sobre la estructura técnica del armazón para el modelo de cera y la composición del modelo ampliado de arcilla. Trabajaron juntos en la fría habitación, que el fuego de Argiento calentaba sólo en un radio de poco más de un metro. Cuando llegase el buen tiempo volvería al patio cerrado de San Petronio. Necesitaría ese espacio abierto cuando Lapo y Lotti empezasen a construir el gigantesco horno para fundir la figura de bronce de cuatro metros.
Aldrovandi le envió modelos e hizo correr la voz de que los que más se pareciesen al Papa Julio II recibirían un salario especial. Dibujó desde el amanecer hasta la noche. Argiento hacía la limpieza de la casa y cocinaba.
Lotti construyó un pequeño horno de ladrillo para probar cómo se fundían los metales locales. Y Lapo hacia las compras de provisiones y pagaba a los modelos.
Aunque no consideraba que modelar en arcilla fuese escultura auténtica, pues era el arte de agregar, estaba aprendiendo también que su carácter no le permitía realizar un trabajo mediocre. Aunque detestaba el bronce, sabia que tendría que hacer la estatua del Papa tan buena como se lo permitiesen su talento y habilidad, aunque para ello tuviese que emplear el doble de tiempo. Era una víctima de su propia integridad, que le imponía la obligación de hacer siempre lo mejor, incluso en aquellos casos en que hubiese preferido no hacer nada.
Su único gozo era Clarissa. A pesar de que a menudo trabajaba hasta ya entrada la noche, siempre se las arreglaba para ir a pasar dos noches por semana con ella. Llegase a la hora que llegase, siempre encontraba algo que comer junto a la chimenea, listo para ser calentado.
—No come casi nada —dijo ella un día, al ver que empezaban a notársele los huesos de las costillas—. ¿Es que Argiento no cocina bien?
—Más que eso es que el tesorero del Papa me ha negado dinero tres de las veces que se lo he pedido. Dice que mis listas de compra contienen precios que no son reales; sin embargo, Lapo detalla todo lo que compra.
—¿No podría venir aquí todas las noches a cenar? Así, por lo menos comería bien una vez al día.
La abrazó, y besó sus labios húmedos. Ella devolvió el beso. Y agregó:
—Bueno, ahora basta de hablar de cosas serias. En mi casa, quiero que se sienta completamente feliz.
—Usted cumple sus promesas mucho mejor que el Papa. Espero que él, cuando se vea reproducido en una estatua de bronce de cuatro metros, quedará tan satisfecho que me amará también. Sólo de esa manera podré volver a esculpir mis bloques de mármol.
—¿Tan exquisitos son?
—No tanto como usted…
El correo llegaba irregularmente por el paso Futa. Miguel Ángel esperaba siempre con interés noticias de su familia, pero casi lo único que recibía eran solicitudes de dinero. Ludovico había encontrado una granja en Pozzolático, una propiedad de buena renta, pero había que pagar una cantidad inmediatamente para tener opción a ella. Si Miguel Ángel pudiera enviarle quinientos florines…, o aunque sólo fueran trescientos… De Buonarroto y Giovansimone, que trabajaban juntos en el negocio de lanas de la familia Strozzi, apenas le llegaba una carta sin una línea que dijese: «Nos has prometido comprarnos un negocio. Estamos cansados de trabajar para extraños. Queremos ganar mucho dinero…».
Y Miguel Ángel contestaba: «En cuanto vaya a Florencia los estableceré o haré que ingresen como socios en alguna empresa ya establecida. Trataré de conseguir dinero para ese adelanto de la granja. Creo que estaré listo para fundir la estatua más o menos a mediados de Cuaresma. Rogad a Dios que todo salga bien, pues si es así creo que me irá bien con el Papa…».
Pasó muchas horas siguiendo al Papa por todas partes para dibujarlo en infinidad de posturas. Y luego regresaba al taller para modelar en cera o arcilla cada una de aquellas posturas.
—¿Cuándo veré algo hecho, Buonarroti? —le preguntó el Papa un día de Navidad, después de oficiar misa en la catedral—. No sé cuánto tiempo más tendré la corte aquí. Necesito volver a Roma. Informadme cuando estéis listo, e iré a vuestro taller.
Alentado por aquella promesa, Miguel Ángel, con la ayuda de Lapo y Lotti, trabajó día y noche en la construcción del armazón de madera, al que añadió después la arcilla, poco a poco, a espátula, para crear el modelo sobre el que habría de ser fundido el bronce. Capturado por el calor de su propia creación, proseguía la tarea veinte horas diarias, después de lo cual se arrojaba sobre la cama como un muerto, entre Argiento y Lotti. En la tercera semana de enero, visitó al Papa.
—Si Vuestra Santidad lo desea, podréis venir a mi taller. El modelo está listo para vuestra aprobación.
—¡Excelente! Iré esta misma tarde.
—Gracias… ¿Podríais llevar con vos a vuestro tesorero? Parece que cree que yo puedo hacer esta estatua con salchichas boloñesas.
Julio II llegó a media tarde acompañado por messer Carlino. Miguel Ángel había puesto una piel sobre su mejor silla, en la que se sentó el Papa. Éste pareció satisfecho. Dio varias vueltas alrededor del modelo y comentó la exactitud y la cualidad de vida de la figura. Luego se detuvo y miró perplejo el brazo derecho de la estatua, que estaba levantado en un gesto altivo y casi violento.
—Buonarroti, esta mano ¿está bendiciendo o maldiciendo?
—Conmina a los boloñeses a ser obedientes, aun después de que Vuestra Santidad haya regresado a Roma. ¿Qué sostendrá la mano izquierda?
—¿No podría el Santo Padre tener en ella las llaves de la nueva iglesia de San Pedro?
—¡Bravissimo! —exclamó el Pontífice—. Tendremos que extraer grandes sumas de todas las iglesias para su construcción, y ese símbolo de las llaves contribuirá.
Miguel Ángel miró a Carlino y dijo:
—Tengo que comprar de trescientos a cuatrocientos kilos de cera para crear el modelo definitivo.
El Papa autorizó la compra y se retiró. Miguel Ángel envió a Lapo a buscar la cera. Lapo regresó enseguida.
—No puedo conseguirla por menos de nueve florines y medio el centenar de kilos. Será mejor que compremos inmediatamente, porque me parece una ganga.
—Vuelva y dígales que rebajen el medio florín.
—Ya me han dicho que no les es posible.
A Miguel Ángel le llamó la atención un extraño tono en la voz de Lapo. En un momento en que éste estaba ocupado, envió a Argiento a pedir precio a la misma tienda. Argiento volvió y le dijo en voz baja:
—Sólo piden ocho florines y medio, y además me harán un descuento como comisión.
—Ya me parecía —dijo Miguel Ángel—. El rostro honrado de Lapo me ha engañado.
Había oscurecido ya cuando llegó el carro cargado con la cera. Una vez que se hubo retirado, Miguel Ángel enseñó la factura a Lapo y dijo:
—Ha estado engañándome en los precios desde que realizó la primera compra.
—¿Y por qué no habría de hacerlo, cuando paga tan poco salario? —respondió el toscano imperturbable.
—¿Poco salario? En las últimas seis semanas le he dado veintisiete florines, o sea, mucho más de lo que ganaba en el Duomo.
—Si, ¡pero vivimos tan miserablemente aquí! ¡Casi no se come en esta casa!
—Entonces, vuélvase a Florencia —replicó Miguel Ángel amargamente—. Allí vivirá mejor.
—¿Me despide? ¡No puede hacerlo! ¡Me quejaré a la Signoria! Y además, contaré a toda Florencia lo avaro que es usted.
Comenzó a empaquetar sus efectos. Lotti se acercó a Miguel Ángel y dijo como disculpándose:
—Tendré que irme con él.
—¿Por qué, Lotti? Usted no ha hecho nada malo. Hemos sido amigos.
—Si, lo admiro, messer Buonarroti, y espero que alguna vez me será posible volver a trabajar para usted. Pero he venido con Lapo y debo volver con él.
Aquella noche, solos en la mesa, Miguel Ángel y Argiento no pudieron comer el stufato que había preparado el muchacho. Miguel Ángel esperó que Argiento se durmiese y se fue a casa de Clarissa, a quien encontró dormida. Nervioso, muerto de frío, temblando además de frustración e ira, trató de entrar en calor abrazándose al cuerpo de ella. Pero eso fue todo. La infelicidad no es un clima propicio para el amor.