VIII

Esculpir su Baco todo el día y, al mismo tiempo, concebir un motivo religioso, parecía una empresa imposible. Sin embargo, no tardó en llegar a la decisión de que su tema tendría que ser una Piedad. Había deseado esculpir una Piedad desde el mismo día en que terminó su Madonna y Niño, pues así como esa pieza había sido el comienzo, la Piedad era el fin, la conclusión preordenada de todo cuanto María había decidido en aquella hora trascendental que Dios le había asignado; ahora, treinta y tres años después, con su hijo nuevamente sobre su regazo, ya completa la jornada de su destino.

Galli, intrigado por aquellos pensamientos de Miguel Ángel, lo llevó al palacio del cardenal, donde esperaron que el prelado completase las cinco horas diarias de oraciones y oficios religiosos de todos los benedictinos. Luego, los tres se sentaron en la galería abierta frente a la Vía Recta, con una Anunciación en un cuadro que pendía de la pared tras ellos. El cardenal tenía el color ceniciento fruto de su prolongada vigilia. Los ojos de Miguel Ángel no pudieron percibir bajo sus hábitos más que una sospecha de líneas físicas. Pero en cuanto oyó a Galli que le explicaba el tema de la Piedad, sus ojos relampaguearon.

—¿Y en cuanto al mármol, Miguel Ángel? ¿Podría encontrar un bloque tan perfecto como el que dice aquí en Roma?

—No lo creo. Eminencia. Un bloque, si, pero uno oblongo, más ancho que alto, la verdad, no he visto ninguno.

—Entonces tenemos que recurrir a Carrara. Escribiré a los hermanos del monasterio de Lucca pidiéndoles que me ayuden. Si no pueden hallar lo que necesitamos, entonces tendrá que ir personalmente a las canteras hasta encontrarlo.

Miguel Ángel saltó literalmente de su silla.

—¿Sabía, Eminencia, que cuanto más alto se busca el mármol en la montaña, más puramente blanco es? No contiene manchas de tierra y, como no encuentra presión, no se forman en su interior burbujas de aire ni agujeros. Si pudiéramos extraer un bloque del pico mismo del monte Sacro, ése seria el mármol supremo.

En camino hacia la casa, Galli le dijo:

—Tiene que salir inmediatamente para Carrara. Yo le adelantaré los gastos del viaje.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Debo terminar el Baco.

—El Baco puede esperar. El cardenal, no. Un día, pronto, Dios pondrá su mano sobre su hombro un poco más pesadamente que de costumbre, y Groslaye se irá al cielo. Y, como comprenderá, desde el cielo no podrá encargarle la Piedad.

—Eso es cierto. Pero ahora no puedo suspender el trabajo —insistió Miguel Ángel tercamente.

—Lo libero de nuestro compromiso. Cuando haya terminado la Piedad volverá a trabajar en el Baco.

—Para mí no existe la palabra «volver» en ese sentido. La escultura va avanzando en mi mente. Y tengo que terminarla ahora, para que sea perfecta.

Eliminó la corta columna de mármol que había dejado entre la base y el tobillo del Baco, y el pie derecho casi suspendido en el aire, apoyándose sólo en los dedos. Luego alzó el punzón, para liberar el espacio entre el codo y la copa de vino, para lo cual realizó una serie de agujeros cerca del brazo, eliminando después delicadamente el mármol que quedaba entre ellos. Finalmente, cortó el tabique del rincón de la derecha, debajo de la copa, para dejar al aire la mano levantada con aquella. Toda la figura, en redondo, estaba soberbiamente equilibrada. Caminó a su alrededor, con una expresión de satisfacción.

El acento estaba en la cabeza, que se proyectaba hacia adelante, el duro torso hacia afuera y el estómago, que parecía tirar todo el cuerno hacia abajo. En la parte posterior, las dos pesadas nalgas servían como peso compensador. El equilibrio era mantenido por las hermosas piernas, aún de manera no muy segura, porque el cuerpo daba la impresión de tambalearse. El pie izquierdo estaba sólidamente plantado, pero el derecho se apoyaba únicamente en las puntas de los dedos, lo que intensificaba la sensación de vértigo.

—¡Usted es como un ingeniero! —exclamó Galli cuando lo vio.

—Por eso le dije a Bertoldo que tenía que ser escultor.

—En los días de los emperadores, habría estado diseñando coliseos, baños y estanques. En lugar de todo eso, ha creado un alma.

Miguel Ángel sintió una enorme alegría ante aquel elogio.

—Si no hay alma —dijo—, no hay escultura.

—Muchas de mis antiguas piezas fueron encontradas rotas por varias partes, a pesar de lo cual, cuando las reparamos, persistió su espíritu.

—Eso es por el escultor, que estaba todavía vivo en el mármol.

El domingo siguiente fue a cenar con los Recela, ansioso de tener noticias de Florencia. Savonarola estaba en el corazón de la mayor parte de los acontecimientos. La colonia florentina había visto con agrado la campaña del monje contra el Papa, así como su advertencia de que las excomuniones injustas no eran válidas, y el haber rezado tres misas prohibidas en San Marco durante la Navidad. Savonarola había escrito a reyes, estadistas y prelados de toda Europa, pidiendo con urgencia que se convocase un Consejo para castigar al Borgia e instituir las amplias reformas que librasen a la Iglesia de la simonía, no sólo en lo referente al Papa, sino a los cardenales. El 11 de febrero de 1498, volvió a predicar en el Duomo contra el Papa, y dos semanas después salió de la catedral con la Hostia en sus manos, ante millares de florentinos que abarrotaban la plaza, para pedir, clamar a Dios que lo fulminase inmediatamente si merecía la excomunión. Como Dios no lo hizo, Savonarola celebró su vindicación ordenando una nueva Pira de Vanidades. Y Florencia fue saqueada una vez más por el Ejército de los Jóvenes.

Cuando Miguel Ángel les describió la Pira de Vanidades que había presenciado, sus amigos no se angustiaron.

—Cualquier precio es barato cuando hay hambre —exclamó Cavalcanti—. Es necesario que destruyamos al Borgia, cueste lo que cueste.

—¿Qué pensarán de este precio dentro de algunos años, cuando el Papa y Botticelli hayan muerto ya? Habrá otro Papa, pero jamás podrá haber otro Botticelli. Todas las obras que él mismo arrojó a esa pira han desaparecido para siempre. Se me antoja que están aprobando la ilegalidad en Florencia para liberarse de su falta de legalidad en Roma.

Si no podía tocarlos con sus razonamientos, el Papa los tocó donde les dolía: prometió confiscar todas las propiedades y comercios de los florentinos y expulsarlos de la ciudad sin un escudo, a no ser que la Signoria de Florencia enviase a Savonarola a Roma para ser sometido a juicio. Por lo que pudo colegir Miguel Ángel, la colonia capituló por completo: Savonarola tenía que ser silenciado, cumplir su excomunión y pedir la absolución al Papa. Pidieron a la Signoria que obrase en su nombre y enviase a Savonarola, perfectamente custodiado, a la ciudad eterna. Lo único que pedía el Papa era que Savonarola fuese a Roma para recibir la absolución.

La colonia se reunió en la residencia del patriarca Cavalcanti. Cuando Miguel Ángel llegó, se vio rodeado de un tumulto que descendía por la escalinata, procedente del salón de recepciones. El lugarteniente de Savonarola, fray Domenico, se había sometido a la ordalía del fuego.

Ese acontecimiento había sido originado bien por fray Domenico en persona o bien por el enemigo de los dominicanos en la lucha por el poder, la orden de los franciscanos, encabezada por fray Francesco di Puglia. En un fogoso sermón en defensa de su jefe, fray Domenico había declarado que se arrojaría a la pira para probar que todo cuanto enseñaba Savonarola era inspirado por Dios. Y desafió a los franciscanos a que uno de ellos lo acompañase. Al día siguiente, fray Francesco di Puglia aceptó el desafío, pero insistió en que fuese el mismo Savonarola quien se arrojase a la pira con él, alegando que únicamente si Savonarola salía indemne de la prueba podría considerarlo Florencia un verdadero profeta. Reunidos a la hora de la cena en el palacio Pitti, varios jóvenes del partido de los arrabbiati aseguraron a fray Francesco y a los franciscanos que Savonarola jamás aceptaría y que, al negarse, demostraría a toda la población de Florencia que no tenía verdadera fe en que Dios lo sacase con vida de la terrible prueba.

En ese momento, los electores de Florencia se volvieron políticamente contra Savonarola. Derrotaron a la Signoria, adicta al monje, y eligieron un nuevo Consejo que estaba contra él. La ciudad-estado se hallaba amenazada por una reedición de la guerra civil entre guelfos y gibelinos.

El 7 de abril se erigió una plataforma en la Piazza della Signoria. Los maderos estaban cubiertos de alquitrán. Una vasta multitud se congregó para presenciar el terrible espectáculo. Los franciscanos se negaron a entrar en la plaza hasta que fray Domenico accediese a llevar la Hostia a la hoguera. Después de varias horas de espera, una furiosa tormenta de agua empapó la plataforma, obligando a la concurrencia a desbandarse. Aquello puso fin al espectáculo.

A la noche siguiente, los arrabbiati asaltaron el monasterio de San Marco y dieron muerte a un buen número de partidarios de Savonarola. La Signoria obró entonces: arrestó al monje, a fray Domenico y a fray Silvestro, el segundo lugarteniente, y los encarceló en la torre del campanario del Palazzo della Signoria. El Papa envió un emisario a Florencia para exigir que le entregasen a Savonarola. La Signoria se negó, pero designó una Comisión de Diecisiete para interrogar al preso y arrancarle la confesión de que sus palabras no habían sido inspiradas por Dios.

Savonarola se negó. La Comisión lo sometió a tortura. El monje, en pleno delirio, accedió a escribir la confesión que se le exigía, y entonces fue sacado de su celda, pero lo que escribió no fue del agrado de la Signoria y se le volvió a someter a torturas. Debilitado por las mismas, así como por sus ayunos y larguísimas horas de oración, sucumbió por fin y firmó la confesión redactada por un notario.

La Comisión lo declaró culpable de herejía. El Consejo especial designado por la Signoria lo sentenció a muerte. Y al mismo tiempo, el Papa otorgó a la ciudad-estado el tan deseado impuesto del tres por ciento sobre todas las propiedades de la iglesia en Toscana.

Se construyeron tres cadalsos en la plaza. La multitud comenzó a llenarla, y al amanecer, la plaza y todas las calles adyacentes eran una compacta masa humana.

Savonarola, fray Domenico y fray Silvestro fueron conducidos hasta la escalinata de la Signoria y despojados de sus vestimentas religiosas. Ascendieron al cadalso orando silenciosamente. Luego subieron una empinada escalera hasta la plataforma de la horca. Alrededor de sus cuellos fueron anudadas cuerdas y cadenas. Un instante después, los tres pendían en el aire, muertos.

Se encendió la pira colocada bajo la horca. Las llamas subieron. Los tres cuerpos eran mantenidos en alto por las cadenas, después de que las cuerdas se quemaron. Los arrabbiati apedrearon los carbonizados cadáveres. Luego se procedió a recoger las cenizas. Tres carros las transportaron hasta el Ponte Vecchio, y las aguas del Arno las recibieron.

Miguel Ángel estaba impaciente por terminar el Baco. Solamente había indicado la posición de la frente, la nariz y la boca, porque quería que el resto de la figura sugiriese la expresión del rostro. Completó las facciones: la expresión aturdida de Baco mirando la copa de vino, desorbitados los ojos, glotonamente abierta la boca.

Le quedaban dos meses de pulido para obtener los efectos de la carne que deseaba. Aunque su trabajo suponía infinito cuidado y precisión, era de carácter técnico y por ello sólo le absorbía su parte de artesano. Le dejaba la mente libre durante las cálidas jornadas de la primavera para pensar en la Piedad y su significado. En el fresco de las noches comenzó a buscar aquel último momento que la madre y el hijo pasarían juntos.

Preguntó a Jacopo Galli si podría firmar ahora un contrato con el cardenal de San Dionigi. Galli le explicó que el monasterio del cardenal en Lucca había pedido ya el bloque de las dimensiones que él necesitaba. El mármol había sido cortado, pero la cantera de Carrara se había negado a enviarlo a Roma si antes no era pagado. El monasterio de Lucca se negó a su vez a pagarlo hasta que el cardenal aprobase la compra. Y la cantera, cansada de esperar, lo había vendido.

Aquella noche, Miguel Ángel suscribió un convenio que consideró justo, tanto para el cardenal como para él. Galli lo leyó y dijo que lo llevaría al banco para guardarlo en lugar seguro.

Al finalizar el verano quedó terminado el Baco. Galli se mostró entusiasmado con su estatua.

—Me da la impresión de que Baco estuviera completamente vivo y que va a dejar caer la copa en cualquier momento. El sátiro es inocente y travieso al mismo tiempo. Ha esculpido para mí la mejor estatua que hay en toda Italia, Miguel Ángel. Tenemos que colocarla en el jardín y organizar una reunión para mostrarla.

Los agustinos ciegos, Aurelius y Raffaelle Lippus, estudiaron el Baco con sus sensitivos dedos, que pasearon por toda la escultura. Ambos dijeron que jamás habían «visto» una figura masculina tan poderosa en lo que se refería a proyectar su fuerza interior. El profesor Pomponius Laetus, que fue torturado por la Inquisición acusado de paganismo, se emocionó hasta las lágrimas y juró que aquella estatua era puramente griega en su estructura y su brillante pulido blanco y satinado. Serafino, el poeta de la corte de Lucrezia Borgia, sintió que la odiaba no bien la vio, y dijo que era «fea, lasciva y sin el menor sentido de belleza». Sannazaro, el poeta que mezclaba imágenes cristianas y paganas en sus versos, la proclamó «una síntesis completa, griega por su talla, cristiana por su emoción, y con las mejores cualidades de ambas tendencias».

Pero la opinión que más apreció Miguel Ángel fue la de Giuliano da Sangallo, quien estudió con evidente júbilo el intrincado diseño estructural de la pieza.

—Ha esculpido este Baco de la misma manera que nosotros construimos un templo o un palacio —dijo—. Ha sido un experimento peligroso y valiente de construcción. Podía haber sufrido fácilmente la rotura del material. Este Baco permanecerá en pie mientras exista espacio que pueda desplazar.

A la noche siguiente, Galli llevó a su casa un contrato, que él mismo había escrito, entre Miguel Ángel y el cardenal de San Dionigi, y que el prelado había firmado ya. Por dicho documento, Miguel Ángel, que era denominado maestro por primera vez, recibía al mismo tiempo el título de estatuario. Por la suma de cuatrocientos cincuenta ducados de oro papal, Miguel Ángel se comprometía a esculpir una Piedad de mármol. Al comenzar el trabajo, el cardenal se comprometía a pagar ciento cincuenta ducados, y otros cien cada cuatro meses. La estatua debía estar terminada para el fin del año. Además de garantizar los pagos del cardenal a Miguel Ángel, Galli había escrito: «Yo, Jacopo Galli, me comprometo a que la obra será más hermosa que cualquier otra en mármol que exista hoy en Roma, y que ningún maestro de nuestra época podrá producir una mejor».

Miguel Ángel miró a su buen amigo con cariño:

—Estoy seguro que este contrato lo ha escrito en su casa y no en el banco —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Galli.

—Porque se ha expuesto a un riesgo. Supongamos que, cuando termine la obra, el cardenal diga: «He visto mejores esculturas en Roma». ¿Qué pasará entonces?

—Muy sencillo, le devuelvo al cardenal sus ducados, y en paz.

Miguel Ángel se puso a recorrer las marmolerías del Trastevere y los muelles en busca del bloque de mármol que necesitaba, pero una pieza de dos metros diez de ancho por un metro ochenta de alto y noventa centímetros de espesor, de buen mármol, se extraía muy pocas veces de las canteras para venderla entera. En dos días recorrió todos los patios de las marmolerías: no había nada que se aproximase ni de cerca al bloque que él necesitaba. Al día siguiente, cuando había decidido ya ir a Carrara por su cuenta, Guffatti llegó hasta él corriendo y exclamó:

—¡Acabamos de descargar una barca! ¡Ha traído mármol, y entre los bloques hay uno del mismo tamaño que busca! ¡Fue cortado para una orden religiosa de Lucca, pero, como no lo pagaron, se vendió para Roma!

Su bloque para la Piedad había llegado a casa.

La agonía y el éxtasis
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