II

Al revolverse intranquilo en su lecho aquella noche, se preguntó: «¿De dónde voy a sacar las fuerzas suficientes para pintar una pared mayor que los paneles de la Capilla Sixtina pintados por Ghirlandaio, Botticelli y Perugino juntos?». No tendría que pintar tumbado hacia el techo, pero la pared llevaría tanto tiempo como la bóveda y lo dejaría completamente agotado. ¿Cómo reunir, a los sesenta años, las fuerzas que tenía a los treinta y tres?

Se levantó temprano para asistir a la primera misa en San Lorenzo de Damaso. De camino, se encontró con Leo Baglioni. Después de que cada uno se hubo confesado de sus pecados y comulgado, salieron de la iglesia y se detuvieron en el Campo dei Fiori.

—Leo, seguro que usted ha estado divirtiéndose esta noche, mientras que yo he tenido que luchar con mi alma inmortal. Sin embargo, ha tardado menos tiempo en confesarse que yo.

—Mi querido Miguel Ángel —respondió Leo, sonriente—, para mí, todo lo que produce placer es bueno, mientras que todo lo que provoca dolor es pecado. Ergo, mi conciencia está tranquila. Venga a mi casa y le daré un vaso de leche caliente. Brindaremos por el elogio que el cardenal Gonzaga le ha tributado. Roma no habla de otra cosa.

Salió de la casa de Baglioni y caminó lentamente hasta San Pedro. Antonio da Sangallo, sobrino de Giuliano da Sangallo y ayudante de Bramante, había heredado el título de arquitecto de San Pedro. Que supiese Miguel Ángel, poco se había trabajado en los dieciocho años transcurridos desde que él saliera de Roma, a excepción de la reparación de los gigantescos pilares y la construcción de los muros bajos. Doscientos mil ducados procedentes de toda la cristiandad habían sido invertidos en aquellas obras, pero la mayor parte de esa suma había ido a parar a los bolsillos de los contratistas, que estaban levantando San Pedro tan lentamente.

Entró y se detuvo ante su Piedad. ¡Qué hermosa era María! ¡Qué exquisita y tierna! Y el hijo que yacía en su regazo, ¡qué rostro tan sensitivo tenía!

Cayó de rodillas. Por un instante se preguntó si estaría mal que orase ante su propia creación, pero él había esculpido aquellas figuras tanto tiempo atrás… cuando sólo tenía veinticuatro años…

Roma estaba en las calles con sus ropas de fiesta, pues ese día era festivo. Doce carros triunfales partirían del Capitolino y se les conduciría con toda pompa a la Piazza Navona. Ese año la carrera seria entre búfalos y caballos. Luego, veinte toros serian atados a carros en la cima del Monte Testaccio y bajarían a toda carrera hasta el llano, donde se los sacrificaría.

Sin darse cuenta, Miguel Ángel se encontró ante la residencia de la familia Cavalieri. El palacio estaba situado en Rione di Sant'Eustachio, frente a su propia plaza, y rodeado de extensos jardines. Durante varios siglos había servido como centro de continuas generaciones de «conservadores» Cavalieri, ciudadanos romanos que se hacían cargo de la conservación de las antigüedades de Roma: viejas iglesias cristianas, fuentes y estatuas de la ciudad.

Había tardado tres semanas en cubrir la distancia que habría significado diez minutos de camino desde su casa de Macello dei Corvi al palacio Cavalieri. Al dejar caer la pesada aldaba contra su base de metal en la imponente puerta, se preguntó por qué había retrasado tanto aquella visita a Tommaso de Cavalieri, cuando sabía perfectamente que uno de los principales motivos por los que había deseado regresar a Roma era el ver a su querido y joven amigo.

Un criado le abrió la puerta y lo condujo a un salón de alto techo que contenía una de las mejores colecciones particulares de esculturas antiguas de mármol de toda Roma. Mientras las admiraba, recordó las afectuosas cartas intercambiadas entre él y Tommaso.

Oyó pasos tras él, se volvió…, y lanzó una exclamación. En los dos años transcurridos sin ver a Tommaso, éste había realizado la transición de joven atractivo a la figura masculina más magnífica que Miguel Ángel hubiese visto jamás.

—Por fin ha venido —dijo Tommaso con voz tranquila, sorprendentemente grave y cortesana en un joven de veinticuatro años.

—No he querido traerle mis tristezas y dificultades.

—Los amigos pueden compartir todo eso.

Se adelantaron uno hacia el otro, asiéndose de los brazos en un afectuoso saludo. Los ojos de Tommaso se habían oscurecido y ahora tenían un tono azul cobalto. Sus facciones estaban ya perfectamente delineadas, aristocráticas.

—¡Ahora sé dónde lo he visto antes! —exclamó Miguel Ángel—. ¡En el techo de la Capilla Sixtina!

—¿Y cómo fue que me encaramé hasta ese techo? —respondió Tommaso, sonriente.

—Yo lo puse allí. Era Adán, a punto de recibir el soplo de vida de Dios.

—Pero ese Adán lo pintó hace mucho tiempo.

—Si, hace unos veinticuatro años, más o menos cuando usted nació. Y ahora ha materializado ese retrato.

—¿Ve hasta qué extremo soy capaz de llegar por un amigo? —rió Tommaso—. ¡Hasta creer en milagros!

—Los milagros pueden no ser imposibles. Llegué hasta su puerta con los pies y el corazón pesados. Paso diez minutos con usted y ya tengo diez años menos de vida.

Una afectuosa sonrisa entreabrió sus labios e iluminó todo su rostro. De pronto, se sintió más liviano, como alado.

—¿Sabe que tengo que pintar el Juicio Final para el papa Pablo? —inquirió.

—Lo he oído decir esta mañana en la misa. Eso completará de forma magnífica la Capilla Sixtina, pues hará juego con la bóveda.

Miguel Ángel dio la espalda a su joven amigo para ocultar la emoción que lo embargaba en aquel instante. Una ola de felicidad lo invadió. De nuevo giró para mirarlo.

—Tommaso —dijo—. Hasta este momento no había creído que me sería posible armarme del valor suficiente para crear ese Juicio Final. Ahora estoy seguro de que podré hacerlo.

Ascendieron la amplia escalinata. En la balaustrada, la familia Cavalieri había montado algunas de sus esculturas y tallas más pequeñas y delicadas. Tommaso de Cavalieri pasaba la mitad de sus días en su trabajo como curator de Obras Públicas y la otra mitad entregado de lleno al dibujo. Su taller estaba en la parte posterior del palacio y la ventana daba a la Torre Argentina; era una habitación sin muebles. Lo único que se veía en ella eran algunos tablones montados sobre caballetes. En la pared, encima de aquella rústica mesa de trabajo, estaban los dibujos que Miguel Ángel había hecho dos años antes, así como los que había enviado a Tommaso desde Florencia. Extendidos sobre los tablones de la mesa se veían numerosos bocetos. Miguel Ángel los estudió atentamente y luego dijo:

—Tommaso, tiene usted verdadero talento. Y además, veo que trabaja intensamente.

El rostro del joven se ensombreció repentinamente.

—Este último año he caído en malas compañías —dijo—. Como sabe, Roma está llena de tentaciones. He bebido y andado demasiado con mujeres y, la verdad, no he trabajado mucho…

—Hasta el mismo San Francisco tuvo una juventud alocada, Tommaso —respondió Miguel Ángel con una cariñosa sonrisa.

—¿Me permite que trabaje con usted, aunque sólo sea un par de horas al día?

—Mi taller es suyo. ¿Qué mayor felicidad podría desear yo? Mire lo que su fe y afecto han hecho ya… Ahora estoy ansioso por empezar a dibujar para el Juicio Final. Seré no sólo su buen amigo, sino también su maestro. Y a cambio de eso, me ayudará a ampliar los dibujos y preparar los modelos. ¡Llegará a ser un gran pintor!

Desde entonces, fueron inseparables. Caminaban cogidos del brazo alrededor de la Piazza Navona para tomar el aire; dibujaban en el Capitolino o en el Foro los domingos; cenaban, bien en casa de Miguel Ángel o en la de Tommaso, después de la jornada diaria; y pasaban las veladas en estimulantes horas de dibujo y conversación. El gozo que ambos sentían al encontrarse juntos parecía emitir alegría y hacer felices a quienes ocasionalmente los acompañaban y ahora que ya eran compañeros reconocidos, se les invitaba juntos a todas partes.

¿Cómo definía Miguel Ángel sus sentimientos hacia Tommaso? Ciertamente se trataba de una adoración de la belleza masculina. El aspecto físico del joven había causado una profunda emoción en él, a la vez que le producía una sensación de vacío en la boca del estómago. Se dio cuanta de que lo que sentía hacia Tommaso sólo podía ser descrito como amor, a pesar de lo cual le era imposible identificarlo específicamente como tal. De los amores de su vida, ¿a cuál se parecía éste? ¿Con cuál podía compararse? Era distinto del que sentía hacia su familia y de la reverencia que le había inspirado Il Magnifico, o de su respeto hacia Bertoldo; de su perdurable aunque tenue amor por Contessina; de la inolvidable pasión hacia Clarissa; de su amistoso cariño a Granacci y del amor paternal que sentía por Urbino. Tal vez este amor, al llegarle en una hora tan avanzada de su vida, era indefinible.

—Lo que adora en mí es su juventud perdida —le dijo Tommaso un día.

Ahora se levantaba con la primera claridad del día, ansioso de verse ante su mesa de dibujo. Cuando el sol alcanzaba la cima de la Columna de Trajano, ya había llegado Tommaso con un paquete de panecillos frescos para el almuerzo de media mañana. Todos los días aparecía en el taller un nuevo modelo, contratado por Urbino, en su búsqueda de tipos que Miguel Ángel le detallaba: trabajadores, mecánicos, estudiosos, nobles, gente de todas las razas y constituciones físicas. Puesto que en el Juicio Final habrían de figurar numerosas mujeres, también tuvieron modelos femeninos: mujeres de los baños públicos, de los burdeles, algunas de las más costosas hetairas, que posaban desnudas solamente por lo que de aventura tenía el hecho.

Miguel Ángel hizo un retrato de Tommaso, la única vez en su vida que rindió semejante tributo a nadie.

—¿Se reconoce, amigo mío? —le preguntó.

—El dibujo es soberbio, pero no soy yo —respondió Tommaso un poco intrigado.

—Si, es usted tal como yo lo veo.

—Me desilusiona —dijo el joven—, porque me demuestra lo que he estado sospechando desde el principio: tengo gusto, soy capaz de distinguir entre una buena y una mala obra, pero no poseo el fuego creador.

Miguel Ángel estaba de pie, ligeramente inclinado sobre Tommaso, que, sentado, miraba el dibujo extendido sobre la mesa de trabajo. Su amor hacia el joven le hacía sentirse enormemente alto.

—Tommaso —dijo—. ¿Acaso no he conseguido que Sebastiano llegue a ser un gran pintor y no le he encontrado excelentes trabajos? Pues bien, usted tiene mil veces más talento que él.

Tommaso apretó los labios en silencio. Tenía sus propias convicciones.

—De sus enseñanzas —respondió— obtengo una mayor comprensión de lo que este arte de la pintura supone y contiene, pero en cambio no aumento mi propio poder para producir. Pierde el tiempo pensando en mí como pintor. No debería venir más a su taller.

El joven bajó la cabeza y se quedó así un largo rato. Luego levantó la cabeza nuevamente y exclamó, al ver la tristeza reflejada en el rostro de Miguel Ángel:

—Soy indigno de su amor, pero le juro que haré lo que sea para merecerlo.

La agonía y el éxtasis
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