XII
Una vez a la semana, algunos socios comerciales de Aldrovandi realizaban un viaje a Florencia por el paso Futa. Llevaban noticias de Miguel Ángel a los Buonarroti y le traían las de su familia.
Una semana después de haber abandonado él Florencia, Carlos VIII había entrado en la ciudad como conquistador y sin encontrar la menor resistencia. Fue recibido con las calles engalanadas con tapices, guirnaldas, toldos y lámparas de aceite encendidas. El Ponte Vecchio había sido alegremente adornado. La Signoria lo recibió y lo acompañó a elevar sus oraciones en el Duomo. Se le cedió, para su alojamiento, el palacio de los Medici, pero cuando llegó el momento de firmar el tratado de paz, el monarca francés se mostró altivo, amenazó con llamar nuevamente a Piero y exigió por su firma un precio digno del rescate de un imperio. Estallaron las luchas en las calles de Florencia. Los soldados franceses y los civiles florentinos se atacaron mutuamente, y los segundos cerraron su ciudad, dispuestos a expulsar de ella a los invasores franceses. Carlos, ante aquella actitud, se mostró más razonable y por fin accedió a recibir ciento veinte mil florines y el derecho de mantener dos fortalezas en Florencia hasta que terminase su guerra con Nápoles a cambio de evacuar la ciudad.
Sin embargo, lamentablemente, las ruedas de la ciudad-estado se habían detenido. Gobernada durante tanto tiempo por los Medici, aquella estructura oficial no funcionaba sin un órgano directivo. Ahora la ciudad estaba dividida en facciones. Un grupo quería instituir la forma veneciana de gobierno; otro deseaba crear un Consejo del Pueblo, encargado de aprobar las leyes y elegir a los magistrados, y otro Consejo, más reducido, de hombres experimentados, para establecer la política interna e internacional. Guidantonio Vespucci, portavoz de los nobles acaudalados, calificó aquellas medidas de peligrosamente democráticas y luchó por mantener el poder en unas pocas manos.
A mediados de diciembre llegaron noticias a Bolonia de que Savonarola había intervenido en aquella crisis con una serie de sermones en los que aprobaba la estructura democrática propuesta. Algunos visitantes del palacio Aldrovandi bosquejaron el concepto que tenía Savonarola de los Consejos: únicamente serían sometidas a impuestos las propiedades reales; todo florentino tendría derecho al voto; todos los mayores de veintinueve años que hubiesen pagado impuestos podrían ser elegidos para integrar el Gran Consejo. Y al terminar la serie de sermones, Vespucci y sus nobles fueron derrotados y se adoptó el plan de Savonarola. Desde Bolonia, parecía que el monje se había convertido en el dueño de Florencia, tanto en lo político como en lo religioso. ¡Su victoria sobre Il Magnifico era ya completa!
Al llegar el nuevo año, Piero de Medici regresó a Bolonia para establecer allí la sede central de sus actividades. Un día, al regresar de su taller, Miguel Ángel encontró a un grupo de soldados de Piero ante el palacio de Aldrovandi. Piero estaba dentro con Giuliano. Aunque Carlos VIII, al firmar la paz con Florencia, había insistido en que fuese suspendido el precio que pesaba sobre las cabezas de Piero y Giuliano, todas las posesiones de los Medici fueron confiscadas, y Piero, desterrado a una distancia no menor de trescientos kilómetros de la frontera de Toscana.
Cuando se encontraron a la entrada del comedor, Miguel Ángel exclamó:
—¡Excelencia! ¡Qué placer verlo otra vez! ¡Sin embargo, desearía que este encuentro se produjese en el palacio de los Medici!
—¡No tardaremos mucho en volver a él! —gruñó Piero—. La Signoria me echó de allí por la fuerza. Estoy organizando un ejército, y cuando lo tenga preparado seré yo quien los eche a ellos por la fuerza.
Giuliano había saludado a Miguel Ángel con un pequeño movimiento de cabeza, pero, cuando Piero dio su brazo a la señora Aldrovandi para entrar en el comedor, los dos jóvenes se abrazaron cariñosamente.
No hubo mucho de agradable ni risueño durante la cena, pues Piero comenzó a exponer de inmediato su plan para la conquista de Florencia. Lo único que necesitaba, dijo, era dinero suficiente, mercenarios contratados, armas y caballos. Piero esperaba que Aldrovandi contribuyese con dos mil florines a dicha campaña.
—Excelencia, ¿está usted seguro de que ése es el mejor modo? —preguntó Aldrovandi respetuosamente—. Cuando su bisabuelo Cosimo fue desterrado, esperó hasta que la ciudad consideró que lo necesitaba, y lo llamó.
—Yo no perdono como mi bisabuelo. Florencia quiere que yo vuelva ahora mismo.
Hizo una pequeña pausa, se volvió a Miguel Ángel y le dijo:
—Ingresará en mi ejército como ingeniero para ayudar a diseñar las fortificaciones de los muros, una vez que hayamos reconquistado la ciudad.
Miguel Ángel bajó la cabeza, sin saber qué responder. Al cabo de un instante dijo:
—¿Iría a la guerra contra Florencia, señor?
—Ciertamente. No bien tenga las fuerzas suficientes para derribar sus muros.
—Pero si bombardea la ciudad, ésta puede quedar destruida.
—¿Qué importa? Florencia es un montón de piedras, y si las derribamos las levantaremos más adelante.
—Pero ¿y las obras de arte?
—¡Bah! ¿Qué significa el arte? En un año, podremos reponer todas las pinturas y mármoles. ¡Y será una nueva Florencia, en la que mandaré yo!
Aldrovandi se volvió hacia Piero.
—En nombre de mi amigo Il Magnifico tengo que rechazar ese plan. El dinero que pide es suyo desde ahora mismo, pero no para fines bélicos. Lorenzo habría sido el primero en detenerlo, si viviese.
Piero se volvió hacia Miguel Ángel para preguntar:
—¿Y usted, Buonarroti?
—Yo, Excelencia, tengo que declinar su ofrecimiento. Le serviré en cualquier cosa que me pida, pero no para hacer la guerra contra Florencia.
Piero empujó su silla hacia atrás y se puso en pie.
—¡Esta es la clase de gente que he heredado de mi padre! Poliziano y Pico prefirieron morir a pelear. Usted, Aldrovandi, que fue el Podestá de Florencia, designado por mi padre… y, usted, Buonarroti, que ha vivido cuatro años bajo nuestro techo… ¿qué clase de hombres son, que no están dispuestos a pelear por el hijo de Lorenzo de Medici?
Salió de la habitación como una tromba. Miguel Ángel dijo con los ojos llenos de lágrimas:
—¡Perdóneme, Giuliano!
Giuliano se había puesto también en pie y se volvió para salir de la habitación, pero al llegar junto a la puerta dijo:
—Yo también me negaré a esa guerra, pues con ello sólo conseguiríamos que Florencia nos odiara más. A rivederci, Miguel Ángel. Le escribiré a Contessina para decirle que lo he visto.
Estaba indeciso todavía en lo referente a los ángeles. Recordaba el primero que había dibujado para el fresco de Ghirlandaio, cuyo modelo había sido el hijo del carpintero que ocupaba la planta baja de la casa arrendada por la familia Buonarroti. ¿Qué eran los ángeles? ¿Eran masculinos o femeninos? El prior Bichiellini los había calificado una vez como «seres espirituales a las órdenes de Dios»…
Su turbación, después de dibujar centenares de ángeles, era todavía mayor tras aquellos meses de disección en la morgue de Santo Spirito. Ahora ya conocía los tejidos y la función de la anatomía humana y no podía negarse a utilizar aquellos conocimientos. Pero ¿tenían intestinos los ángeles? Además, tenía que esculpir el suyo completamente vestido para que no desentonase con el del extremo opuesto del Arca. Ahora se encontraba en el principio, donde Ghirlandaio le había dicho que tendría que permanecer toda su vida: capaz de esculpir un rostro, manos, pies, cuellos; pero en lo que concernía al resto del cuerpo, los conocimientos tan duramente logrados estarían ocultos bajo mantos y túnicas.
Para su «ser espiritual» eligió a un niño contadino llegado a la ciudad desde su casa de campo para oír misa. Tenía un rostro ancho y carnoso, pero sus facciones eran las tradicionalmente griegas. Sus brazos y piernas estaban muy bien desarrollados. Y en su dibujo, el joven y poderoso ángel sostenía en alto un candelabro que un gigante no podría levantar. En lugar de compensar aquello con delicadas y diáfanas alas, como sabía que debía hacer, frotó sal en la herida de su propia confusión al diseñar las dos alas de un águila a punto de emprender vuelo. Las talló en madera para ajustarlas a su modelo de arcilla, tan pesadas que habrían arrojado de espaldas al delicado ángel de Dell'Arca.
Invitó a Aldrovandi a visitar el taller, y su protector no se mostró asombrado ante el vigor de su modelo.
—Los boloñeses no somos seres espirituales —dijo—. ¡Esculpa un ángel bien fornido!
Y así lo hizo. Colocó sobre su base el más grueso de los tres bloques de mármol de Carrara conseguidos por Aldrovandi. Con el martillo y el cincel en mano se sintió completo nuevamente. El polvillo y los trozos de piedra que saltaban bajo sus golpes cubrían sus cabellos y ropas. Cuando trabajaba la piedra se sentía un hombre superior.
Por las noches, después de leer en voz alta a su protector e ilustrar una página de Dante, ensayaba algunos bosquejos para el San Petronio, santo patrón de Bolonia, convertido al cristianismo, perteneciente a una noble familia romana y constructor de la iglesia que llevaba su nombre. Empleó como modelos a los invitados de más edad del palacio de Aldrovandi: miembros de los Dieciséis, profesores de la universidad, jueces y demás nobles. Dibujaba en su mente aquellos rostros y cuerpos, mientras estaba sentado cenando con ellos. Después se retiraba a su habitación para trasladar al papel las líneas, formas e interrelación de facciones y expresiones.
Muy poco de original podía hacer para la figura de San Petronio. Los monjes de San Domenico y los funcionarios del gobierno boloñés habían decidido ya lo que querían: San Petronio no podría tener menos de sesenta años, debía estar completamente cubierto de suntuosos ropajes y sobre su cabeza llevaría una corona de arzobispo. Debía sostener en sus manos una maqueta de la ciudad de Bolonia, con torres y palacios hacinados dentro de los muros protectores.
En el taller contiguo al suyo se instaló un nuevo vecino. Era Vincenzo, cuyo padre había conseguido un contrato para fabricar ladrillos y tejas destinados a una obra de reparación que se había de realizar en la catedral. Un grupo de obreros se reunió en el patio, ocupando distintos puestos, y poco después el lugar resonaba con la actividad de la descarga de materiales. Y Vincenzo proporcionó un divertido entretenimiento a todos, dirigiéndose durante todo el día a Miguel Ángel con frases insultantes.
—Ayer —decía— fabriqué un centenar de ladrillos ¿Qué ha hecho usted? ¿Trazos de carboncillo sobre un papel?
Animado por las risotadas de los demás, continuaba:
—¿Y con eso cree que es escultor? ¿Por qué no vuelve a su ciudad y deja las cosas de Bolonia para los boloñeses?
—Así lo haré en cuanto termine mis tres esculturas.
—Nada es capaz de destruir mis ladrillos. Piense qué pasaría si le ocurre un accidente a una de sus estatuas…
Los demás obreros suspendieron sus quehaceres. Un gran silencio se extendió por el patio. Vincenzo, que pronunciaba las palabras igual que hacía los ladrillos, con grandes movimientos de las manos, continuó con una astuta sonrisa:
—Alguien se acerca demasiado al Arca. ¡Plaf! Su ángel queda partido en una docena de pedazos…
Miguel Ángel sintió que la furia le apretaba la garganta.
—¡No se atreverá!
—¡No, no, Buonarroti! Yo no. Soy demasiado delicado. Pero alguien más torpe… podría tropezar…
San Petronio resultó, al final, un anciano con el rostro cubierto de profundos surcos, pero en su cuerpo había una potencia inherente. Miguel Ángel sabía que, como dibujante, había hecho un buen trabajo. Pero como artista creador, consideraba haber contribuido poco o nada.
—Es muy hermosa —dijo Aldrovandi cuando vio la pieza ya pulida—. ¡Ni siquiera Dell'Arca la habría podido superar!
—Pero yo estoy decidido a darle algo más —dijo Miguel Ángel tercamente—. No debo partir de Bolonia sin haber esculpido algo realmente sensacional y original.
—Muy bien, se ha tenido que disciplinar para darnos el San Petronio que queríamos. Ahora yo disciplinaré a Bolonia para que acepte el San Próculo que desea esculpir usted.
Bolonia la Gorda se convirtió en Bolonia la Flaca, para él. No regresaba a casa para comer al mediodía. Cuando un paje del palacio Aldrovandi le llevaba alimentos calientes, los dejaba enfriar si no coincidían con el momento en que quería suspender el trabajo unos minutos. Ahora que se acercaba la primavera, podía trabajar más horas cada día y, con frecuencia, llegaba de vuelta al palacio Aldrovandi después del anochecer; sucio, sudoroso, cubierto de polvillo de mármol o tiznado de carboncillo, listo para caer en su lecho como un leño, completamente agotado. Pero los servidores le llevaban una gran tina de madera llena de agua caliente y tendían sobre la cama una muda limpia.
A Clarissa la veía muy pocas veces, puesto que asistía a escasas reuniones. Pero cuando la veía, el deleite y el tormento lo sacudían noches enteras, ahuyentando el sueño y llenando su mente durante días, mientras intentaba inútilmente crear la figura de San Próculo; en su lugar dibujaba la de Clarissa, desnuda bajo sus sedas.
Prefería no verla, porque le resultaba demasiado doloroso.
El uno de mayo, Aldrovandi le dijo que podía dejar de trabajar. Aquél era el día más feliz del año para Bolonia, en el que reinaba la Condesa del Amor. La gente se reunía para recoger florecillas silvestres, que después regalaba a sus parientes y amigos, y los románticos cortesanos jóvenes plantaban árboles cubiertos de cintas de colores bajo las ventanas de sus amadas y les ofrecían serenatas.
Miguel Ángel acompañó a los Aldrovandi hasta fuera de la portada principal de la ciudad, donde había sido levantada una plataforma cubierta de damasco y festones de flores. Era allí donde se coronaba a la Condesa del Amor, en presencia de toda la población, que se congregaba para rendirle homenaje.
También él deseaba rendir homenaje al amor, o lo que fuera que hacía hervir la sangre en sus venas aquella mañana en que el aire campestre de primavera llegaba perfumado y embriagador.
Pero no vio a Clarissa. Vio, sí, a Marco entre los miembros de su familia, con dos jóvenes doncellas prendidas de sus brazos, aparentemente elegidas por ésta para casarlo con alguna de ellas. Vio a la mujer mayor que acompañaba a Clarissa en sus salidas a hacer compras por la ciudad, y a su criada. Pero por mucho que buscó no pudo encontrar a Clarissa.
Y de pronto se encontró con que ya no estaba ante la plataforma de Mayo, ni entre la multitud. Sus pies lo llevaban rápidamente por el camino que conducía a la villa de Clarissa. No sabía lo que haría cuando llegase allí. Ignoraba qué diría, cómo explicaría su presencia a la persona que le abriese la puerta. Temblaba todo su cuerpo mientras corría cuesta arriba por el camino.
La portada principal estaba abierta. Entró y se acercó a la puerta del edificio, llamó una y otra vez. Cuando ya empezaba a creer que no había nadie en la casa y que había obrado como un estúpido, la puerta se abrió un poco. ¡Y ante él apareció Clarissa, vestida con un peinador, suelta la frondosa cabellera dorada que le llegaba casi hasta las rodillas! No tenía afeites ni joyas, y su rostro le pareció más hermoso, su cuerpo, más deseable, porque carecía de artificios.
Entró. En la villa no se oía el menor ruido. Ella cerró la puerta y corrió el cerrojo. E inmediatamente se estrecharon en un apasionado abrazo, fundidos en uno los dos cuerpos, húmedas sus bocas, que parecían beberse una a otra ansiosamente.
Clarissa lo llevó a su dormitorio. No tenía prenda alguna bajo el peinador. El esbelto cuerpo, los pechos de rosados pezones, el dorado monte de Venus, eran exactamente como el ojo de dibujante de Miguel Ángel sabía que tenían que ser: una perfecta belleza femenina hecha para el amor.
Aquello fue como penetrar profundamente en el mármol blanco, con la palpitante y viva acometida de su punzón golpeando hacia arriba en el viviente mármol, todo su cuerpo tras cada golpe, siempre más y más profundamente dentro de la suave y rendida sustancia, hasta alcanzar la delirante culminación, igual que un estallido.
Después del Día de Mayo completó el dibujo de su viril San Próculo mártir ante las puertas de Bolonia en el año 303, mientras gozaba de la plenitud de su vigor y juventud. Lo vistió con una túnica con cinturón que nada hacía para ocultar el vigoroso torso, las caderas y las piernas desnudas. Cuando componía su modelo de arcilla, la experiencia que había obtenido al esculpir el Hércules rindió su fruto, pues le fue posible lograr los muslos fibrosos, las abultadas pantorrillas, hasta darles el aspecto del verdadero torso y piernas de un heroico guerrero, poderoso, indestructible.
Luego, sin la menor vergüenza, modeló su propio retrato utilizando un espejo de su dormitorio: la torcida nariz, los altos pómulos y los separados ojos, con el mechón de cabellos que cubría su frente.
Al esculpir el mármol y sentir los golpes del martillo y los cinceles, Vincenzo desapareció de su mente. Entornados los ojos, para protegerlos contra los pequeños trozos que volaban al ser herido el mármol, y ante la aparición de la forma que iba surgiendo del bloque, se sintió nuevamente gigante, y Vincenzo comenzó a perder estatura, hasta que por fin dejó de ir al patio.
Cuando el sol de las primeras horas de la tarde calentaba demasiado para que fuese posible trabajar en el cercado patio, cogía un carboncillo de dibujo y papel y se iba frente a la iglesia para sentarse en la fresca piedra ante las tallas de Della Quercia. Y cada día refrescaba su mente copiando una figura distinta: Dios, Noé. Adán, Eva, mientras trataba de capturar una parte de aquel poder de Della Quercia para impartir emoción, drama, conflicto y realidad a sus figuras de piedra.
Los meses más calurosos del verano pasaron en plena realización. Se levantaba antes del amanecer, y cuando aparecía el sol estaba ya trabajando el mármol. Esculpía unas seis horas antes de comer el salami y el pan que llevaba en una canastilla, y por la noche, cuando la oscuridad comenzaba ya a ocultar los planos y superficies de la figura, la envolvía en una tela mojada y la llevaba nuevamente al cobertizo, cuyas puertas cerraba con llave. Luego caminaba hasta el ancho y poco profundo río Reno, donde nadaba unos minutos, para regresar por fin al palacio Aldrovandi, mientras las estrellas relucían en el profundo palio azul de la llanura Emiliana.
Vincenzo había desaparecido, igual que Clarissa. Se enteró, por una observación casual de Aldrovandi, que Marco la había llevado a su villa de caza de los Apeninos para pasar allí los calurosos meses estivales. También la familia Aldrovandi partió para su villa de verano en las montañas. Durante la mayor parte de julio y todo agosto, Bolonia estaba desierta como si hubiese sido diezmada por alguna plaga. En el palacio estaba él solo con un par de servidores que se consideraban demasiado viejos para viajar; sólo veía a su anfitrión cuando éste llegaba a caballo para pasar uno o dos días en la ciudad con el fin de atender alguno de sus numerosos asuntos, tostado el rostro por el aire de la montaña. Una de esas veces llevó a Miguel Ángel sensacionales noticias de Florencia.
—Fray Savonarola ha dejado de lado todo disimulo y se ha lanzado a la guerra contra el Papa —exclamó.
—¿Y qué ha respondido el Papa? —preguntó Miguel Ángel.
—Llamó al monje a Roma para que le explicara sus divinas revelaciones. Pero Savonarola se ha negado a ir y ha enviado al Papa la siguiente carta: «Todos los buenos y sabios ciudadanos consideran que mi partida de esta ciudad constituiría un perjuicio para el pueblo, y a la vez os sería de muy escasa o nula utilidad en Roma… Debido a que debo continuar este trabajo, estoy seguro de que las dificultades que se oponen a mi partida surgen de la voluntad de Dios. Por lo tanto, no es voluntad de Dios que yo abandone esta ciudad por el momento».
Aldrovandi rió, y dijo:
—Ese es un sistema infalible, ¿no le parece?
También Miguel Ángel se negó a abandonar Bolonia, cuando Aldrovandi le sugirió que fuese a pasar unas vacaciones con él, en la montaña.
—Muchas gracias —le dijo—, pero ahora estoy adelantando muy rápidamente el San Próculo. A este paso, lo terminaré cuando llegue el otoño.
El verano había pasado. Bolonia levantó de nuevo sus persianas y abrió las puertas de sus comercios. El otoño sentó sus reales y el San Próculo estaba terminado. Miguel Ángel y Aldrovandi estaban ante la estatua. El primero paseó sus dedos acariciantes por la pulida imagen. Estaba extenuado, pero se sentía feliz. Y Aldrovandi también.
—Pediré a los padres que fijen la fecha de la inauguración. ¿Qué le parece durante las fiestas de Navidad?
Miguel Ángel no contestó. Al escultor le correspondía esculpir, y al cliente inaugurar la estatua… y pagar.
—Mi trabajo está hecho —dijo, por fin—, y siento la nostalgia de Florencia. A usted sólo le diré que ha sido un buen amigo.
No podía alejarse sin despedirse de Clarissa, y eso hizo necesaria una pequeña demora. Finalmente, Aldrovandi lo invitó a una reunión en una villa escondida en las colinas, donde los acaudalados jóvenes boloñeses se sentían libres para llevar a sus amantes a bailar y divertirse. Miguel Ángel comprendió que no se le brindaría ni la más pequeña oportunidad de permanecer a solas con ella en alguna sala de música o biblioteca. Tendrían que decirse adiós en plena sala, rodeados de veinte parejas.
—He esperado para despedirme de usted, Clarissa. Regreso a Florencia.
Las cejas de la joven se unieron un instante, pero la sonrisa no desapareció del bello rostro.
—Lo siento. Me resultaba agradable saber que estaba aquí.
—¿Agradable una tortura? —preguntó él.
—En cierto modo. ¿Cuándo regresará?
—No lo sé. Tal vez nunca.
—Todo el mundo regresa a Bolonia. Está de camino a todas partes.
—Entonces, yo también regresaré.