XI
El grupo trabajó bien como equipo. Michi mezclaba el revoque en el andamio, después de subir las bolsas por la escalera. Rosselli extendía hábilmente el revoque en la superficie a pintar. Y hasta Jacopo trabajaba intensamente para copiar los colores en los bocetos, preparados ya por Bugiardini.
Cuando la pintura había tenido tiempo de secarse, Miguel Ángel volvía solo a la capilla para estudiar el resultado de la labor del día. Terminada ya una séptima parte de la bóveda, podía ver lo que sería todo el techo cuando hubiesen pintado el resto. Se alcanzaría el objetivo que perseguía el Papa. Nadie encontraría los obstáculos de los lunetos vacíos. Los apóstoles en sus tronos y el enorme espacio cubierto de diseños de brillantes colores ocultarían todos los defectos y distraerían la atención de quienes mirasen.
Pero ¿y la calidad del trabajo? Miguel Ángel no podía producir más que lo mejor de que era capaz: crear mucho más allá de su capacidad y habilidad, porque no podía conformarse con nada que no fuese fresco, nuevo, diferente.
Jamás había cedido un ápice en cuanto a la calidad. Su integridad de hombre y artista era la roca sobre la cual estaba construida toda su vida. Ahora no podía negar que la calidad de aquel trabajo era mediocre. Y así se lo dijo a Giuliano da Sangallo.
—Nadie lo culpará —respondió el arquitecto—. El Papa le ha dado este trabajo, y usted hizo lo que él le ordenó. ¿Quién podría hacer otra cosa?
—Yo. Si termino este techo tal como va, me despreciaré a mí mismo.
—¿Por qué se empeña en tomar las cosas tan en serio?
—Si hay una cosa que sé perfectamente es que, cuando tengo un martillo y un cincel en las manos, necesito toda la seguridad de que no puedo hacer nada mal. Necesito mi propia dignidad. Una vez que descubriese que podría contentarme con un trabajo inferior, habría terminado como artista.
Tuvo ocupada a toda la bottega haciendo los dibujos para la parte siguiente del techo. No dijo nada a nadie del dilema en que estaba. Sin embargo, una crisis era inminente. Sólo faltaban diez días para aplicar el siguiente panel con el tamaño natural. ¡Tenía que adoptar una decisión!
La celebración de las fiestas de Navidad en Roma, comenzadas con un adelanto considerable, le brindó un motivo para suspender el trabajo, sin revelar la angustia de que estaba poseído. La bottega entera se mostró encantada con aquellas vacaciones.
Recibió una nota del cardenal Giovanni. Lo invitaba a cenar el día de Nochebuena. Era la primera noticia que recibía de Giovanni desde su descomunal batalla con el Papa.
Un paje lo introdujo en el palacio de la Vía Ripetta. Al atravesar el espacioso vestíbulo, con su majestuosa escalinata, y luego un rico salón y un saloncito de música, pudo percibir cuán grandes eran los beneficios que el cardenal había obtenido en los últimos años. Había pinturas en las paredes, antiguas esculturas sobre pedestales, vitrinas llenas de joyas antiguas, gemas y monedas.
De pronto, se detuvo a la entrada del más pequeño de los salones. Sentada ante la chimenea en la que ardían varios gruesos leños hacia los que tendía sus manos, estaba Contessina.
—¡Miguel Ángel! —exclamó ella, mirándolo sonriente.
—¡Contessina! No necesito preguntarle cómo está… ¡Hermosísima!
—Nunca me ha dicho eso —respondió ella sonrojándose.
—Pero siempre lo he pensado. Forma parte de mí mismo. Desde los días en que comenzó mi verdadera vida, en aquel jardín de escultura.
—También usted ha sido siempre parte de mi vida.
—Luigi y Niccolo, ¿están bien? —preguntó él, cambiando de tono al ver que se acercaban otras personas.
—Si, están aquí conmigo.
—¿Y Ridolfi?
—No. Giovanni me ha llevado a ver al Papa, quien me prometió interceder por nosotros ante la Signoria. Pero no tengo muchas esperanzas. Mi marido está comprometido en la causa antirrepublicana. Jamás pierde la ocasión de dar a conocer sus puntos de vista. No es muy discreto, pero está decidido a no cambiar. —Se detuvo bruscamente y lo miró—. Bueno, ya he hablado bastante de mí. Hablemos ahora de usted.
—Lucho, pero siempre pierdo.
—¿No anda bien su trabajo?
—Todavía no.
—Saldrá bien. ¡Pondría las manos en el fuego!
Los dos rieron ante aquella dramática afirmación. Y al reír, Miguel Ángel pensó que aquella comunión era también una especie de posesión, extraña, hermosa, sagrada.
La campagna romana no era Toscana. Pero poseía fuerza, historia, en las llanas y fértiles extensiones atravesadas por los restos del acueducto romano: la villa de Adriano, donde el emperador había hecho renacer la gloria de Grecia y el Asia Menor; Tixoli, con sus majestuosas caídas de agua; una serie de poblaciones enclavadas en las laderas de los volcánicos Montes Albanos; y otras sierras cubiertas de verdes bosques, que se elevaban en ondulaciones sucesivas.
Fue hundiéndose más y más profundamente en el pasado. Cada noche se detenía en alguna diminuta posada y golpeaba la puerta de una familia contadino para comprar su cena y el derecho a dormir.
Cuanto más penetraba en el inconmensurable pasado de los montes volcánicos y las civilizaciones, más se fue aclarando su problema. Sus ayudantes tenían que irse. Muchos escultores habían permitido a sus aprendices esculpir el mármol hasta una distancia prudente de la figura encerrada en el bloque, pero él tenía que hacer todo eso personalmente. No tenía el carácter de un Ghirlandaio, capaz de ejecutar las figuras principales y las escenas centrales, mientras permitía que la bottega hiciera el resto. No, él tenía que trabajar solo.
No prestó atención al tiempo que pasaba. ¡Los días le parecían infinitesimales entre esas eras perdidas de la roca volcánica! En lugar de tiempo, tuvo conciencia del espacio y trató de adaptarse al corazón, a la esencia de la bóveda de la Capilla Sixtina, como lo había hecho con el bloque Duccio, para conocer su peso y masa y adivinar lo que podría contener.
En la mañana del día de Año Nuevo de 1509, abandonó la choza de piedra de las montañas y subió más y más por las sendas de cabras, hasta llegar a la cumbre de la sierra. El aire era fresco, cortante, límpido. De pie en el pico, tapada la boca con su bufanda de lana, sintió el calor del sol que se elevaba a sus espaldas, sobre la montaña más distante que alcanzaba a ver. Y al subir el astro por el cielo, la campagna cobró vida con unos pálidos rosas y oscuros marrones. Allá, en la distancia, estaba Roma, a la que alcanzaba a ver claramente. Más allá y hacia el sur, se extendía el mar Tirreno, verde bajo el azul del cielo invernal. Todo el paisaje estaba inundado de luz; bosques, sierras que iban descendiendo a sus pies, colinas, poblaciones, fértiles llanuras, somnolientas granjas, aldeas de piedra, caminos de montaña que llevaban a Roma, y el mar, un barco en el agua…
Pensó reverente: «¡Qué artista maravilloso fue Dios cuando creó el universo! Escultor, arquitecto, pintor, que concibió originalmente el espacio y lo llenó con todas estas maravillas…».
Y de pronto, se iluminó su cerebro y supo, tan claramente como podía haber sabido algo en su vida, que nada podría bastarle para su bóveda más que el mismo Génesis, una nueva creación del Universo. ¿Qué obra de arte más noble podría haber que la creación por Dios del sol y la luna? La tierra y el agua, la creación del hombre y después de la mujer. Él crearía el mundo en aquel techo de la Capilla Sixtina, como si se estuviese creando por primera vez. ¡Aquél sí que era un tema que conquistaría la bóveda!