VI
En el estudio de Ghirlandaio no se seguía un método ortodoxo de enseñanza. Su filosofía básica estaba expresada en una placa colgada de la pared: «La guía más perfecta es la naturaleza. Continúa sin tregua dibujando algo todos los días».
Miguel Ángel tenía que aprender de las tareas que realizaban los demás. No se le ocultaba secreto alguno. Ghirlandaio creaba el diseño general, la composición de cada panel y la armoniosa relación entre un panel y los demás. Ejecutaba la mayor parte de los retratos importantes, pero los centenares restantes eran distribuidos entre los demás. Algunas veces varios hombres trabajaban en la misma figura. Cuando la iglesia ofrecía un excelente ángulo de visibilidad, Ghirlandaio ejecutaba personalmente todo el panel. De lo contrario, Mainardi, Benedetto, Granacci y Bugiardini pintaban apreciables partes. En las lunetas laterales, situadas donde era difícil verlas, el maestro permitía que Cieco y Baldinelli, el otro aprendiz de trece años, ejercitasen su mano.
Miguel Ángel iba de mesa en mesa, empeñado en pequeñas tareas sueltas. Nadie tenía tiempo para dejar su trabajo y enseñarle. Un día se detuvo a observar a Ghirlandaio, que completaba un retrato de Giovanna Tomabuoni.
—El óleo es para mujeres —dijo el maestro, sarcástico—. Pero esta figura irá bien en el fresco. Nunca intentes inventar seres humanos, Miguel Ángel: pinta en tus paneles solamente a quienes ya has dibujado al natural.
David y Benedetto compartían con Mainardi una larga mesa en el rincón más lejano del estudio. Benedetto no dibujaba jamás libremente. A Miguel Ángel le parecía que prestaba más atención a los cuadrados matemáticos del papel que tenía ante sí que al carácter individual de la persona que retrataba. Intentó seguir aquel plan geométrico, pero la restricción era como un ataúd con cuerpos muertos.
Mainardi, por el contrario, tenía una mano firme y precisa, con una confianza que daba vida a su trabajo. Había pintado importantes partes de las lunetas y todos los paneles y estaba trabajando un esquema de color para la Adoración de los Reyes Magos. Enseñó a Miguel Ángel cómo debía hacer para conseguir el color de la carne en la pintura al temple: aplicando dos capas en las partes desnudas.
—Esta primera capa de color, en especial cuando se trata de personas jóvenes, de tez fresca, debe atemperarse con yema de huevo de una gallina de ciudad. Las yemas de las gallinas de campo sólo sirven para atemperar los colores de la carne de personas ancianas o de tez oscura.
De Jacopo no recibía instrucción técnica, sino noticias de la ciudad. Jacopo podía pasar ante la virtud miles de veces sin tropezar con ella. Pero su nariz olfateaba todo lo malo de la naturaleza humana tan instintivamente como un pájaro olfatea el estiércol. Era el recolector de chismes de la ciudad y su pregonero; realizaba diariamente el recorrido de las tabernas, las barberías y las casas non santas, y frecuentaba los grupos de ancianos sentados en bancos de piedra ante los palazzi, que eran los mejores proveedores de chismes. Todas las mañanas se dirigía al taller por un camino que daba un gran rodeo, lo que le permitía libar en todas aquellas fuentes, y cuando llegaba ya tenía una copiosa provisión de las noticias de la noche anterior: qué maridos habían sido engañados, a qué artistas se les había encomendado trabajo, quiénes iban a ser puestos en los cepos en el muro de la Signoria…
Ghirlandaio poseía una copia manuscrita del ensayo de Cennini sobre la pintura. Aunque Jacopo no sabía leer, se sentaba en la mesa de los aprendices y fingía deletrear los pasajes que había aprendido de memoria: «Como artista, tu modo de vivir debe ser regulado siempre como si estuvieras estudiando teología, filosofía o cualquier otra ciencia; es decir, comer y beber moderadamente dos veces al día; conservando tu mano cuidadosamente, ahorrándole toda la fatiga posible. Hay una causa que puede dar a tu mano falta de firmeza y hacerla temblar como una hoja sacudida por el viento: frecuentar demasiado la compañía de las mujeres».
Después de leer esto, Jacopo se volvió hacia el asombrado Miguel Ángel, que sabía menos de mujeres que de la astronomía de Ptolomeo.
—Y ahora, Miguel Ángel —dijo—, ya sabes por qué no pinto más. No quiero que los frescos de Ghirlandaio tiemblen como hojas sacudidas por el viento.
El amigable y despreocupado David había sido muy bien adiestrado en la ampliación a escala de las diversas secciones y su transferencia al cartón, que era del mismo tamaño que el panel de la iglesia. No se trataba de un trabajo de creación, pero asimismo necesitaba habilidad. David mostró a Miguel Ángel cómo tenía que dividir la pequeña obra pictórica en cuadrados, y el cartón en el mismo número de cuadrados mayores, cómo copiar el contenido de cada pequeño cuadrado en el cuadrado correspondiente del cartón, y le señaló los errores que eran casi imperceptibles en el dibujo pequeño, pero que se advertían fácilmente cuando eran ampliados al tamaño del cartón. Bugiardini, cuyo torpe cuerpo daba la sensación de que le sería difícil hasta pintar con cal el granero de la granja de su padre, conseguía, no obstante, dar una tensión espiritual a sus figuras de la Visitación, a pesar de que las mismas no resultasen anatómicamente exactas.
Al volver a casa por una ruta indirecta, Miguel Ángel y Granacci entraron en la Piaza della Signoria, donde se hallaba congregada una gran multitud, y subieron por las escaleras de la Loggia della Signoria. Desde allí podían ver la verja del jardín del palacio, donde un embajador del sultán de Turquía, vestido con suelto manto verde y turbante, hacía entrega de una jirafa a los consejeros de la Signoria. Miguel Ángel hubiera querido dibujar la escena, pero, sabedor de que sólo le sería posible captar una pequeña parte de su complejidad, se quejó a Granacci de que se sentía como un tablero de ajedrez, con cuadrados blancos y negros de información e ignorancia.
Al mediodía siguiente, comió con frugalidad el almuerzo que Lucrezia le sirvió, y regresó al taller, vacío ahora porque los demás estaban entregados al reposo. Había decidido que tenía que estudiar el dibujo de su maestro. Bajo la mesa de Ghirlandaio descubrió un rollo titulado Degollación de los Inocentes, e inmediatamente extendió docenas de bocetos para el fresco del mismo nombre. Le parecía, al estudiar el boceto del fresco ya terminado, que Ghirlandaio no era capaz de reproducir el movimiento, puesto que los soldados, con sus espadas en alto, y las madres y los niños que corrían le produjeron confusión y un caos emocional. Sin embargo, aquellos toscos bocetos tenían simplicidad y autoridad. Comenzó a copiar los dibujos, e hizo una media docena de bosquejos en rápida sucesión, cuando de pronto advirtió que alguien estaba detrás de él. Se volvió y vio el rostro severo de Ghirlandaio, que inquiría:
—¿Por qué has desatado ese rollo de dibujos? ¿Quién te ha dado permiso?
Miguel Ángel bajó la cabeza, asustado.
—No creía que esto fuera un secreto —dijo—. Cuanto antes aprenda, antes podré ayudarlo. Quiero ganarme esos florines que me da.
—Muy bien. Te dedicaré un rato ahora.
—Entonces enséñeme a usar la pluma.
Ghirlandaio llevó al flamante aprendiz a su mesa, la desocupó y puso sobre ella dos hojas de papel. Entregó a Miguel Ángel una pluma de punta gruesa, cogió otra para sí y empezó a trazar líneas. Miguel Ángel lo imitó con rápidos movimientos de la mano, observando cómo Ghirlandaio podía colocar, con algunos rápidos trazos, convincentes pliegues de ropa sobre una figura desnuda, logrando una lírica fluidez en las líneas del cuerpo y, al mismo tiempo, confiriendo individualidad y carácter a la figura.
El rostro del aprendiz se iluminó de éxtasis. Con aquella pluma en la mano se sentía artista, pensaba en voz alta, sondeaba su mente y estudiaba su corazón en busca de lo que sentía, y su mano, por lo que ésta discernía del sujeto que tenía ante sí. Deseaba pasar horas enteras en aquella mesa de trabajo dibujando los modelos desde cien ángulos distintos.
Al ver lo bien que su discípulo lo seguía, Ghirlandaio cogió otros dos dibujos de su mesa: un estudio casi de tamaño natural de la cabeza de un hombre de rellenas mejillas, ancho rostro, grandes ojos y expresión pensativa, de menos de treinta años de edad, dibujado con robustos trazos. El cabello estaba delicadamente diseñado. El otro dibujo era el bautismo de un hombre en el coro de una basílica romana, ejecutado con una hermosa composición.
—¡Magnifico! —dijo Miguel Ángel en voz baja, extendiendo una mano hacia las dos hojas—. ¡Ha aprendido todo cuanto Masaccio tiene que enseñar!
Ghirlandaio palideció. Había sido insultado y calificado de simple copista. Pero la voz del muchacho temblaba de orgullo, y el pintor sonrió. ¡El más nuevo de sus aprendices cumplimentaba al maestro! Tomó los dos dibujos y dijo:
—Estos bosquejos no significan nada. Únicamente cuenta el fresco terminado. Voy a destruirlos.
Cerrado en el cajón más grande de su mesa, Ghirlandaio guardaba un cartapacio del cual estudiaba y bosquejaba mientras concebía un nuevo panel. Granacci informó a Miguel Ángel que el pintor había necesitado años para reunir aquellos dibujos originales de hombres a quienes consideraba maestros: Taddeo Gaddi, Lorenzo Monaco, Fra Angelico, Paolo Uccello Pollaiuolo, Fra Filippo Lippi y muchos otros. Miguel Ángel había pasado horas de inigualado deleite contemplando sus altares y frescos, tan abundantes en la ciudad, pero jamás había visto los bosquejos preliminares.
—¡De ninguna manera! —exclamó Ghirlandaio, cuando el muchacho le preguntó si podía ver aquella carpeta.
—Pero ¿por qué? —exclamó Miguel Ángel con desesperación. Aquella era una oportunidad maravillosa de estudiar el pensamiento y la técnica de los mejores dibujantes de Florencia.
—Cada artista reúne su propio cartapacio —dijo Ghirlandaio— según su propio gusto y juicio. Yo he acumulado mi colección a lo largo de veinticinco años de paciente selección. Tú tendrás que formar la tuya.
Unos días después, Ghirlandaio estudiaba un dibujo de Benozzo Gozzoli. Era un joven desnudo armado con una lanza. En aquel momento, una comitiva de tres hombres lo visitó para pedirle que los acompañase a una localidad vecina. Y se olvidó de guardar el dibujo en el cajón, que siempre cerraba con llave.
Miguel Ángel esperó a que los demás se retiraran para almorzar, se dirigió a la mesa y cogió el dibujo de Gozzoli. Después de una docena de tentativas, terminó lo que le pareció una copia fiel. Y de pronto una idea iluminó su cerebro. ¿Podría engañar a Ghirlandaio con aquella copia? El original tenía alrededor de treinta años y el papel estaba algo amarillento y gastado. Llevó algunos pedazos de papel al patio, pasó los dedos sobre la tierra y experimentó frotándola con el papel. Al cabo de un rato llevó su dibujo al patio y comenzó a decolorar la copia. Regresó al taller y acercó la copia al humo del fuego que estaba encendido en la chimenea. Luego la puso sobre la mesa de Ghirlandaio y guardó el original.
Durante varias semanas, observó todos los movimientos del pintor. Cada vez que éste dejaba de guardar un dibujo en la carpeta, un Castagno, un Signorelli o un Verrocchio, Miguel Ángel se quedaba para dibujar una reproducción. Si era por la tarde, se llevaba el original a su casa y, cuando la familia dormía, encendía la chimenea del piso inferior y teñía el papel de la reproducción hasta darle el colorido apropiado. Al cabo de un mes había conseguido reunir una carpeta de una docena de bellos dibujos. A ese paso, su colección de hermosos originales sería pronto tan copiosa como la de Ghirlandaio.
El pintor, después del almuerzo, volvía a menudo para dar a sus aprendices una hora de instrucción antes de comenzar el trabajo. Miguel Ángel le preguntó un día si no les sería posible dibujar desnudos con modelos reales.
—¿Por qué quieres dibujar desnudos, cuando siempre tenemos que pintar los cuerpos vestidos? —preguntó Ghirlandaio—. En la Biblia no hay bastantes desnudos para que eso resulte provechoso.
—Tenemos a los santos —replicó Miguel Ángel—, que tienen que estar desnudos, o casi desnudos, cuando los acribillan a lanzazos o flechazos, o los queman vivos en una parrilla.
—Cierto, pero ¿quién busca anatomía en los santos? Eso es un obstáculo para el espíritu.
—¿No ayudaría a retratar el espíritu?
—No. Todo el carácter que se necesita mostrar puede aparecer en el rostro… y tal vez en las manos. Nadie ha trabajado el desnudo desde los griegos. Nosotros tenemos que pintar para los cristianos.
—Pero a mí me gustaría pintarlos como Dios hizo a Adán.