I
¿Adónde iba un hombre cuando estaba destruido? ¿Adónde, sino a su trabajo, encerrado en su taller, después de haber colocado doce bloques de mármol alrededor de la habitación como si fueran soldados puestos allí para proteger su aislamiento?
El nuevo taller era agradable: su techo tenía una altura de algo más de diez metros. Poseía altas ventanas al norte y era lo bastante espacioso como para esculpir varias de las estatuas del mausoleo al mismo tiempo. Ése era el ambiente en el que debía hallarse siempre un escultor: en su taller propio.
Puesto que había firmado un contrato con Metello Van de Roma para esculpirle el Cristo resucitado, decidió comenzar por dicha pieza. Su mano derecha le reveló que no le sería posible diseñar un Cristo resucitado porque en su mente Cristo jamás había muerto. No había habido crucifixión ni sepultura. Nadie podía haber dado muerte al Hijo de Dios, ni Poncio Pilatos ni todas las legiones romanas destacadas en Galilea. Los nervudos brazos de Cristo sostenían la cruz fácilmente. Su viga atravesada era demasiado corta para el hombre que debía ser clavado en ella. Los símbolos estaban allí: la vara de bambú poéticamente curvada, la esponja empapada en vinagre; pero en su mármol blanco no habría la menor señal de angustia, ni recuerdo alguno de aquel terrible padecimiento.
Fue a Santa María Novella, y una vez allí contempló el robusto Cristo de Ghirlandaio, para el que había dibujado los bocetos preliminares.
El pequeño modelo de arcilla emergió fácilmente entre sus dedos. Luego, el taller quedó bautizado con los primeros trocitos de mármol que arrancaba su cincel y que a Miguel Ángel le parecieron gotas de agua bendita. Un grupo de amigos llegó para celebrar su «penetración» del mármol: Bugiardini, Rustici, Baccio D'Agnolo y Granacci. Este último sirvió el Chianti, levantó su vaso y exclamó:
—Brindo por los tres años perdidos. Requiescat in pace. Y ahora, bebamos por los años venideros, en que todos estos hermosos bloques cobrarán vida. ¡Beviamo!
—¡Auguri!
Después de su «ayuno» de tres años, el Cristo resucitado fue emergiendo de la blanca masa de mármol. Por haber convencido a Van de que contratase una figura desnuda, su cincel fue perfilando el contorno del varón erguido en un perfecto equilibrio de proporción, la cabeza inclinada hacia abajo. El Cristo parecía decir: «Tened fe en mí y en la bondad de Dios. He subido a mi cruz y la he conquistado. Vosotros también podréis conquistar la vuestra. La violencia pasa. El amor queda».
Debido a que la estatua tenía que ser enviada a Roma, dejó unos tabiques de mármol como protección entre el brazo izquierdo y el torso, y entre los dos pies. Tampoco trabajó el cabello, pues podría quebrarse, ni pulió el rostro, ya que podría ser arañado durante el viaje.
En años venideros no podría ganar mucho, ya que el Cristo resucitado le proporcionó menos de doscientos ducados y las figuras de la tumba de Julio II habían sido pagadas por adelantado. No obstante, seguía siendo el único sostén de su familia. Su hermano Buonarroto tenía ya dos hijos y otro en camino. Estaba enfermo y poco trabajo podía hacer. Giovansimone se pasaba los días en la tienda, pero carecía de sentido comercial. Su otro hermano, Sigismondo, no había sido preparado para ningún oficio más que el de la guerra. Cuando Ludovico enfermó también, llovieron sobre Miguel Ángel las cuentas de botica y médico. Los ingresos de las granjas desaparecían en poco tiempo. Iba a tener que reducir gastos.
—Buonarroto —le dijo un día a su hermano—, ahora que estoy de regreso en Florencia, ¿no te parece que sería mejor que dedicaras tu tiempo a administrar mis asuntos?
Buonarroto estaba aplastado. Su rostro palideció.
—¿Vas a cerrar nuestra tienda? —preguntó.
—No da beneficios.
—Sí, pero sólo porque he estado enfermo. En cuanto mejore puedo atenderla todos los días. ¿Qué haría Giovansimone si la cerrases?
Y Miguel Ángel comprendió que aquella tienda era necesaria para mantener la posición social de sus dos hermanos. Con ella, eran comerciantes sin ella se convertirían en dependientes, que vivirían a costa de su hermano. Y él no podía hacer nada que lesionase el nombre de su familia.
—Tienes razón, Buonarroto —dijo con un suspiro—. La tienda dará beneficios algún día.
Cuanto más celosamente cerraba la puerta del taller al mundo exterior, más evidente se le hacía que el estado natural del hombre eran las dificultades. Le llegó la noticia de que Leonardo da Vinci había muerto en Francia sin que sus compatriotas le quisieran ni le honraran; otra carta que recibió de Sebastiano desde Roma le comunicó que Rafael estaba enfermo y agotado, por lo que cada día se veía obligado a confiar mayor cantidad de trabajo a sus aprendices. Los Medici se hallaban también en serias dificultades: Alfonsina padecía de úlcera de estómago, y para consolarse de la muerte de su hijo y la pérdida del poder en Florencia, se trasladó a Roma, donde su vida se extinguió. El criterio político del Papa León X al apoyar a Francisco I de Francia había resultado erróneo. Ahora Carlos V, el flamante emperador español del Santo Imperio Romano, Alemania y Holanda, había salido triunfante en aquella lucha. Y en Alemania, Lutero desafiaba la supremacía papal.
Después de encerrarse durante semanas enteras, Miguel Ángel asistió a una cena de la Compañía del Crisol. Granacci llegó a su taller para ir los dos juntos al de Rustici. Había heredado la fortuna de su familia y vivía en una austera respetabilidad, con su esposa y dos hijos, en la residencia ancestral de Santa Croce. Cuando Miguel Ángel se mostró sorprendido al enterarse de la devoción de Granacci por sus asuntos comerciales, su amigo le respondió muy serio:
—Cada generación tiene que custodiar la fortuna familiar.
—Tal vez adoptes idéntica seriedad en lo que se refiere a tu talento de pintor, y trabajes…
—¡Ah! El talento… Tú no has descuidado nunca el tuyo y mira todo lo que has tenido que pasar. Yo aún sigo empeñado en gozar de la vida. ¿Qué nos queda, cuando los años se han ido? ¿Amargas reflexiones?
—Si yo no tengo maravillosas esculturas para demostrar que los años han pasado, entonces mis recuerdos serán ciertamente muy amargos.
Mientras pasaban por la Piazza San Marco, Miguel Ángel vio una figura conocida. Cogió del brazo a Granacci. Era Torrigiani, que hablaba con Benvenuto Cellini, un orfebre de diecinueve años y aprendiz de escultor. Torrigiani reía a carcajadas y movía mucho los brazos.
No bien llegaron al taller de Rustici, entró también Cellini, quien se dirigió directamente a Miguel Ángel.
—¡Ese Torrigiani —dijo— es un verdadero animal! Me dijo que un día, cuando usted se burló de él, le propinó tal golpe en la nariz que sintió que el hueso crujía bajo su puño.
—¿Por qué me repite esa historia, Cellini?
—Porque sus palabras engendraron tal odio en mí hacia ese canalla, que, aunque tenía pensado irme a Inglaterra con él, ahora comprendo que jamás me sería posible tolerar su presencia.
Era agradable verse rodeado por un grupo de amigos y conciudadanos en la exclusiva atmósfera de la Compañía del Crisol. Había recomendado a Jacopo Sansovino para un importante trabajo en Pisa, y Jacopo le perdonó que no le hubiese permitido participar en el proyecto de la fachada de San Lorenzo, ahora difunto. Lo mismo había ocurrido con Baccio D'Agnolo, que se había hecho famoso por la belleza de sus trabajos de incrustaciones de madera en mosaicos; Bugiardini, a quien Paolo Rucellai había confiado un encargo, una escultura del Martirio de Santa Catalina para un altar de Santa María Novella, tropezaba con dificultades en su dibujo. Miguel Ángel había pasado varias noches con su amigo abocetando algunas figuras desnudas, heridas o muertas, para captar una variedad de efectos de luz y sombra.
La única nota amarga la dio Baccio Bandinelli, que rehuía la mirada de Miguel Ángel. Éste observó al hombre que había luchado contra él desde el incidente con Perugino. Tenía ahora treinta y un años, y era el conversador más empedernido de Toscana. Los Medici le habían hecho algunos encargos.
Agnolo Doni, para quien Miguel Ángel había pintado la Sagrada Familia, era ahora socio del Crisol. Había conquistado tal distinción al financiar un número de aquellas costosas reuniones. Conforme iba creciendo la fama de Miguel Ángel, Doni se encargó de aumentar la leyenda de la amistad entre ambos. Según Doni, eran una pareja invencible en el equipo de calcio de Santa Croce. Él era quien había alentado a Miguel Ángel en su arte. Y Miguel Ángel sonreía. No podía desmentir públicamente al fanfarrón.
Al correr los meses, penetró simultáneamente en cuatro bloques de mármol de cerca de tres metros de altura y creó formas esculturales avanzadas en un lado de cada uno de ellos, para pasar después a trabajar en el lado opuesto.
Aquellos bloques estaban destinados a formar parte de su tema de los Cautivos para la tumba de Julio II. Daba vueltas alrededor de los macizos mármoles, con un punzón en la mano, haciendo saltar trocitos de piedra aquí y allá para familiarizarse con la densidad de la masa. Únicamente con el martillo y el cincel le era posible captar el peso interior, la profundidad con que podía penetrar.
Con su ojo de escultor conocía todos los detalles de las esculturas. En su mente, no eran cuatro figuras separadas entre sí, sino partes integrantes de una única concepción: el somnoliento Joven gigante, que intentaba liberarse de su prisión en la piedra del tiempo; el Gigante despierto, que irrumpía desde su crisálida de la montaña; el Atlas, lleno de años, fuerza y sabiduría, que llevaba sobre sus hombros la Tierra creada por Dios; y el Gigante barbudo, viejo, cansado, presto para pasar el mundo al Joven gigante en un continuo ciclo de nacimiento y muerte.
También él vivía tan fuera del imperio del tiempo y el espacio como esos semidioses que surgían, retorciéndose en espirales, de los bloques que los aprisionaban. Esculpió incansablemente durante todo el otoño y el invierno. Por la noche se arrojaba sobre el lecho completamente vestido, cuando ya no le era posible seguir trabajando. Despertaba después de un par de horas de profundo sueño, refrescado; encendía una vela y volvía al trabajo, cincelando los frentes de sus figuras, perforando agujeros entre las dos piernas, modelando los cuatro cuerpos con cinceles afilados. Quería que los cuatro gigantes cobrasen vida al mismo tiempo.
Al llegar la primavera, las cuatro figuras estaban ya preparadas. Al acercarse a ellas, lo empequeñecían. Sin embargo, las cuatro se inclinaban ante su fuerza superior, su potente impulso, el enérgico martillo y el penetrante cincel, que creaban cuatro semidioses paganos para sostener la tumba de un pontífice cristiano.
Granacci exclamó un día:
—¡Ya has reconquistado los tres años que perdiste en las canteras! Pero ¿de dónde proceden estas misteriosas criaturas? ¿Son del Olimpo de la antigua Grecia, o profetas del Antiguo Testamento?
—Toda obra de arte es un autorretrato.
—Tienen un tremendo impacto emocional. Es como si yo tuviese que proyectarme en sus formas inconclusas y completarlas con mis propios pensamientos y sentimientos.
Si Granacci no quería decir a Miguel Ángel que dejase a sus cuatro Cautivos inconclusos, el Papa León X y el cardenal Giulio se lo dijeron abiertamente, al anunciarle que habían decidido construir una sacristía en San Lorenzo para sepultar en ella a sus padres: Il Magnifico y su hermano Giuliano. Las paredes de esa sacristía se habían comenzado en dos ocasiones anteriores. Sin que les preocupase en absoluto el hecho de que habían anulado el proyecto de la fachada, el Papa y el cardenal (este último ya de vuelta en Roma, después de dejar al cardenal de Cortona a cargo de Florencia) enviaron a Salviati a ver a Miguel Ángel con el ofrecimiento de esculpir las figuras para dicha sacristía.
—Yo ya no soy su escultor —exclamó Miguel Ángel cuando Salviati se presentó en su taller—. Baccio Bandinelli tiene ahora tan distinguido cargo. Hacia el final de este año tendré terminados cuatro Cautivos. En otros dos años de trabajo terminaré la tumba de Julio II, la armaré y quedaré libre de la tortura de ese contrato. La familia Rovere me deberá unos ocho mil quinientos ducados. ¿Sabe lo que eso significa para un hombre que no ha ganado un escudo en cuatro años?
—Sí, pero necesita la amistad, la buena voluntad de los Medici —observó Salviati.
—También necesito dinero… que los Medici no me dan.
Conforme fueron alzándose las paredes de la sacristía, fue intensificándose la presión de los Medici sobre Miguel Ángel. Y el paso siguiente fue una carta que Sebastiano le escribió desde Roma.
Miguel Ángel siguió esculpiendo sus Gigantes. Ellos constituyeron la realidad de su vida durante los últimos días de primavera, el cálido verano y las primeras brisas frescas que bajaban de las montañas en septiembre.
El día en que su hermano Buonarroto, ahora padre de un segundo hijo al que se le puso el nombre de Leonardo, fue a verle al taller para quejarse de que casi nunca lo veían, y preguntarle si no se sentía demasiado solo trabajando de aquella manera, día y noche, sin familia ni amigos, Miguel Ángel le contestó:
—Los Gigantes son mis amigos. No solamente me hablan, sino que se hablan entre sí.
¿Por qué accedió? No estaba seguro de saberlo. Al llegar el mes de octubre la presión del Vaticano se había intensificado. En noviembre, las cuentas de Buonarroto revelaron que había gastado más dinero en el último año del que había entrado por concepto de arrendamientos de la casa de la Vía Ghibellina y por la venta de los productos de las granjas que comprara en años anteriores. En octubre había prodigado tan afanosamente sus fuerzas en los Cautivos, que se sintió desfallecer. La noticia de la muerte de Rafael le había producido profunda emoción y le demostró, al mismo tiempo, que la vida era corta y muy limitado el periodo de productividad.
«¿Qué habría sido yo sin Lorenzo de Medici?», se preguntó. «¿Y qué he realizado hasta ahora, para pagar su protección? ¿No sería una ingratitud de mi parte negarme a esculpir su tumba?»
El ímpetu final fue proporcionado por la abierta expresión de hostilidad del Papa León X. Sebastiano, que luchaba desesperadamente por conseguir el encargo de pintar el Salón de Constantino, del Vaticano, aseguró al Papa que podría hacer maravillas con los frescos, si le fuera posible contar con la ayuda de Miguel Ángel. León X exclamó:
—No lo dudo ni un instante, pues todos ustedes pertenecen a su escuela. Observen la obra de Rafael. No bien contempló la de Miguel Ángel, abandonó para siempre el estilo de Perugino. Pero Miguel Ángel tiene una terribilitá enorme y no escucha razones.
Sebastiano escribió:
Le respondí al Pontífice que usted era así porque tenía importantes trabajos que terminar. Asusta usted a todos, incluso a los papas.
Éste era el segundo Pontífice consecutivo que lo acusaba de ser irascible. Aun cuando fuese cierto, ¿quiénes sino ellos mismos habían sido la verdadera causa de su irascibilidad? Escribió a Sebastiano quejándose.
Sebastiano le respondió, en un intento de aplacarlo:
Yo no le considero un hombre terrible, excepto en lo que se refiere a su arte; es decir, en que es el maestro más grande que haya existido jamás.
Pronto terminaría un número suficiente de figuras de la tumba de Julio II para satisfacer a los Rovere. ¿Qué haría entonces? No podía permitirse el lujo de ser enemigo del Papa, quien controlaba todas las iglesias de Italia. Ni los nobles y comerciantes acaudalados lo ayudarían por temor a ofender al Pontífice. Florencia estaba gobernada asimismo por los Medici. O bien decidía trabajar para estos, o carecería de trabajo.