VIII

En los pocos días transcurridos desde su regreso a Florencia, se enteró de cómo Soderini tenía excelentes motivos para estar satisfecho de sí mismo: por mediación de su embajador ambulante, Niccolo Machiavello, Florencia había concertado una serie de tratados de amistad que permitirían a la ciudad-estado vivir en paz y prosperar.

—Todas las informaciones que recibimos de Bolonia y del Vaticano nos dicen que el Papa está encantado… —dijo a Miguel Ángel.

Gonfaloniere, los cinco años que pasé esculpiendo el David, la Madonna para Brujas y los medallones fueron los más felices de mi vida. Sólo ansío una cosa: volver a esculpir mármol.

—La Signoria sabe expresar su gratitud. Se me ha autorizado a ofrecerle un encargo hermoso: un gigantesco Hércules, que haga juego con su David. Con una de esas figuras a cada lado de la portada principal del Palazzo della Signoria, la nuestra será la entrada al edificio de gobierno más noble del mundo.

Miguel Ángel no pudo responder, porque se le había hecho un nudo en la garganta. ¡Un gigantesco Hércules! Aquello representaba todo cuanto tenía de más potente y hermoso la cultura clásica de Grecia. Se le brindaba la oportunidad de establecer el eslabón que uniría a Pericles y Lorenzo de Medici, a la vez que avanzar en sus primitivos experimentos con una estatua de Hércules. Temblaba de emoción.

—¿Podría conseguir que se me devolviese mi casa y mi taller para esculpir esa estatua? —preguntó.

—Ahora está alquilada, pero el contrato expira pronto. Le cobraré ocho florines mensuales de alquiler. Cuando comience a esculpir los apóstoles, la casa será suya otra vez.

—En ella viviré y esculpiré el resto de mi vida. ¡Qué Dios oiga estas palabras mías!

Soderini le preguntó, ansioso:

—¿Y qué hay de los mármoles de la tumba del Pontífice, en Roma?

—Ya he escrito a Sangallo, quien le ha informado al Papa de que sólo volveré a Roma para modificar el contrato y traerme a Florencia los bloques. Los trabajaré todos a la vez: Moisés, Hércules, San Mateo, los Cautivos…

—Ha llegado el momento de que consiga liberarlo de la tutela paterna, Miguel Ángel —dijo Soderini—. Quiero que él lo acompañe a un notario para firmar su emancipación legal. Hasta ahora, el dinero que ha ganado ha sido legalmente de su padre. Después de la emancipación, será suyo y podrá manejarlo. Lo que dé entonces a su padre será un regalo, no una obligación.

Miguel Ángel conocía todos los defectos de Ludovico, pero lo amaba y compartía con él el orgullo del apellido familiar, el deseo de reconquistar su antiguo lugar en la sociedad de Toscana. Movió la cabeza lentamente, en un gesto negativo.

—No servirá de nada, gonfaloniere. De todas maneras, tendría que darle el dinero, aunque fuese mío.

—Obtendré una audiencia con el notario —insistió Soderini—. Ahora, respecto del mármol para el Hércules, le escribiré a Cuccarello, el dueño de la cantera, informándole de que debe entregarle el bloque mayor y más puro que sea posible conseguir en todas las canteras.

Cuando regresaron del notario, Ludovico dijo con lágrimas:

—Miguel Ángel, ¿nos abandonarás ahora? Prometiste a Buonarroto y Giovansimone que les instalarías una casa de comercio. Necesitamos comprar más granjas para aumentar nuestros ingresos…

—Haré siempre cuanto pueda por la familia, padre. ¿Qué otra cosa tengo? Mi trabajo y mi familia.

Reanudó sus amistades en la Compañía del Crisol. Rosselli había muerto, Botticelli estaba demasiado enfermo para asistir a las reuniones, por lo cual se habían elegido nuevos miembros jóvenes, entre ellos Ridolfo Ghirlandaio, Sebastiano da Sangallo, Iranciabigio, Jacopo Sansovino y Andrea del Sano, un brillante pintor. Granacci había terminado dos trabajos que le ocuparon varios años: Madonna Con San Juan niño y San Juan evangelista en Patmos.

Se enteró de que la suerte de Contessina había mejorado considerablemente. Con la creciente popularidad e importancia del cardenal Giovanni en Roma, la Signoria permitió a la familia Ridolfi que se trasladase a una villa mucho más amplia, donde tenía más comodidades. El cardenal Giovanni enviaba todo el dinero y provisiones que necesitaban. Se permitía a Contessina que bajase a Florencia cuando lo deseara, pero no a Ridolfi.

Lo sorprendió mirando su David y preguntó:

—¿Todavía le parece bueno? ¿No se ha agotado aún el placer que le produce verlo?

Miguel Ángel se volvió rápidamente al oír la voz. Contessina estaba sonrosada por la caminata al fresco aire de marzo. Su cuerpo había engordado un poco y le daba un aspecto más sano.

—¡Contessina! —exclamó él—. ¡Qué bien está! ¡Qué alegría verla!

—¿Qué tal dejó Bolonia?

—Para mí, fue el Infierno de Dante.

—¿Todo él? —al oír la pregunta, Miguel Ángel se sonrojó y ella añadió—: ¿Cómo se llamaba ella?

—Clarissa.

—Entonces, ¿ha conocido el amor, o parte de él?

—Plenamente.

—Permítame que lo envidie —replicó Contessina, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

Soderini le adelantó doscientos florines a cuenta de futuros trabajos. Miguel Ángel fue a ver a Lorenzo Strozzi, a quien conocía desde que su familia había adquirido el Hércules. Strozzi se había casado con Lucrezia Rucellai, hija de Nannina, hermana de Il Magnifico, y de Bernardo Rucellai, primo de Miguel Ángel. Le dijo que podía invertir una pequeña suma a nombre de sus hermanos, para que pudieran empezar a compartir los beneficios del negocio.

—Perfectamente, Buonarroti —respondió Strozzi—. Y si en cualquier momento desea que sus hermanos abran una casa comercial propia, nosotros les proveeremos de lana de nuestros establecimientos de Prato.

Se dirigió al taller del Duomo y fue recibido ruidosamente por Beppe y sus canteros.

—Quisiera que me ayudasen a mover el San Mateo —les pidió.

Sus primeros bocetos del santo lo habían representado como un tranquilo estudioso, con un libro en una mano y apoyada en la otra la reflexiva barbilla. Aunque había penetrado ya en la pared frontal del bloque, la incertidumbre le impidió ahondar más. Y ahora comprendía por qué. No podía encontrar un Mateo histórico. El suyo no había sido el primer Evangelio escrito, pues había absorbido mucho de Marcos; se decía que había estado muy allegado a Jesús, a pesar de lo cual no escribió su Evangelio hasta cincuenta años después de la muerte del Maestro…

Fue con su problema al prior Bichiellini. Los profundos ojos azules del monje se habían agrandado tras los gruesos cristales de sus gafas y su rostro estaba consumido por la edad.

—¿Qué debo hacer, padre? —preguntó.

—Tiene que crear su propio Mateo, tal como creó el David y la Piedad. Aléjese de los libros: la sabiduría está en usted. Lo que esculpa sobre Mateo será la verdad.

Comenzó de nuevo, buscando un «Mateo» que simbolizase al hombre en su tortuosa búsqueda de Dios. ¿Podría esculpirlo en un movimiento espiral ascendente, tratando de abrirse paso fuera del mármol, de la misma manera que el hombre luchó para liberarse de la montaña de piedra del politeísmo en la que había yacido encadenado? Diseñó la rodilla izquierda de Mateo empujando enérgicamente contra la piedra, como si intentase liberar al torso de su prisión, los brazos arrimados al cuerpo, la cabeza vuelta en agonía hacia un costado, en busca de una vía de huida.

Por fin se hallaba de nuevo ante el bloque y se sentía otra vez completo. La fiereza de su júbilo impulsaba el cincel contra el mármol como un rayo a través de densas nubes. Esculpía con una fiebre tan ardiente como la de la fragua en la que templaba sus herramientas. El mármol y la carne de Mateo se tornaron una sola cosa, y el santo se proyectaba fuera del bloque por la pura fuerza de su voluntad, para lograr un alma con la que elevarse basta Dios.

Sediento de un estado de animo más lírico, volvió a la Nuestra Señora que destinaba a Taddei y esculpió el redondo marco, el sereno y encantador rostro de María y el niño Jesús tendido sobre su regazo. Y un día llegó la noticia de que el Papa Julio II deseaba que Florencia celebrase un jubileo de Culpa y Castigo, a fin de reunir fondos para la construcción de la nueva iglesia de San Pedro.

—Me han encargado las decoraciones —anunció Granacci alegremente.

Un jubileo para pagar la iglesia que construiría Bramante no podía ser agradable a Miguel Ángel. Estaba anunciado para abril, y él juró huir de la ciudad y pasar aquellos días con los Topolino. Pero el Papa intervino de nuevo para malograr sus planes.

—Acabamos de recibir una nota del Pontífice —dijo Soderini—. Está sellado, como ve, con el anillo del Pescador. Pide que vaya a Roma, pues tiene buenas noticias que darle.

—Eso sólo puede significar que me permitirá esculpir de nuevo.

—¿Irá?

—Mañana. Sangallo me ha escrito para decirme que el segundo cargamento de mármoles está en la Piazza San Pietro, expuesto a los elementos. Quiero sacarlo de allá cuanto antes.

La agonía y el éxtasis
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