V
Su amor hacia Vittoria no cambió en modo alguno sus sentimientos hacia Tommaso de Cavalieri, quien continuó llegando todas las mañanas con una jarra de leche fresca y una canastilla de frutas para dibujar con él durante dos horas. Miguel Ángel le hacía dibujar cada boceto hasta una docena de veces, sin que al parecer quedara satisfecho jamás; pero en realidad estaba muy contento de los progresos de su discípulo. El papa Pablo III había aceptado a Tommaso en la corte, designándolo conservador de las fuentes de Roma.
El diseño general para la pared de la Capilla Sixtina estaba ya completo. Miguel Ángel pudo contar más de trescientos personajes que había integrado de sus dibujos originales, todos ellos en movimiento, ninguno inmóvil: una tumultuosa horda de seres humanos que rodeaba a Cristo en círculos íntimos o remotos. En la parte baja, a la izquierda, estaba la caverna del Infierno, con su negra boca abierta. El río Aqueronte estaba a la derecha. Miguel Ángel se estableció un programa de pintura: una figura de tamaño natural en la pared por día, y dos días para las que tenían un tamaño mayor que el natural.
La Virgen emergió como una armoniosa mezcla de su propia madre, la Piedad y las vírgenes de Medici, su propia Eva, cuando tomaba la manzana de la serpiente, y Vittoria Colonna. Como Eva, era joven, robusta; como las otras, tenía un rostro y un cuerpo divinos.
Carlos V no fue a Roma, y en lugar de aquella visita preparó una flota para zarpar desde Barcelona contra los piratas de Berbería. Los exiliados florentinos mandaron una delegación, pidiéndole que designase al cardenal Ippolito gobernador de Florencia. Carlos recibió a la delegación con términos alentadores… pero retrasó su decisión hasta su regreso de la guerra. Cuando Ippolito se enteró de la noticia, decidió unirse a la expedición del Emperador y luchar a su lado. En Itri, donde esperaba embarcar, fue envenenado por uno de los agentes de Alessandro y murió instantáneamente.
La colonia florentina quedó hundida en la más profunda tristeza. Para Miguel Ángel aquella pérdida fue especialmente dolorosa. En Ippolito había encontrado todo cuanto había amado en el padre del joven, el cardenal Giuliano. Aquello lo dejó con el hijo de Contessina como único ser en que perpetuar su amor hacia los Medici. Niccolo parecía abrigar idénticos sentimientos, pues ambos se buscaron mutuamente para acompañarse en aquellos días sombríos.
Al llegar el otoño, un año después de su regreso a Roma, la pared de la Capilla Sixtina estaba ya reparada y seca. Su gran boceto, de más de trescientas figuras, estaba listo para ser trasladado a la pared una vez ampliado al tamaño de la misma. El papa Pablo III, ansioso de darle seguridad, emitió un edicto en el que proclamaba a Miguel Ángel Buonarroti escultor, pintor y arquitecto de todo el Vaticano, con una pensión vitalicia de cien ducados al mes, cincuenta del tesoro papal y cincuenta de lo producido por los derechos del cruce del río Po en Piacenza. Sebastiano del Piombo se hallaba con él ante el andamio en la Sixtina y preguntó ansiosamente:
—¿Desea que ponga la capa de intonaco en la pared? Ya sabe que soy un experto.
—Es una tarea agotadora, Sebastiano. ¿Está seguro de que quiere hacerla usted?
—Me enorgullecería decir que he contribuido en algo a la creación de este Juicio Final.
—Muy bien. Pero no tiene que usar la pozzolana romana, pues se queda blanda. Ponga polvillo de mármol en su lugar y no mucha agua en la cal.
—Le haré una superficie perfecta para su fresco.
Y así lo hizo, estructuralmente; pero en el momento en que Miguel Ángel se aproximó al altar, sospechó que algo no estaba bien.
—Sebastiano —dijo—. ¡Ha preparado esta pared para pintura al óleo! ¡Y sabe que yo tengo que pintar al fresco!
—¡Pero no me lo dijo! ¡Lo hice para ayudarlo!
—¡Debería echarlo de aquí! —gritó Miguel Ángel—. ¡Debería echarle toda esa mezcla por la cabeza!
Pero mientras Sebastiano se alejaba, Miguel Ángel comprendió que aquella superficie necesitaría días o semanas para ser modificada. Después, la pared de ladrillo tendría que ser dejada hasta que se secase debidamente, antes de colocar una base apropiada para la pintura al fresco. También esa base necesitaría algún tiempo para secar. Sebastiano le había hecho perder unos meses.
La pared sería reparada por el capaz Urbino, pero el abismo abierto por el edicto del Papa entre Miguel Ángel y Antonio da Sangallo duraría toda la vida del primero.
Antonio da Sangallo, que entonces tenía cincuenta y dos años, se había unido a Bramante como aprendiz en San Pedro, y, después de la muerte de su maestro, trabajó como ayudante de Rafael. Había formado parte del grupo Bramante-Rafael que había atacado tan duramente la bóveda de la Capilla Sixtina. Desde la muerte de Rafael, a excepción de unos años en los que Baldassare Peruzzi, de Siena, le había sido impuesto como coarquitecto por el papa León X, Sangallo fue el arquitecto oficial de San Pedro y de Roma. Por espacio de quince años, mientras Miguel Ángel se hallaba en Carrara y Florencia, nadie había disputado su supremacía… Y ahora, el edicto del Papa lo enfureció.
Fue Tommaso quien llevó primero a Miguel Ángel la advertencia de que Sangallo se estaba volviendo cada vez más violento.
—No es tanto que critique su designación como escultor y pintor oficial del Vaticano, aunque lo considera un colosal error del Pontífice; es su nombramiento como arquitecto oficial lo que lo ha sacado de quicio…
—Yo no le pedí al Papa que emitiese ese edicto y que incluyese en él tal designación.
—No podría convencer a Sangallo de eso. Sostiene que ha estado tramando una conspiración para arrebatarle el cargo, para separarle de San Pedro.
—¿Qué San Pedro? ¿Esos pilares y cimientos en los que ha estado enterrando dinero durante quince años?
Sangallo se presentó en el taller aquella misma noche, acompañado por dos de sus aprendices. Miguel Ángel les hizo entrar e intentó apaciguar al arquitecto recordándole los días en que ambos habían estado juntos en la casa de su tío en Florencia. Pero Sangallo se negó a deponer su violenta actitud.
—Debí haber venido aquí el mismo día en que me enteré de que había formulado acusaciones contra mí al Papa. Fue la misma táctica e idénticas calumnias que las que empleó contra Bramante.
—Lo único que hice fue decirle a Julio II que la mezcla que empleaba Bramante era mala y que los pilares se derrumbarían con el tiempo. Rafael tuvo que pasar varios años reparándolas. ¿Es cierto eso, o no?
—Cree que podrá volver al Papa contra mí. Le ha pedido que le designe arquitecto del Vaticano. ¡Ha urdido una trama para despojarme de mi cargo!
—Eso no es cierto. Lo único que me preocupa es el edificio. La construcción ha sido pagada ya, a pesar de lo cual ni una sola parte de la iglesia propiamente dicha está construida.
—¡Ah! ¡Habla el gran arquitecto! ¡He visto la horrorosa cúpula que ha hecho para la capilla Medici! ¡Desaparezca de San Pedro! ¡Siempre le gustó meterse en los asuntos de los demás! Hasta Torrigiani tuvo que romperle la nariz por eso, aunque no consiguió corregirle. Si tiene aprecio a la vida, recuerde esto: ¡San Pedro es mía!
Miguel Ángel, irritado, apretó los labios y al cabo de un instante replicó:
—No del todo. Fue mía en su principio y muy bien puede serlo también en el final.
Ahora que Sangallo había anunciado abiertamente la guerra, Miguel Ángel decidió que sería conveniente que viese el modelo realizado por su rival. Tommaso dispuso llevarlo a la oficina de los Comisionados de San Pedro, donde se guardaba dicho modelo. Fueron un día de fiesta religiosa, seguros de que no habría nadie allí.
Miguel Ángel se quedó aterrado ante lo que vio. El interior proyectado por Bramante, en forma de una sencilla cruz griega, era limpio y puro, lleno de luz y aislado de cuanto lo rodeaba. El modelo de Sangallo incluía una serie de capillas que privaban al concepto de Bramante de toda su luz y no brindaban ninguna propia. Había tantas columnas, una pegada a la otra… tan innumerables eran las proyecciones, pináculos y subdivisiones que se perdía por completo la anterior tranquilidad. Si se permitía que Sangallo continuase, levantaría un monumento pesado, hacinado, de pésimo gusto.
Mientras volvían a su casa, Miguel Ángel dijo tristemente a Tommaso:
—Hice muy mal en hablarle al Papa respecto del dinero malgastado. Ese es el menor de todos los peligros.
—Entonces ¿no dirá nada?
—Por el tono de su voz, Tommaso, me resulta claro que alberga la esperanza de que calle. Sí, estoy seguro de que el Papa me dirá: «Eso os colocará en una posición incómoda». Y sería cierto. ¡Pero San Pedro será una iglesia más oscura que una caverna estigia!