V

Llevó todos sus efectos a la torre de San Miniato y contempló a la luz de la luna los centenares de tiendas de campaña del enemigo, a un kilómetro y medio de distancia, más allá de los terrenos que él había hecho limpiar para que no ofreciesen protección alguna a los atacantes.

Al amanecer lo despertó el fuego de artillería. Como había esperado, el ataque enemigo se concentraba en la torre de San Miniato. Si las fuerzas del Papa conseguían derribarla, entrarían fácilmente en la ciudad. Ciento cincuenta piezas de artillería hacían fuego sostenidamente. Las balas y granadas habían destruido ya algunas partes de ladrillo y piedra.

El ataque duró dos horas. Cuando terminó, Miguel Ángel salió por un túnel y se detuvo en la base de la torre del campanario para observar los daños.

Pidió voluntarios entre los hombres que sabía capaces de trabajar la piedra y el cemento. Bastiano dirigió los trabajos desde dentro. Miguel Ángel llevó un grupo afuera y, a la vista de las fuerzas papales, reparó los desperfectos causados por el bombardeo en los muros. Por una razón que no pudo comprender, quizá porque no sabían la extensión de los daños que habían causado, las tropas enemigas permanecieron en su campamento.

Ordenó a sus canteros que transportaran arena del Arno y bolsas de cemento; envió corredores para reunir piquetes de obreros y al anochecer puso a trabajar a todos aquellos hombres en la reparación de la torre. Trabajaron toda la noche, pero el cemento necesitaba tiempo para fraguar. Si la artillería enemiga abría fuego demasiado pronto, sus defensas serían arrasadas. Miró hacia la cima del campanario, con su cornisa almenada, sobresalía un poco más de un metro en los cuatro lados de la torre. Si pudiera idear algún modo de colgar algo de aquel parapeto, algo que pudiera absorber los impactos de las balas de hierro y piedra de los cañones, antes de que pudieran hacer blanco en la torre propiamente dicha…

Bajó la colina, cruzó el Ponte Vecchio y obligó a los guardias a despertar al nuevo gonfaloniere, Francesco Carducci, a quien explicó su idea y obtuvo de él una orden escrita y una compañía de milicianos. Al amanecer, estaban golpeando ya en las puertas de todas las tiendas que vendían lana, en los depósitos comerciales y los de la aduana. Después recorrieron la ciudad en busca de fundas para colchones, tanto en las casas de comercio como en hogares particulares, y por fin requisaron carros para transportar todo aquel material. Hizo trabajar a sus hombres a toda prisa. Cuando apareció el sol, ya tenía varias docenas de aquellas duras fundas rellenas de lana y suspendidas con sogas a lo largo del frente de la torre.

Cuando los oficiales del Papa se enteraron de lo que ocurría y enfilaron contra la torre el fuego de sus cañones, ya era demasiado tarde. Las granadas hacían blanco en los gruesos colchones que, aunque cedían ante el impacto, tenían algo más de un metro de espacio libre para retroceder, antes de golpear contra las piedras de la torre. Los colchones actuaban como un escudo para los nuevos trabajos de cemento realizados por los hombres de Miguel Ángel. Las balas caían inofensivamente al zanjón abierto al pie de la torre. Y después de bombardear hasta el mediodía, el enemigo abandonó el ataque.

El éxito obtenido con aquellos ingeniosos paragolpes le ganó la repatriación. Volvió a su taller y pudo dormir, por primera vez en meses, tranquilo en su propia cama.

Empezaron a caer fuertes lluvias. Aquella faja de terreno limpio de obstrucciones entre sus muros y el campamento enemigo se convirtió en un verdadero pantano. Todo ataque resultaba imposible. Miguel Ángel pintó Leda y el cisne para el duque de Ferrara. Aunque adoraba los aspectos físicos de la belleza, su arte había estado impregnado de sexual pureza. Ahora se encontró dedicado a una robusta carnalidad. Pintó a Leda como una mujer arrebatadoramente hermosa, tendida sobre un canapé, el cisne echado entre sus piernas. La «S» de su largo cuello se curvaba alrededor de uno de los senos. Y le agradó pintar aquella lujuriosa fábula.

Continuó el mal tiempo. Miguel Ángel pasó muchos días en los parapetos, y por la noche aprovechaba la oportunidad para deslizarse a la sacristía y esculpir a la luz de una vela. La capilla estaba fría y llena de sombras. Pero él no estaba solo. Sus figuras eran antiguos amigos: El Amanecer, El Anochecer, la Virgen, pues aunque todavía no habían nacido del todo, vivían en el mármol, pensaban y le decían lo que sentían respecto del mundo.

En la primavera se reanudó la guerra, pero ninguna de sus batallas, como no fuera la del hambre, se libró en Florencia. De nuevo en su cargo de los Nove della Milizia, Miguel Ángel recibía informes todas las noches. Mediante la captura de algunos pequeños fuertes en el Arno, el ejército papal había conseguido cortar las provisiones por el lado del mar. Tropas alemanas llegaron desde el norte y españolas desde el sur, para aumentar los efectivos del ejército papal.

Los alimentos escaseaban ya. Primero se terminó la carne, luego el aceite y después los vegetales, la harina y el vino. El hambre cobró sus víctimas. Miguel Ángel entregaba su ración diaria a Ludovico para mantenerlo vivo. La gente comenzó a comer los burros, perros y gatos de la ciudad. El calor del verano calcinaba las piedras de las calles. Mermó la provisión de agua, se secó el Arno y la epidemia apareció nuevamente. Muchas personas caían en las calles para no levantarse más. A mediados de julio, había cinco mil muertos dentro de los muros de la ciudad.

Florencia tenía solamente una probabilidad de sobrevivir: su heroico general Francesco Ferrucci, cuyo ejército se hallaba en las cercanías de Pisa. Se trazaron planes, según los cuales Ferrucci debía atacar por la parte de Lucca y Pistoia para levantar el sitio de Florencia. Los últimos dieciséis mil hombres que estaban dentro de los muros de la ciudad y en condiciones de empuñar armas juraron asaltar los campamentos enemigos a ambos lados de Florencia, mientras Ferrucci atacaba desde el oeste.

El general Malatesta traicionó a la República. Se negó a ayudar al general Ferrucci. Éste atacó duramente y estaba a punto de conquistar la victoria, cuando Malatesta negoció con los generales del Papa. Ferrucci fue derrotado y muerto.

Florencia capituló al fin. Las tropas de Malatesta abrieron las puertas de la ciudad. Los representantes del Papa Clemente penetraron por ellas para hacerse cargo del gobierno en nombre de los Medici. Florencia convino en entregar ochenta mil ducados como paga atrasada de los ejércitos del Papa. Los miembros del gobierno que pudieron huir, lo hicieron. Otros fueron ahorcados en el Barguello. Y todos los miembros de los Nove della Milizia fueron condenados a muerte.

—Será mejor que desaparezcas de la ciudad esta misma noche —aconsejó Bugiardini a Miguel Ángel—. El Papa no tendrá compasión de nadie. Y tú construiste las defensas contra su ejército.

—¡No puedo volver a escapar de él! —dijo Miguel Ángel, fatigado.

—Refúgiate en el desván de mi casa —ofreció Granacci.

—¿Y poner en peligro a tu familia? ¡De ninguna manera!

—Como arquitecto oficial, tengo en mi poder las llaves del Duomo —dijo Baccio d'Agnolo—; puedo esconderte allí.

Miguel Ángel meditó un instante y luego dijo:

—Conozco una torre que hay al otro lado del Arno. Nadie sospechará que pueda estar allí. Iré a refugiarme en ella hasta que el general Malatesta se vaya de la ciudad con sus tropas.

Se despidió de sus amigos y, recurriendo a oscuras callejas y pasadizos, llegó al Arno, lo cruzó y subió silenciosamente a la torre del campanario de San Niccolo. Primeramente, llamó a la puerta de la casa contigua, que pertenecía a los hijos de Beppe, el capataz del patio del Duomo, para hacerles saber que se iba a esconder en la torre. Luego cerró la puerta con llave.

Se sentó en el suelo y empezó a meditar en los años transcurridos desde el día en que el papa León X le había obligado a abandonar su trabajo de escultura en la tumba de Julio II. ¿Qué podía mostrar como resultado de aquellos catorce años? Un Cristo resucitado que, según informó Sebastiano desde Roma, había sido dañado por el inexperto aprendiz que tuvo a su cargo la tarea de eliminar los tabiques de protección entre las piernas y pies de la estatua y que, además, había pulido excesivamente el rostro de Jesús, hasta darle una expresión insulsa. Una Victoria, que ahora, mucho más que el día en que la terminó, parecía perpleja. Cuatro Gigantes que todavía se retorcían en sus bloques en el taller de la Vía Mozza. Un Moisés y dos Jóvenes esclavos en otra casa de Roma que había sido saqueada por el ejército invasor.

Nada. Nada terminado, nada entregado. Y un David mutilado, sin un brazo, que se erguía como símbolo de la República derrotada.

Hacía mucho tiempo, su amigo Jacopo Galli le había dicho al cardenal Groslaye de San Dionigi: «Miguel Ángel esculpirá para usted el mármol más hermoso que exista actualmente en Roma, un mármol tal que ningún maestro de nuestros días será capaz de superar».

Y ahí estaba ahora, encarcelado por propia voluntad, acurrucado y temeroso en un antiguo campanario, sin atreverse a salir de su escondite por miedo a ser colgado del Barguello como tantos otros que había visto durante su niñez y adolescencia. ¡Qué final tan poco glorioso para el brillante y puro fuego que ardía en su pecho!

Entre la medianoche y el amanecer, salió de la torre y caminó por las ciénagas que bordeaban el Arno. Cuando regresó a su escondite vio que alguien le había dejado allí alimentos y agua, así como las noticias del día, anotadas por Mini. El gonfaloniere Carducci había sido decapitado en el patio del Bargello. Girolami, que le había sucedido como gonfaloniere, fue llevado a Pisa y envenenado. Fray Benedetto, sacerdote que había abrazado la causa de la República, estaba ahora prisionero en el Sant'Ángelo de Roma, donde se le dejaría morir de hambre. Todos los que habían conseguido huir estaban declarados prófugos y sus propiedades se hallaban ya confiscadas.

Florencia sabía dónde estaba oculto Miguel Ángel, pero el odio que la población sentía hacia el papa Clemente, sus generales y sus tropas, era tan intenso que selló los labios de todos, por lo cual él estaba no sólo seguro en su refugio, sino convertido en un verdadero héroe.

Ludovico, a quien Miguel Ángel había enviado a Pisa con los dos hijos de Buonarroto, durante los peores días del estado de sitio de la ciudad, regresó sin Buonarrotino. El niño había muerto en Pisa.

Un día, a mediados del mes de noviembre, oyó que alguien gritaba su nombre frente a la torre. Miró por uno de los ventanucos y vio a Giovanni Spina, envuelto en un enorme abrigo de pieles. Hacia bocina con sus manos en la boca, inclinada la cabeza hacia arriba, y gritaba:

—¡Miguel Ángel! ¡Miguel Ángel! ¡Baje! ¡Puede bajar sin peligro!

Bajó la escalera circular de madera de tres en tres peldaños, abrió la puerta, que estaba con llaves y cerrojos, y vio que el rostro de Spina resplandecía de alegría:

—¡El Papa lo ha perdonado! —dijo inmediatamente, mientras tomaba a Miguel Ángel de ambos brazos—. Mandó decir, por mediación del prior Figiovanni, que si lo encontraban debía ser tratado con bondad, que se le volviese a pagar su pensión y la casa de San Lorenzo…

—¿Por qué todo eso?

—Porque el Santo Padre desea que vuelva para reanudar su trabajo en la sacristía.

Mientras Miguel Ángel recogía sus efectos personales, Spina contempló la torre:

—Aquí hace un frío de muerte. ¿Cómo conseguía calentarse?

—¡Con mi indignación, que me hacía hervir la sangre!

Su taller de la Vía Mozza había sido concienzudamente saqueado por las tropas papales, que estuvieron buscándolo por toda la ciudad. Hasta la chimenea, los cofres y los armarios habían sido registrados. Sin embargo, no faltaba nada. En la capilla, descubrió que el andamiaje había sido retirado, probablemente para que los sacerdotes de San Lorenzo pudieran utilizar sus maderos como leña para calentarse. Ninguno de sus mármoles había sido tocado.

Después de tres años de guerra, podía por fin reanudar su trabajo. ¡Tres años…! Ahora, de pie y rodeado por sus bloques alegóricos de mármol, comprendió que el tiempo era también una herramienta: una importante obra de arte requería meses y hasta años para que sus elementos emocionales se solidificaran. El tiempo era una levadura. Muchos aspectos de El Día, El Amanecer y la Virgen, que antes se le habían mostrado esquivos, ahora se le presentaban claros, maduradas sus formas, resueltas sus definiciones. Una obra de arte significaba crecer desde lo particular o individual a lo universal.

Después de una cena ligera con su padre, volvió al taller de la Vía Mozza. Mini había salido. Le resultaba profundamente grato estar de vuelta en su taller. Tomó las carpetas de sus dibujos, fue observando éstos aprobatoriamente e hizo algunas rápidas correcciones con su pluma. Luego, en el reverso de una hoja de dibujo, escribió con profunda emoción:

Una suerte excesiva, no menor que la desgracia, puede matar a un hombre condenado a mortal dolor si, perdida la esperanza, heladas todas sus venas, un inesperado perdón llega para liberarlo.

Baccio Valori, nuevo gobernador de Florencia en representación del papa Clemente, lo mandó llamar al palacio Medici. Miguel Ángel se extrañó. Valori había ayudado a expulsar al gonfaloniere Soderini de Florencia en 1512. Sin embargo, Valori era todo sonrisas cuando lo recibió, sentado tras el suntuoso escritorio desde el que Il Magnifico había guiado los destinos de Florencia.

—Buonarroti —exclamó con entusiasmo—, ¡lo necesito!

—Siempre es bueno ser necesitado, signor —respondió Miguel Ángel, cauteloso.

—Deseo que diseñe una casa para mí. ¡Quiero iniciar su construcción inmediatamente! Y además de la casa, una de sus admirables esculturas para el patio.

—¡Me hace un honor excesivo! —murmuró Miguel Ángel.

Cuando comunicó a Granacci el resultado de su visita, su amigo se mostró entusiasmado.

—Ahora te toca a ti adular al enemigo —dijo—. Valori odia a la Compañía del Crisol con toda su alma. Sabe que todos éramos contrarios a los Medici. Si haces lo que acaba de pedirte, todos quedaremos temporalmente libres de peligro.

Miguel Ángel se dirigió a la casa de la Vía Ghibellina. En un arcón en la cocina, se hallaba, bien envuelto en lana, el David experimental que había esculpido del bloque que Beppe había comprado para él, el David cuyo pie descansaba sobre la negra y ensangrentada cabeza de Goliat. Con un poco de trabajo con el martillo y el cincel, aquella cabeza desaparecería y en su lugar colocaría una esfera…, el mundo. David se convertiría en un nuevo Apolo.

La casa familiar parecía vacía, desamparada. Echaba de menos a Buonarroto y Sigismondo. Giovansimone estaba empeñado en que él financiase la reapertura de la tienda. Ludovico se hallaba muy debilitado. El pequeño Leonardo, de once años, constituía la única esperanza que le quedaba entre toda la familia Buonarroti, para conservar el apellido. Miguel Ángel había pagado su educación durante tres años.

—Tío Miguel Ángel… ¿No podría ser tu aprendiz? —preguntó un día Leonardo.

—¿Aprendiz de escultor? —inquirió Miguel Ángel, aterrado.

—¿Acaso no lo eres tú?

—Lo soy, pero no es una vida que yo pudiera desearle a mi único sobrino, Leonardo. Creo que sería mucho más feliz si entrases como aprendiz en la empresa lanera de los Strozzi. Hasta entonces podrías venir a mi taller y ocuparte de la contabilidad, como lo hacía tu padre. Necesito a alguien que me lleve los libros.

Los ojos del muchacho, tan parecidos a los de Buonarroto y los suyos, brillaron de alegría.

Al volver a la Vía Mozza, Miguel Ángel se encontró con Mini, que atendía a un elegantísimo emisario del duque de Ferrara.

—Maestro Buonarroti —dijo el visitante—, he venido a buscar la pintura que usted prometió a mi señor, el duque de Ferrara.

—Ya está terminada.

Cuando sacó el cuadro de Leda y el cisne, el emisario lo contempló en silencio. Al cabo de unos segundos, dijo:

—Ésta es una pintura sin la menor importancia. El duque esperaba de usted una obra maestra.

Miguel Ángel miró el cuadro, contemplando con satisfacción la voluptuosa figura de Leda.

—¿Podría preguntarle a qué se dedica, signor? —inquirió.

—¡Soy comerciante! —respondió el emisario, con orgullo.

—Entonces, su duque comprobará que usted ha hecho un pésimo negocio en su nombre. ¡Tenga la bondad de retirarse de mi taller inmediatamente!

La agonía y el éxtasis
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