IV

A los ojos del mundo era, realmente, «El Maestro». El papa Pablo III le asignó una tarea más: el diseño y construcción de las obras de defensa que darían mayor seguridad al Vaticano, y la dirección de la obra de erección del Obelisco de Calígula en la Piazza San Pietro. El duque Cosimo le rogó que regresase a Florencia, a fin de crear esculturas para la ciudad. El rey de Francia depositó una suma de dinero en un banco de Roma a nombre de Miguel Ángel para el día en que el gran artista pudiera esculpir o pintar algo para él. El sultán de Turquía ofreció enviarle una escolta para que fuese a trabajar para él a Constantinopla. En todas partes había algún encargo artístico que otorgar: en Portugal, una Madonna della misericordia para el rey; en Milán, una tumba para uno de los distantes Medici; en Florencia, un palacio ducal… Miguel Ángel era consultado respecto al tema, diseño y artista a quien consideraba que debía darse el encargo.

No permitía que nadie entrase en la capilla Paulina mientras él pintaba, pero su taller estaba siempre lleno de artistas procedentes de toda Europa, a quienes empleaba, alentaba, enseñaba o buscaba encargos.

Y de pronto, después de semanas y meses de energía generosamente vertida en su trabajo, cayó enfermo sin saber de qué: una fuerte tensión en los músculos de los muslos, un taladrante dolor en las ingles, una debilidad en el pecho que le impedía respirar, agudos dolores en los riñones… Entonces, sentía como si su cerebro se encogiese y se tornaba malhumorado, fastidioso hasta con sus más íntimos amigos y parientes. Pero reaccionaba, volvía a la normalidad, y entonces su cerebro se ensanchaba de nuevo y decía a Tommaso, arrepentido:

—¿Por qué me porto como un viejo cascarrabias? ¿Será porque los años se me van ahora con tanta rapidez?

—Granacci me dijo un día que a los doce años de edad ya era usted un cascarrabias.

—Y tenía mucha razón Dios bendiga su memoria.

Granacci, su más viejo amigo, había muerto, lo mismo que Balducci, Leo Baglioni y Sebastiano del Piombo. Cada mes que pasaba, él parecía hallarse más cerca del vértice del ciclo vida-muerte. Una carta de Leonardo le llevó la noticia de que su hermano Giovansimone había fallecido y yacía en Santa Croce. Reprochó a su sobrino por no haberle enviado los detalles de la enfermedad de su hermano. Además, se refirió a la cuestión del matrimonio de Leonardo, que ya se estaba acercando a los treinta años, por lo cual Miguel Ángel consideraba que era hora de que buscase esposa y tuviese hijos para perpetuar el apellido Buonarroti.

Tommaso de Cavalieri se había casado. Esperó a tener treinta y ocho años y luego se comprometió con una joven perteneciente a una noble familia romana. La boda fue suntuosa. Asistieron a ella el Papa con su corte y toda la nobleza romana, la colonia florentina y los artistas de la ciudad. Al cabo de un año la esposa del gran amigo obsequió a su marido con su primer hijo.

Pero aquel nacimiento fue seguido por una rápida muerte: la del papa Pablo III, que enfermó de dolor por la incorregible mala conducta de su nieto Ottavio y el asesinato de su hijo Pier Luigi, a quien había impuesto ilegalmente en el ducado de Parma y Piacenza. En contraste con el sepelio del papa Clemente, el de Pablo fue profundamente sentido por el pueblo, que exteriorizó elocuentemente su dolor.

Cuando el Colegio de Cardenales se reunió para elegir nuevo Papa, la colonia florentina abrigaba gozosas esperanzas, pues creía que le había llegado el turno al cardenal Niccolo Ridolfi, el hijo de Contessina. No tenía enemigos en Italia, a excepción del pequeño grupo que compartía el poder con el duque Cosimo de Florencia. No obstante, Niccolo tenía un poderoso enemigo fuera de Italia: Carlos V, el emperador del Sacro Imperio Romano. Durante el cónclave que se realizó en la Capilla Sixtina y con la elección ya casi resuelta en favor de Niccolo, éste enfermó tan repentina como gravemente. A la mañana siguiente había fallecido. El doctor Rinaldo Colombo realizó la autopsia y, una vez terminada, fue al taller de Miguel Ángel, en Macello dei Corvi. Miguel Ángel le miró con ojos entristecidos:

—¿Asesinato?

—Sin la menor duda.

—¿Ha encontrado pruebas?

—Si yo mismo hubiese administrado el veneno no podría estar más seguro de que la causa de la muerte del cardenal Niccolo ha sido un veneno. Lottini, el agente del duque Cosimo, puede haber tenido ocasión…

Miguel Ángel bajó la cabeza, atribulado.

—Una vez más se desvanecen nuestras esperanzas para Florencia.

Como siempre que los acontecimientos del mundo exterior lo golpeaban y dejaban desolado, se volvió a sus mármoles. En el Descenso de la cruz, que estaba esculpiendo con la esperanza de que sus amigos lo colocaran en su propia tumba una vez muerto, tropezó con un extraño problema: la pierna izquierda de Cristo obstaculizaba el diseño. Después de considerar muy cuidadosamente el problema, cortó dicha pierna por completo. La mano del Cristo, extendida hacia abajo y estrechando la de la Virgen, ocultaba hábilmente el hecho de que sólo quedaba allí una pierna.

El Colegio de Cardenales eligió Papa a Giovan María de Ciocchi del Monte, de sesenta y dos años, que adoptó el nombre de Julio III. Miguel Ángel lo conocía desde hacía mucho tiempo por haberlo visto en la corte. El nuevo Pontífice había ayudado a redactar varias veces el mismo contrato para la tumba de Julio II. Tres veces, durante el asedio de 1527, el cardenal Ciocchi del Monte había sido apresado por las fuerzas del emperador y llevado a la horca frente a la casa de Leo Baglioni, en el Campo dei Fiori, para ser perdonado las tres veces en el último instante. Su principal interés en la vida era el placer.

—Debería haber adoptado el nombre de León XI —confió Miguel Ángel a Tommaso—. Probablemente parafraseará la declaración de León X, diciendo: «Puesto que Dios me ha salvado tres veces de la horca, para ungirme Papa, estoy decidido a gozar este Papado».

—Será un buen Papa para los artistas —respondió Tommaso—. Su compañía es la que más le agrada. Tiene el proyecto de ensanchar su villa de las cercanías de la Porta del Popolo hasta convertirla en un suntuoso palacio.

Miguel Ángel fue llamado rápidamente a la villa del papa Julio III, que ya se estaba llenando de antiguas estatuas, columnas, pinturas y artistas de todas clases. La mayor parte de ellos había recibido ya encargos. Hasta entonces, el nuevo Pontífice no había hablado sobre la continuación de las obras de San Pedro, y Miguel Ángel esperaba su palabra al respecto con gran ansiedad.

Julio III tenía una prominente nariz que descendía sobre su labio superior. Era aquél el único rasgo fisonómico que emergía de su espesa barba gris. Comía prodigiosamente. Su barba parecía ocultar una trampa en la que caían enormes cantidades de alimentos.

De pronto, Julio III pidió silencio y los comensales callaron inmediatamente:

—Miguel Ángel —exclamó el Pontífice con su voz brusca y poderosa—. No os he pedido que trabajéis para mí porque respeto vuestra edad…

—No hay entre la vuestra y la mía, Santidad, más que una diferencia de doce pequeños años —respondió Miguel Ángel con fingida humildad—. Y puesto que todos sabemos cuán intensamente habréis de luchar para que vuestro pontificado sea verdaderamente notable, no puedo osar reclamar para mí que se me exima por esa causa.

A Julio III le agradó aquel sarcasmo.

—Sois tan valioso para nosotros, querido maestro, que daría con gusto años de mi vida si ellos sirviesen para aumentar la vuestra.

Miguel Ángel vio al Papa que despachaba una enorme ración de ganso y pensó: «Nosotros, los toscanos, somos frugales y por eso vivimos tanto».

En voz alta dijo:

—Aprecio debidamente vuestro ofrecimiento, Santo Padre, pero, velando por los intereses del mundo cristiano, no puedo permitiros que realicéis tamaño sacrificio.

—Entonces, hijo mío —replicó Julio III—, si os sobrevivo, como es probable según el curso natural de la vida, haré que sea embalsamado vuestro cuerpo y lo mantendré cerca de mí para que sea tan imperecedero como vuestra obra.

El apetito de Miguel Ángel se esfumó por completo. Se preguntó si habría alguna manera de excusarse. Pero Julio III no había terminado con él.

—Hay algunas cosas que me agradaría muchísimo que diseñarais para mí —dijo—: una nueva escalinata y una fuente para el Belvedere, una fachada para un palacio en San Rocco, monumentos para mi tío y abuelo…

¡Pero ni una sola palabra sobre San Pedro!

El Papa reunió a sus invitados en la viña para oír música y ver algunas obras teatrales. Miguel Ángel se retiró disimuladamente. Lo único que deseaba de Julio III era que lo confirmase en su cargo de arquitecto de San Pedro.

El Papa difería la cuestión. Miguel Ángel mantuvo sus diseños y planes en absoluto secreto. Proporcionaba a los contratistas únicamente las especificaciones para el trabajo de uno o dos días. Siempre había sentido aquella necesidad de secreto respecto a las obras que ejecutaba. Y ahora tenía un motivo perfectamente justificado para trabajar secretamente. Pero eso le creó dificultades.

Un grupo de los contratistas expulsados, encabezado por el persuasivo Bigio, inició el ataque al decir:

—Buonarroti ha derribado una iglesia mucho más hermosa que la que será capaz de construir.

—Procedamos a estudiar vuestra crítica de la presente estructura —dijo el Papa, sonriente.

Un funcionario se puso en pie y exclamó:

—Santo Padre, se están invirtiendo inmensas sumas sin que sepamos en qué. Tampoco se nos ha comunicado nada sobre la forma en que deberá ser llevada adelante la obra.

—Ésa es responsabilidad exclusiva del arquitecto —interpuso Miguel Ángel.

—Santidad, Buonarroti nos trata como si esta cuestión no fuera de nuestra incumbencia ¡Así somos completamente inútiles!

El Papa reprimió una pulla que jugueteaba en sus labios. El cardenal Cervini levantó los brazos como para indicar los arcos que se estaban construyendo:

—¡Santidad! —dijo—. Como veis, Buonarroti está construyendo tres capillas en cada extremo de estas arcadas transversales. Es nuestra opinión que tal disposición, particularmente en el ábside sur, proporcionará una luz muy escasa en el interior…

Los ojos del Papa estudiaban al cardenal por encima del enmarañado borde de la barba.

—Miguel Ángel —dijo—, me siento inclinado a considerar justificada esa crítica.

Miguel Ángel se volvió hacia el cardenal Cervini y respondió:

—Monseñor, sobre esas ventanas del abovedado irán otras tres ventanas.

—En ningún momento habéis insinuado tal cosa —exclamó el cardenal.

—Ni estaba obligado a hacerlo —replicó Miguel Ángel.

—Tenemos derecho a saber lo que hace —clamó Cervini, ya furioso—. ¡No es infalible!

—¡Jamás me obligaréis a dar a Vuestra Eminencia ni a ninguna otra persona información sobre mis intenciones! ¡Su misión es proporcionarme el dinero para la obra y cuidar de que el mismo no sea malgastado! ¡Los planos del edificio me conciernen a mí, y solamente a mí!

A través de la vasta construcción se extendió un tenso silencio. Miguel Ángel se volvió hacia el Papa:

—Santo Padre, os es posible ver con una sola mirada la excelente construcción que estoy realizando por el dinero que se me entrega. Si todo este trabajo no tiende a la salvación de mi alma, puesto que me he negado a aceptar pago alguno, habré invertido mucho tiempo, trabajo y disgustos en vano.

El Papa le puso un brazo sobre los hombros.

—Ni vuestro bienestar eterno, ni vuestro bienestar temporal sufrirán en absoluto —dijo—. ¡Sois el supremo arquitecto de San Pedro! —Y volviendo al grupo de acusadores, agregó con acento severo—: ¡Y así será, mientras yo sea el Papa!

Aquella era una victoria para Miguel Ángel, pero acababa de hacerse un nuevo enemigo: el cardenal Marcello Cervini.

La agonía y el éxtasis
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