IV

Toscana es un estado privilegiado. La campiña está tan amorosamente diseñada que el ojo pasa por las montañas y valles sin tropezar con una sola piedra. Bajo Miguel Ángel, los campos estaban madurando, llenos de cebada y avena, judías y remolacha. A ambos lados del camino las viñas cuajadas de racimos se alzaban entre olivos de ramas horizontales.

Sintió un deleite físico mientras su caballo avanzaba siguiendo el contorno de una sierra, ascendiendo más y más hacia el límpido cielo italiano. El aire que respiraba era tan puro que experimentó la sensación de que todo su ser se ennoblecía, que la bajeza y la mezquindad se desvanecían en él; sensación que lo inundaba únicamente cuando estaba esculpiendo el mármol blanco. Toscana desataba los nudos de los intestinos del hombre y eliminaba las maldades del mundo. Dios y el hombre se habían unido para crear esa suprema obra de arte. Pictóricamente, pensó Miguel Ángel, esta región podía ser el Edén. Adán y Eva ya no estaban allí, pero para su ojo de escultor, mientras escrutaba las onduladas colinas con aquel lírico y verde río serpenteando por el valle a sus pies, salpicadas de casitas de piedra y tejados de rojas tejas, Toscana era el paraíso mismo.

A la caída del sol llegó a las colinas sobre Poggibonsi. Los Apeninos aparecían allí cubiertos de bosques vírgenes, ríos y lagos que brillaban como plata bajo los rayos oblicuos del sol. Bajó por la larga pendiente hasta Poggibonsi, centro vinatero, y dejó sus alforjas en el suelo de tierra pero escrupulosamente barrido de una hostería. Luego subió la colina que se alzaba detrás de la población para explorar el Poggio Imperiale, fortaleza-palacio construido por Giuliano da Sangallo por orden de Lorenzo de Medici para impedir a cualquier ejército invasor que pasase más allá de aquel punto profusamente fortificado que dominaba el valle por el que se iba a Florencia. Pero Lorenzo había muerto ya, y el Poggio Imperiale estaba abandonado…

Se le sirvió la cena en el patio de la hostería, durmió pesadamente, se levantó no bien cantaron los primeros gallos y emprendió la segunda mitad de su viaje.

Siena era una ciudad de color marrón rojizo, construida de ladrillos fabricados con su tierra, del mismo color, tal como Bolonia era una ciudad anaranjada, debido a su tierra. Entró por la portada abierta en el muro que encerraba la ciudad y se dirigió a la empinada Piazza del Campo, que bajaba abruptamente desde la línea superior de palacios particulares hasta el Palazzo Pubblico, en el extremo opuesto, mientras la audaz Torre de Mangia perforaba el cielo: hermosa escultura de piedra que asombraba a cuantos la veían.

Llegó al centro de la plaza, donde Siena realizaba cada verano su alocada carrera de caballos y se acercó a la deliciosa fuente esculpida por Della Quercia. Subió luego una empinada escalera de piedra y llegó al Baptisterio, con su pila bautismal, obra también de Della Quercia, en colaboración con Donatello y Ghiberti.

Después de varias vueltas alrededor de la hermosa pila para estudiar el trabajo de los mejores escultores de Italia, salió del Baptisterio y subió la empinada colina hasta la Catedral. Se quedó asombrado un momento ante la fachada de mármol blanco y negro, con sus figuras magníficamente esculpidas por Giovanni Pisano, sus ventanas rosadas y el Campanile de mármol blanco y negro. Dentro del soberbio templo, el suelo era una verdadera mina de grandes lajas de mármol con incrustaciones de marquetería blanca que representaban escenas del Antiguo y Nuevo Testamento.

Y de pronto, sintió que el corazón se le encogía. Ante él estaba el altar de Bregno. Los nichos eran mucho menos profundos de lo que él había imaginado, y cada uno de ellos tenía encima una cúpula en forma de concha, donde tendrían que ir insertas las cabezas y rostros de sus estatuas, despojándolas de toda expresión. Algunos de los nichos estaban colocados a tal altura que una persona de pie en el suelo del templo no podría ver qué clase de escultura contenían.

Midió los nichos, revisó en su mente la altura de las bases sobre las que serían colocadas sus estatuas y fue en busca del sacristán.

—¡Ah! —exclamó éste al verlo—. Miguel Ángel Buonarroti… Le estábamos esperando. El San Francesco llegó a Roma hace unas semanas. Lo he puesto en una habitación fresca, donde está también la fragua. El cardenal Piccolomini me ha dado órdenes de que lo cuide y atienda bien. Ya tengo preparada una habitación para usted en nuestra casa, al otro lado de la plaza. Mi esposa cocina la mejor pappardelle alla lepre de toda Siena. Se chupará los dedos…

—¿Me hace el favor de llevarme a donde está el San Francesco? —pidió Miguel Ángel—. Tengo que ver cuánto trabajo falta para acabar esa estatua.

—Muy bien. Recuerde que aquí usted es el huésped del cardenal Piccolomini, y que él es nuestro hombre más ilustre…

Miguel Ángel sufrió una verdadera conmoción al ver la escultura de Torrigiani. Era una figura como de palo, sin vida, con una gran abundancia de túnicas colgantes y mantos bajo los que no era posible discernir parte alguna de un cuerpo humano vivo. Las manos carecían de venas, piel o hueso; el rostro tenía una expresión rígida, estilizada…

Juró dar al infortunado San Francesco, a quien ni siquiera los pájaros reconocerían, todo el amor y capacidad artística de que era capaz. Tendría que diseñar de nuevo toda la figura, modificar el concepto, para que el santo emergiese tal como él lo imaginaba: el más dulce de los santos. Pero primeramente dormiría aquella noche y pensaría en él. Luego llevaría allí sus materiales de dibujo y se sentaría en aquella fresca habitación con luz difusa para hurgar en su mente hasta que el San Francesco emergiese con su amor a los pobres, los abandonados, los enfermos.

La agonía y el éxtasis
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