VIII

El tiempo estaba tormentoso. Beppe y sus hombres colocaron un techo de madera desde la pared del fondo, en un ángulo bien pronunciado, para dejar espacio para el bloque. Luego lo cubrieron de tejas para que el agua de la lluvia no se filtrase.

El bloque parecía llamarlo para que se entregarse a él totalmente. Las herramientas se abrían paso en su carne con terrible penetración en busca de codos, muslos, pecho y rodillas. Los blancos cristales, que habían estado dormidos por espacio de medio siglo, cedían amorosamente a cada golpe del martillo y del cincel.

Aquélla era su tarea más ambiciosa. Nunca hasta entonces había tenido semejante amplitud de figura, semejante sencillez de diseño; nunca hasta entonces se había sentido poseído de una precisión, fuerza, penetración y profundidad de pasión tan absolutas. Le era imposible pensar en nada más y ni siquiera podía detenerse para comer o cambiarse de ropa. Alimentaba su hambre de mármol veinte horas diarias. Cuando su mano derecha se cansaba de empuñar el martillo, lo cambiaba a la izquierda y lo movía con idéntica precisión y sensibilidad exploradora. Por la noche esculpía a la luz de las velas, con absoluta tranquilidad, pues Argiento se retiraba al otro taller al ponerse el sol.

Había hecho frente al desafío de la parte de mármol trabajada por otro escultor, que había inclinado la figura un ángulo de veinte grados dentro del bloque, diseñándola diagonalmente, al bies, y ahora él era como un ingeniero que intentaba incrustar en su diseño una fuerte estructura vertical, comenzando por el pie derecho y continuando hacia arriba por la pierna, el torso y el cuello del gigante, para terminar en la cabeza. Con aquella columna de sólido mármol, su David podría erguirse y jamás se produciría un derrumbamiento interior.

La clave de la belleza y del equilibrio de la composición era la mano derecha de David empuñando la piedra. Aquélla era la forma de la que emergía el resto de la anatomía y el sentimiento de David. Aquella mano, con sus venas marcadas, creaba una anchura y una masa que compensaba la delgadez que se veía obligado a darle a la cadera izquierda. El brazo y el codo del lado derecho integrarían la forma más delicada de la composición.

Conforme el trabajo iba absorbiéndolo no le fue posible a Granacci convencerlo de que fuese a cenar a la villa. Asistía muy pocas veces a las reuniones en el taller de Rustici, y cuando iba era únicamente porque la noche era demasiado fría para trabajar. Leonardo era el único que protestaba, pues no podía tolerar que Miguel Ángel fuese a las reuniones con aquellas ropas sucias y los cabellos llenos de polvillo de mármol. Por la expresión de Leonardo y los olisqueos de aquella nariz aristocrática, Miguel Ángel se dio cuenta de que el gran pintor creía que era él quien olía mal, pero no le preocupó mucho. Era mucho más fácil dejar de asistir a las reuniones de la Compañía del Crisol que perder tiempo en acicalarse para las mismas.

El día de Navidad acompañó a su familia a la misa mayor en Santa Croce. El día de Año Nuevo pasó inadvertido para él. Ni siquiera fue al taller de Rustici para recibir el año 1502 con los demás miembros de la compañía. Trabajó furiosamente los días del oscuro mes de enero, para lo cual se veía obligado a mover la mesa giratoria a cada momento para conseguir la mejor luz. El cuello de la estatua era tan tremendo que podía trabajar en él sin temor de que la cabeza se desprendiese del resto.

Soderini visitó el taller para ver cómo progresaba la estatua. Sabía que Miguel Ángel no tendría paz en su casa hasta que no se estableciese el precio que se le habría de pagar por la estatua terminada. Hacia la mitad de febrero, cuando Miguel Ángel llevaba ya cinco meses trabajando, Soderini le preguntó:

—¿Le parece que ha adelantado lo bastante como para que el Gremio y la Junta vengan a ver la estatua? Puedo citarlos aquí y arreglar la firma del contrato definitivo…

Miguel Ángel alzó la mirada hacia la estatua. Su estudio de anatomía había ejercido gran influencia en su trabajo. Señaló a Soderini cómo la estructura de los músculos consiste en fibras que corren en una misma dirección; toda la acción que se desarrollaba en el David corría paralelamente a esas líneas fibrosas. Luego, de mala gana, contestó a la última pregunta de Soderini:

—A ningún artista le gusta que su obra no se vea inacabada, como lo está ésta todavía.

—Indudablemente recibiría un premio mucho mayor si pudiera esperar a que la estatua estuviera terminada…

—¡No puedo! —suspiró Miguel Ángel—. ¡Ninguna cantidad adicional de dinero me compensaría dos años de penurias con mi padre!

—Traeré a esos señores en cuanto nos reunamos en un día de sol.

Terminó el mal tiempo. Salió el sol y secó las calles de la ciudad. Miguel Ángel y Argiento retiraron las tejas del techo y las colocaron en pilas para el invierno siguiente. Luego quitaron también los tablones, dejando que la luz del sol inundase el taller. El David latía de vida en todas las fibras de su cuerpo. Hermosas venas de un color gris azulado se extendían por las piernas, como venas humanas. El considerable peso de la estatua descansaba ya sobre la fuerte pierna derecha.

Le llegó un aviso de Soderini, anunciándole que los miembros de las Juntas irían al taller al mediodía siguiente. Miguel Ángel ordenó:

—Argiento, empieza a limpiar enseguida. Estoy pisando trozos de mármol y polvo de por lo menos dos meses.

—No me culpe a mí —exclamó Argiento—. No sale usted de aquí ni el tiempo suficiente para que yo pueda barrer. Estoy convencido de que le agrada pisar todo eso.

¿Qué debía decirles a esos señores que vendrían a juzgar su obra? Si este concepto del David le había supuesto meses de dolorosa búsqueda intelectual, no le era posible justificar en una hora, o menos, todo cuanto se había apartado de la tradicional forma de esculpir florentina. ¿No pensarían más los jueces en lo que él les decía que en lo que su mano había esculpido?

Argiento tenía todo limpio y ordenado en el taller, cuando llegó Soderini, acompañado de dieciséis miembros del Gremio y la Junta. Miguel Ángel los recibió cordialmente. Se reunieron todos en torno a la inconclusa estatua, contemplándola con asombro. El canciller Michelozzo pidió a Miguel Ángel que les mostrase cómo trabajaba el mármol. Miguel Ángel tomó martillo y cincel y les enseñó cómo la parte superior del segundo se hundía en el martillo al hundirse él a su vez en el mármol, sin crear explosión alguna, sino más bien una suave fuerza insinuante.

Hizo que todos ellos observasen la figura desde todos los ángulos les señaló la fuerza estructural vertical, cómo los brazos serían liberados del mármol, que todavía los protegía uniéndolos al torso, el tronco de árbol que sería el único objeto que sostendría al desnudo gigante. La figura estaba inclinada todavía en un ángulo de veinte grados en el bloque, pero Miguel Ángel demostró cómo, al ir eliminando el mármol negativo que ahora lo rodeaba, el David quedaría erguido verticalmente.

A la tarde siguiente, Soderini fue al patio del Duomo con un documento de aspecto oficial en una mano, y dio unas cariñosas palmadas a Miguel Ángel.

—Las Juntas quedaron completamente satisfechas —dijo—. ¿Quiere que le lea? Escuche: «Los honorables señores cónsules del Gremio del Arte Lanero han decidido que la Junta de Obras del Duomo puede dar al escultor Miguel Ángel Buonarroti cuatrocientos florines grandes de oro en pago del Gigante llamado David, y que Miguel Ángel deberá completar dicha estatua, hasta perfeccionarla, en un plazo de dos años a contar desde el día de la fecha».

—Ahora —respondió Miguel Ángel entusiasmado— puedo olvidarme del dinero hasta que haya terminado. ¡Eso es la gloria para un artista!

Esperó hasta que Ludovico le habló nuevamente de la cuestión, y entonces respondió:

—Ya ha sido fijado el precio, padre: cuatrocientos florines grandes de oro.

Los ojos del padre brillaron de alegría.

—¿Cuatrocientos florines grandes de oro? ¡Excelente! Porque sumados a los seis florines mensuales que recibirás mientras dure el trabajo…

—No —replicó Miguel Ángel—. Continúo recibiendo esos seis florines mensuales por espacio de dos años…

—Bien —dijo Ludovico tomando su pluma—. Veamos: veinticuatro veces seis es igual a… ¿a ver?, sí: ciento cuarenta y cuatro, que agregados a los cuatrocientos suman quinientos cuarenta y cuatro florines. ¡Así es mejor!

Pero Miguel Ángel movió la cabeza, impaciente, y dijo:

—No, padre. Nada más que cuatrocientos florines grandes en total. Los pagos mensuales son por concepto de anticipo, que serán deducidos al final.

Toda la alegría desapareció de los ojos de Ludovico, al ver que se le esfumaban aquellos ciento cuarenta y cuatro florines.

Y Miguel Ángel comprendió que, desde aquel mismo instante, su padre andaría por la casa con una expresión dolorida, como si alguien se hubiera aprovechado de él, para engañarlo. No había comprado su paz. Quizás ese algo llamado paz no existiera.

La agonía y el éxtasis
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