XII

Ahora tenía que impregnar el mármol de un espíritu manifiesto. Todo tenía que lograr vida si había de crear potencia y monumentalidad al incorporar al mármol la fuerza del hombre. Esculpió hacia arriba del bloque, empleando su conocimiento de las formas que ya había liberado de él en la parte inferior, y una intuición, tan antigua y profunda como el largo entierro del mármol, para alcanzar la expresión de María, que emergía no tan sólo de su emoción sino del sentimiento de la escultura toda. Estaba con su cabeza más baja que la de la Virgen, las manos frente a sus ojos, las herramientas inclinadas hacia arriba. El bloque lo veía cara a cara, el escultor y la imagen, ambos envueltos por la tierna y reprimida tristeza. No esculpiría una agonía. Los agujeros de los clavos en las manos y los pies de Cristo eran apenas diminutos puntos. No se veía señal alguna de violencia. Jesús dormía plácidamente en los brazos de su madre. Sobre las dos figuras se advertía una luminosidad. Su Cristo despertaba la más profunda simpatía, no aversión, en aquellos que estaban fuera de la escultura y eran los responsables.

Su fe religiosa quedó proyectada en la sublimidad de las figuras; la armonía entre ellas era su modo de retratar la armonía del Universo creado por Dios.

No intentó hacer divino a Jesús, porque no hubiera sabido hacerlo. Pero lo creó exquisitamente humano. La cabeza de la Virgen surgía ahora del mármol, delicada, de facciones florentinas: el rostro de una doncella de silenciosa compostura. En la expresión de aquel rostro trazó la distinción entre lo divino y lo sublime: sublime para él. Y reflexionó: «El significado de las figuras está en sus cualidades humanas; la belleza del rostro y del cuerpo refleja la grandeza de su espíritu». Y comprobó que las figuras reflejaban fielmente los días de amor que les había dedicado.

Balducci le llevó la noticia de que Sansovino, su compañero de aprendizaje en el jardín de escultura de Lorenzo Medici, había regresado a Florencia después de trabajar unos años en Portugal, y se le había encargado que esculpiese para el Baptisterio un grupo de mármol de San Juan bautizando a Cristo. Se le consideraba como el lógico candidato a ganar el concurso del bloque Duccio.

—Sansovino es un buen escultor —dijo Miguel Ángel lealmente.

—Torrigiani intervendrá también en el concurso y dice a cuantos quieren oírle que ganará el bloque Duccio porque fue enemigo de Medici y que, puesto que tú apoyaste a Piero, no se te permitirá competir. Paolo Rucellai dice que tienes que regresar a Florencia a tiempo para hacer las paces con la Signoria.

A mediados de enero comenzó a nevar y por espacio de dos días no cesó de caer la nieve, acompañada por un fuerte viento del norte. El intenso frío se prolongó durante varias semanas. El patio de Miguel Ángel estaba cubierto por una espesa capa blanca. Dentro, las habitaciones eran como témpanos. No había manera de impedir que el viento penetrase por las ventanas, protegidas únicamente por telas de hilo en lugar de vidrios. Los tres braseros no conseguían aminorar el frío, y Miguel Ángel tenía que trabajar con el gorro y los guantes puestos, además de una manta sobre sus espaldas. La nieve y el hielo volvieron en febrero. La ciudad parecía muerta, los mercados se hallaban abandonados y los comercios cerrados, ya que resultaba imposible caminar sobre el hielo por las calles.

Miguel Ángel hizo que Argiento se trasladase a su cama para unir el calor de los dos cuerpos. Las paredes rezumaban humedad. Las goteras habían disminuido bajo la compacta nieve, pero duraban más. Escaseaba el carbón de leña y su precio subió a tal punto que Miguel Ángel sólo podía comprar una cantidad mínima. Argiento se pasaba horas enteras escarbando en la nieve de los baldíos vecinos en busca de madera para echar a la chimenea.

Miguel Ángel se resfrió y no podía trabajar. Perdió la cuenta de los días que llevaba inactivo. Afortunadamente para él, sólo quedaba el pulido de la escultura. Ya no tenía fuerzas para el pesado trabajo manual de esculpir.

Para su Piedad esperaba lograr el máximo pulido que fuera posible alcanzar en el mármol. El primer día tibio fue al Trastevere y compró varios pedazos grandes de piedra pómez, los partió a golpes de martillo, buscó las superficies más lisas para pulir los planos más anchos del manto de la Virgen, el pecho y las piernas de Cristo. La tarea era lenta y requería infinita paciencia. Duró largos días y semanas, hasta que por fin el blanco mármol pareció iluminar la mísera habitación como si fuese una ventana de vidrios coloreados. El artista había creado, en verdad, una obra de admirable belleza.

Sangallo fue el primero que vio la escultura terminada. No comentó el aspecto religioso de la misma, pero felicitó efusivamente a Miguel Ángel por la arquitectura de la composición triangular, el equilibrio de las líneas y las masas.

Jacopo Galli llegó al taller y estudió atentamente la Piedad. Al cabo de un rato, dijo afectuosamente:

—He cumplido el contrato con el cardenal de San Dionigi. Ésta es la obra más hermosa que existe hoy en Roma.

—Estoy nervioso respecto de la inauguración —respondió Miguel Ángel—. Nuestro contrato no dice que tengamos el derecho de colocar la Piedad en San Pedro. Y ahora que ha muerto el cardenal…

—No haremos preguntas —dijo Galli—. La colocaremos sin que nadie se entere. Una vez que esté en el nicho que le corresponde, nadie se tomará la molestia de sacarla de allí. Será mejor que pida a sus amigos de la marmolería que lo ayuden, mañana, después del almuerzo, cuando toda la ciudad esté entregada a la siesta.

Miguel Ángel no se atrevió a confiar el traslado del mármol a medios mecánicos, por muy bien que fuera envuelta la escultura. Pidió a Guffatti que fuese a su taller, le mostró la Piedad y discutió el problema con él. Guffatti estuvo un rato callado contemplando la escultura, y por fin dijo:

—Traeré a mi familia.

Resultó que la familia estaba compuesta, no sólo por tres fornidos hijos, sino por una variedad de sobrinos. No permitieron a Miguel Ángel que tocase la escultura. La misma fue envuelta primeramente en media docena de mantas viejas y luego, al son de interminables advertencias, gritos y discusiones, fue alzada y llevada por no menos de ocho hombres al viejo carro, sobre cuyo piso se había extendido una gruesa capa de paja.

Una vez allí, la ataron a ambos lados del vehículo con gran cuidado, y comenzó el viaje, cauteloso, a lo largo de la empedrada Vía Posterula, a través del Ponte de Sant'Ángelo, y luego por la flamante Vía Alessandrina, de lisa calzada, que el Papa había hecho reconstruir para celebrar el Año del Centenario. Por primera vez desde su llegada a Roma, Miguel Ángel tuvo un motivo para bendecir al Borgia.

Los Guffatti detuvieron el carro al pie de la escalera, de treinta y cinco peldaños. Únicamente el hecho de que transportaran una carga que consideraban sagrada les impidió emitir una buena serie de maldiciones y juramentos mientras subían la pesada pieza de mármol por las primeras tres secciones, de siete peldaños cada una. Allí descansaron. Al cabo de un rato tomaron de nuevo la carga y la subieron hasta la puerta del templo.

Allí, mientras los Guffatti se detenían de nuevo para descansar, Miguel Ángel tuvo ocasión de observar que la basílica estaba algo más inclinada que cuando él había comenzado el trabajo. Además, parecía tan arruinada que se le antojó que seria imposible repararla. Sintió un cierto dolor ante la idea de colocar su Piedad en una basílica que no podría permanecer en pie mucho tiempo. Le parecía seguro que el primer fuerte viento que bajase de los Montes Albanos la destruiría. Tuvo la visión de sí mismo arrastrándose sobre los escombros para encontrar los fragmentos de su despedazada escultura, y sólo se tranquilizó al recordar los dibujos arquitectónicos de Sangallo, que mostraban cómo era posible reforzar la enorme estructura.

Los Guffatti alzaron nuevamente su carga. Miguel Ángel los condujo al interior de la basílica, con sus cinco naves y centenares de columnas reunidas de todas partes de Roma. Luego los llevó a la capilla de los reyes de Francia. Allí fue bajada la escultura cuidadosamente, ante el nicho vacío. Miguel Ángel la despojó de las mantas que la envolvían y por fin, entre todos, la admirable obra fue alzada reverentemente al lugar que debía ocupar. El mismo Miguel Ángel la enderezó, para dejarla en la posición que deseaba. Luego los Guffatti compraron unas velas a una anciana vestida de negro y las encendieron ante el nicho.

Guffatti se negó a recibir un solo escudo por aquellas horas de durísimo trabajo.

—Recibiremos nuestro pago en el cielo —dijo.

Aquel era el mejor tributo que podía habérsele hecho a Miguel Ángel. Y fue también el único.

Jacopo Galli fue a la capilla acompañado por Balducci.

Los Guffatti y Argiento se arrodillaron ante la Piedad, se persignaron y murmuraron una oración. Miguel Ángel alzó los ojos a su escultura, triste y agotado. Al llegar a la puerta, se volvió para echar una última mirada. Vio que la Virgen estaba demasiado triste y sola: el ser humano más solitario que Dios había puesto sobre el mundo.

Regresó a San Pedro un día tras otro. Muy pocos fieles se tomaban la molestia de ir a la capilla de los reyes de Francia.

Puesto que Galli había aconsejado discreción, eran escasas las personas de Roma que estaban enteradas de que la escultura había sido colocada en su nicho. Miguel Ángel no podía, por lo tanto, recibir impresiones. Paolo Rucellai, Sangallo y Cavalcanti fueron a San Pedro. El resto de la colonia florentina, apesadumbrada por la ejecución de Savonarola, se negaba a penetrar en el Vaticano.

Después de casi dos años de dura y amorosa labor, Miguel Ángel se hallaba sentado en su triste habitación, que ahora se le antojaba vacía, desolada. Nadie iba allí a hablarle sobre la escultura que acababa de terminar.

Una tarde, fue de nuevo a San Pedro y vio a una familia con varios hijos ya crecidos. Adivinó que eran de Lombardia por sus ropas y el dialecto que hablaban. Estaban frente a su Piedad, y él se acercó disimuladamente para escuchar lo que decían.

—Os digo que reconozco este trabajo —exclamó la madre—. Es de ese hombre de Osteno que hace todas las lápidas para las tumbas.

Su marido movió las manos como si quisiera ahuyentar aquella idea.

—¡No! —dijo—. Es de uno de nuestros paisanos, Cristoforo Solari, al que llaman «El Jorobado». Es de Milán y ha hecho muchas estatuas como ésta.

Aquella misma noche Miguel Ángel atravesó las silenciosas calles con su bolsa de lona verde. Penetró en San Pedro, sacó una vela de la bolsa, la encendió y empuñó el martillo y un pequeño cincel. Alzó las herramientas, se inclinó a través de la figura del Cristo para que la vela iluminase lo mejor posible el pecho de la Virgen. Y en la banda que se extendía apretada entre los dos pechos, esculpió la siguiente inscripción:

Volvió a sus habitaciones y empaquetó sus efectos. Quemó los centenares de dibujos que había hecho para el Baco y la Piedad, mientras Argiento iba en busca de Balducci. Éste llegó, casi a medio vestir y con los cabellos revueltos, y prometió vender los muebles al mismo mercachifle a quien le habían sido comprados.

Un poco antes del amanecer, Miguel Ángel y Argiento, cargado cada uno con una voluminosa bolsa de lona, llegaron a la Porta del Popolo. Miguel Ángel alquiló dos mulas, y los dos, patrón y sirviente, se unieron a una caravana de carga que partía para Florencia, con las primeras luces del nuevo día.

La agonía y el éxtasis
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