VIII
La boda de Contessina marcó un punto crucial: para él y para Florencia. Había presenciado el resentimiento del pueblo en la primera noche de fiestas y oído rumores contra Piero. Poca necesidad había de los discursos fogosos pronunciados contra él por Savonarola, que con mayor poder que nunca estaba nuevamente en la ciudad y exigía que Piero fuese procesado por la Signoria, por violación de las leyes suntuarias de la ciudad.
Intrigado ante la intensidad de aquella reacción, Miguel Ángel fue a visitar al prior Bichiellini.
—¿Fueron menos suntuosas las bodas de otras hijas de los Medici? —le preguntó.
—No mucho. Pero cuando se trataba de Lorenzo, el pueblo de Florencia tenía la sensación de que compartía los festejos. En cambio ahora, con Piero, la sensación es únicamente de que da. Por eso el vino nupcial les ha resultado agrio.
La terminación de las fiestas nupciales de Contessina fue la señal para que los primos Medici comenzasen su campaña política contra Piero. Pocos días después, la ciudad era un hervidero de escandalosos rumores: en una reunión realizada la noche anterior Piero y su primo Lorenzo habían sostenido una reyerta por una mujer. Piero dio un puñetazo a Lorenzo en un oído: era la primera vez que un Medici golpeaba a otro. Ambos habían sacado sus dagas y habría habido una muerte si varios amigos no hubiesen intervenido para separarlos. Cuando Miguel Ángel llegó al comedor para el almuerzo, vio que faltaban algunos de los antiguos amigos de la familia. Las risas de Piero y sus compañeros de francachela le sonaron un poco histéricas.
Granacci llegó al jardín al anochecer para decirle que alguien había visto su Hércules en el patio de los Strozzi y lo esperaba allí para hablarle sobre un encargo. Miguel Ángel ocultó su sorpresa cuando vio que los nuevos clientes eran los primos Medici, Lorenzo y Giovanni. Los había visto numerosas veces en el palacio, cuando vivía Lorenzo, pues ambos lo amaban como a un padre. El Magnifico les había dado cargos diplomáticos, enviándolos hasta Versalles, once años atrás, para felicitar en su nombre a Carlos VIII cuando subió al trono de Francia. Piero los había considerado siempre como miembros de una rama menor de la familia.
Los dos primos Medici estaban de pie, a ambos lados del Hércules. Lorenzo, doce años mayor que Miguel Ángel, tenía unas facciones regulares y llenas de expresión, aunque su piel estaba marcada por rastros de viruela. Era un hombre poderosamente constituido, destacándose su fuerte cuello, hombros y tórax. Vivía como un gran señor en el palacio familiar de la Piazza San Marco y poseía villas en la ladera de la colina de Fiesole y en Castello. Por aquellos días, Botticelli vivía del encargo que él le había hecho: las ilustraciones para La Divina Comedia, de Dante. Era un poeta y dramaturgo notable. Giovanni, el hermano menor, de veintisiete años, era llamado «El Hermoso» por los florentinos.
Lo saludaron con mucha cordialidad y le alabaron su Hércules, e inmediatamente después abordaron el tema que había motivado la entrevista. Lorenzo tomó la palabra.
—Miguel Ángel, hemos visto las dos piezas de mármol que esculpió para nuestro tío Lorenzo y nos hemos dicho a menudo, mi hermano y yo, que un día le pediríamos que hiciese algún trabajo similar para nosotros.
Miguel Ángel permaneció en silencio. El hermano más joven dijo:
—Siempre hemos deseado tener un San Juan joven, en mármol blanco, para patrón de nuestra casa. ¿Le interesa el tema?
Miguel Ángel movió los pies, cohibido, mientras miraba hacia la portada principal del palacio Strozzi y a la amplia mancha de sol de la Vía Tornabuoni. Necesitaba trabajar, no solamente por el dinero que ello pudiera producirle, sino porque su inquietud aumentaba cada día. Y cualquier trabajo que consiguiera le pondría el mármol nuevamente en las manos.
—Estamos dispuestos a pagar un buen precio —agregó Lorenzo, mientras su hermano añadía:
—En el fondo de nuestro jardín hay un lugar donde podría instalar un pequeño taller. ¿Por qué no nos proporciona el placer de su compañía el domingo, a la hora de la cena?
Miguel Ángel volvió a su casa en silencio, con la cabeza baja. Granacci no pronunció una palabra ni ofreció sugerencia alguna hasta que se separaron en la esquina de la Vía dei Bentaccordi con la Vía dell'Anguillara.
Entonces dijo:
—Me pidieron que te llevara, y te he llevado. Eso no significa que crea que debes aceptar, Miguel Ángel.
—Comprendo perfectamente, Granacci. Y muchas gracias.
Pero su familia no se mostró tan tolerante.
—¡Claro que tienes que aceptar ese encargo! —gritó Ludovico, mientras se pasaba las manos por la larga cabellera, que se le había caído sobre los ojos—. Sólo que esta vez tienes derecho a fijar el precio, puesto que han sido ellos quienes te han llamado.
—Pero ¿por qué han venido a mí? —insistió Miguel Ángel.
—Porque quieren tener un San Juan tuyo —replicó su tía Cassandra.
—Pero ¿por qué en este momento, cuando están organizando un partido opositor para enfrentarse a Piero? ¿Por qué no me lo han pedido en cualquier otro momento durante los dos últimos años?
—¿Y eso qué te importa a ti? —preguntó tío Francesco—. ¿Quién es tan idiota que se pone a mirarle los dientes a un encargo de escultura, como si no fuera un caballo regalado?
—Es que hay otra cosa, tío Francesco. El prior Bichiellini dice que el propósito que persiguen los dos primos es expulsar a Piero de Florencia. Y con este encargo que me ofrecen creen asestar otro golpe a su primo.
—¿Así que tú eres un golpe? —preguntó Lucrezia, confundida.
—Un golpe muy modesto, madre —dijo Miguel Ángel, sonriente.
—Bueno, bueno, dejémonos de política —ordenó Ludovico— y volvamos a los negocios. ¿Acaso son tan buenos los tiempos para la familia Buonarroti como para que puedas permitirte el lujo de rechazar un encargo?
—No, padre, pero no puedo ser desleal con mi protector Lorenzo, aunque haya muerto.
—¡Bah, bah! ¡Los muertos no necesitan lealtad!
—Sí, la necesitan tanto como los vivos. Acabo de darle cien florines, O sea, todo lo que he recibido en pago del Hércules…
Los primos le reservaron un lugar de honor en su banquete del domingo por la noche, durante el cual se habló de todo, menos de Piero y el San Juan. Cuando, una vez terminada la cena, Miguel Ángel declaró tartamudeando que apreciaba el ofrecimiento que le habían hecho pero que no le era posible aceptarlo por el momento, Lorenzo respondió:
—No tenemos prisa. El ofrecimiento queda en pie.
En el palacio de Piero no había un verdadero lugar para él. No servia a propósito alguno y sólo tenía valor para Giuliano. Salió a buscar encargos que justificasen su presencia. Después comenzó a realizar trabajos en el palacio: arreglar la colección de dibujos de Lorenzo, agregándole las adquisiciones ocasionales de Piero, que por cierto eran muy pocas. Ludovico le había dicho que no sabía el precio del orgullo, pero él pensaba que, algunas veces, el carácter de un hombre no le daba la elección de decidir si podía permitirse el lujo de un rasgo de carácter con el que había nacido.
También Piero era desgraciado cuando, sentado a la mesa, preguntó a los pocos amigos que le quedaban:
—¿Por qué no puedo conseguir que la Signoria vea las cosas de acuerdo con mi punto de vista? ¿Por qué tengo que tropezar con dificultades en todo cuanto hago, cuando mi padre siempre encontró liso y llano su camino?
Miguel Ángel formuló la pregunta al prior Bichiellini, cuyos ojos, al oírla, brillaron de ira.
—Sus cuatro antepasados Medici —respondió— consideraron siempre el acto de gobernar como el arte de gobernar. Amaron primeramente a Florencia y en segundo término a sí mismos. Piero…
Miguel Ángel se sorprendió ante la denuncia que se adivinaba en el tono seco del prior.
—¡Nunca le había oído hablar tan amargamente, padre!
—Piero —prosiguió el monje— no quiere escuchar consejos. Un hombre débil al timón y un poderoso y hambriento sacerdote que trabaja para reemplazarlo… Hijo mío, estamos viviendo días muy tristes en Florencia.
—He oído algunos de los sermones de Savonarola sobre las inminentes inundaciones. La mitad de la población cree que el Día del Juicio está a pocos pasos de nosotros. ¿Qué propósito persigue al aterrorizar de esa manera a Florencia?
El prior se puso las gafas y respondió:
—Quiere ser Papa. Pero su ambición no termina ahí: tiene planes para conquistar el Cercano Oriente y luego todo Oriente.
Miguel Ángel preguntó, un poco sarcástico:
—¿Y usted no tiene ansias de convertir a los infieles?
Bichiellini calló un momento y luego replicó:
—¿Quieres decir si me gustaría que todo el mundo fuese católico? Sí, pero únicamente si todo el mundo desease convertirse a nuestra fe. Y ciertamente no por mediación de un tirano que destruiría la mente de toda la humanidad para salvar su alma. Ningún cristiano sincero podría desear eso.
Al regresar al palacio, encontró un mensaje urgente de su padre. Fue a su casa y Ludovico lo llevó al dormitorio, levantó un montón de ropa del cajón superior de la cómoda de Giovansimone y sacó un puñado de joyas, hebillas de plata y oro y medallones.
—¿Qué significa esto, Miguel Ángel? —preguntó con muestras de evidente miedo—. ¿Acaso Giovansimone se ha dedicado a robar en casas ajenas durante la noche?
—No es nada ilegal, padre. Giovansimone es capitán del Ejército de Jóvenes de Savonarola. Sus componentes despojan a las mujeres en las calles, pero sólo a las que violan las órdenes del monje, en el sentido de no usar joyas en público. Llaman a las puertas de las casas en grupos de veinte o treinta, si se enteran de que la familia que vive allí ha violado las leyes suntuarias, y dejan la casa vacía. Si encuentran oposición, apedrean a los ocupantes furiosamente.
—Pero… ¿se le permite a Giovansimone que se guarde estas joyas? Tienen que valer cientos de florines.
—Su deber es llevarlas todas a San Marco. La mayor parte de los jóvenes de ese ejército lo hacen. Pero Giovansimone ha convertido su antigua pandilla de vagos en lo que Savonarola llama sus «ángeles de camisas blancas». Y el Consejo es impotente para impedirles todas esas fechorías.
Leonardo eligió aquel momento para llamar a Miguel Ángel a San Marco y mostrarle la escuela de pintores, escultores e iluminadores que fray Savonarola había establecido en las celdas, separadas del jardín del claustro.
—Como ves, Miguel Ángel —dijo— Savonarola no está en contra de las artes, sino solamente de las que son obscenas. Esta es tu oportunidad de unirte a nosotros y convertirte en el escultor de la Orden. Jamás carecerás de mármol ni de encargos.
—¿Y qué tendré que esculpir?
—¿Qué te importa lo que esculpas, siempre que no te falte el trabajo que tanto amas?
—¿Quién me dirá lo que tengo que esculpir?
—Fray Savonarola.
—¿Y si no quiero hacer lo que él desea?
—Como monje, no discutirás sus decisiones o deseos. No podrás tener deseos personales…
Regresó a su taller en el abandonado casino. Allí, por lo menos, tenía entera libertad de dibujar de memoria reproducciones anatómicas de las cosas que había aprendido durante sus meses de disección. Quemó los papeles de dibujo, que estaban abarrotados de bosquejos, pero aquella precaución era casi innecesaria, ya que nadie iba ahora al jardín, como no fuera Giuliano, que contaba ya quince años y se presentaba periódicamente con los libros bajo el brazo, para estudiar en el agradable silencio del taller. Ocupaba la antigua mesa de Torrigiani en el porche del casino. Luego, al anochecer, ambos se dirigían al palacio.