II
El jardín de escultura de Medici no se parecía a la bottega de Ghirlandaio. No tenía que ganarse la vida. Domenico Ghirlandaio estaba siempre azorado, no sólo por ganar el dinero que necesitaba para alimentar a su numerosa familia, sino porque firmaba muchos contratos con fecha fija de entrega.
Nada podía ser más ajeno a la opresión que la atmósfera en la que penetró Miguel Ángel aquel cálido día de abril en que comenzó su aprendizaje a las órdenes de Bertoldo, bajo el mecenazgo de Lorenzo de Medici.
La primera persona que le saludó allí fue Pietro Torrigiani, un apuesto joven, de recia complexión, rubio, de hermosos ojos verdes. No bien estuvo al lado del recién llegado, dijo:
—Así que tú eres el «fantasma del jardín». Has estado rondando estos alrededores mucho tiempo…
—No creí que nadie advirtiera mi presencia.
—¡Cómo para no advertirla, si nos devorabas con los ojos!
Bertoldo amaba solamente dos cosas, además de la escultura: la risa y el arte culinario. Su humor tenía en sí más especias que su pollo alla cacciatora. Había escrito un libro de cocina y su único motivo de queja al trasladarse al palacio de los Medici era que no tenía oportunidad de cocinar sus recetas.
Aquel hombre frágil, de cabellera blanca como la nieve, de mejillas enrojecidas y ojos de un hermoso azul pálido, era el heredero de todos los conocimientos comunicables de la edad de oro de la escultura toscana.
Cogió del brazo a sus dos nuevos aprendices, y les explicó de inmediato:
—Es cierto que no toda la habilidad es comunicable. Donatello me proclamó su heredero, pero jamás pudo convertirme en su igual. Me inculcó toda su experiencia y artesanía de la misma manera que uno vierte el bronce derretido en un molde. Pero, por mucho que lo intentó, no pudo poner su dedo en mi puño ni su pasión en mi corazón. Todos somos tal como Dios nos ha creado. Yo les enseñaré todo lo que Ghiberti enseñó a Donatello y Donatello me enseñó a mí. Que ustedes lo absorban depende de su capacidad. El maestro es como el cocinero. Denle un pollo flaco o un trozo de ternera dura y ni siquiera su más deliciosa salsa podrá volverlos tiernos.
Miguel Ángel rió de buena gana. Bertoldo, satisfecho de su propio humor, los llevó hacia el casino, mientras decía:
—Y ahora, a trabajar. Si tienen talento, pronto se revelará.
El anciano maestro asignó a Miguel Ángel una mesa de dibujo en el pórtico, entre Torrigiani, un jovencito de diecisiete años, y Andrea Sansovino, de veintinueve. Este último había sido aprendiz de Antonio Pollaiuolo, y algunos de sus trabajos podían verse ya en Santo Spirito.
Bertoldo dijo:
—El dibujo es un medio diferente para el escultor. Un hombre y un bloque de piedra tienen tres dimensiones, lo cual les da, inmediatamente, algo más en común que entre un hombre y una pared o un panel de madera que debe ser pintados.
Miguel Ángel comprobó que los aprendices del jardín de escultura eran semejantes a los del taller de Ghirlandaio. Sansovino venía a ser la réplica de Mainardi: artista profesional ya, llevaba años ganándose la vida con la escultura. Tenía el mismo carácter de Mainardi y brindaba generosamente su tiempo y paciencia a los principiantes. En el extremo opuesto de la escala estaba Soggi, un muchacho de catorce años parecido a Cieco, que a juicio de Miguel Ángel carecía por completo de talento.
Y estaba también el inevitable Jacopo, que aquí se llamaba Baccio da Montelupo, un joven de veinte años tan despreocupado como Jacopo. Era un toscano amoral, que se nutría de los escándalos de cada día para relatarlos a la mañana siguiente a sus camaradas. En la primera mañana de trabajo de Miguel Ángel en el jardín, Baccio llegó tarde e irrumpió con la noticia más sensacional del día. Era el chiste recién cocinado que circulaba ya por las calles de Florencia: una dama florentina, lujosamente vestida de sedas y cubierta de joyas, preguntó a un campesino que salía de la iglesia Santo Spirito:
—¿Ha terminado ya la misa de los villani?
Y el campesino le respondió:
—Si, señora, y está a punto de comenzar la de las puttane, así que apréstese a entrar.
Bertoldo aplaudió, encantado.
La réplica de Granacci era Rustici, un muchacho de quince años hijo de un acaudalado noble toscano, que iba allí por placer y por el honor de crear arte. Lorenzo de Medici había querido que Rustici viviera en su palacio, pero el muchacho prefería vivir solo en unas habitaciones que había alquilado en la Vía de Martelli. Miguel Ángel llevaba solamente una semana en el jardín, cuando Rustici le invitó a comer.
—Igual que a Bertoldo —dijo—, me encanta la cocina casera. Haré un ganso al horno.
Miguel Ángel encontró la casa de Rustici llena de animales: tres perros, un águila encadenada a una percha, una cotorra enseñada por los contadini de una de las posesiones de su padre y que chillaba a cada rato: ¡Va all'inferno! Además, había un puercoespín que se movía incesantemente y a veces pinchaba a Miguel Ángel en las piernas.
Después de comer, los dos muchachos se trasladaron a una sala de cuyas paredes pendían cuadros familiares. En aquel ambiente aristocrático, el rústico se tornaba joven culto.
—Tienes una mano admirable para el dibujo, Miguel Ángel —dijo Rustici—. Probablemente eso te servirá de base para convertirte en escultor. Pero permíteme que te haga una advertencia: no vayas a vivir en el suntuoso lujo del palacio.
—¡No hay peligro de que eso ocurra! —exclamó Miguel Ángel.
—Escucha, amigo mío, es muy fácil acostumbrarse al lujo, a lo agradable y a lo cómodo. Una vez que te hayas convertido en adicto a esas cosas, te resultará muy fácil llegar a ser un parásito adulador y renunciar a las propias ideas para agradar al mecenas. El paso siguiente es cambiar el propio trabajo para gustar a quienes tienen en sus manos el poder, y eso equivale a la muerte para un escultor.
El aprendiz con quien Miguel Ángel intimó más fue Torrigiani, quien le parecía más un soldado que un escultor. Pertenecía a una antigua familia de comerciantes vinateros, ennoblecidos mucho tiempo atrás, y era el más audaz de los aprendices ante Bertoldo. Solía mostrarse pendenciero en ocasiones. Brindó a Miguel Ángel una rápida y cálida amistad. Por su parte, Miguel Ángel nunca había conocido a un muchacho tan apuesto y hermoso como aquél. Y aquella hermosura física, que alcanzaba casi la perfección, le producía una sensación de inferioridad al compararla con su fealdad y escasa estatura.
Llevaba una semana en el jardín de escultura, cuando Lorenzo de Medici entró en él con una jovencita. Miguel Ángel vio entonces de cerca, por primera vez, al hombre que, sin cargo ni titulo, gobernaba Florencia y la había convertido en una poderosa república, rica no solamente en el comercio sino en pintura, literatura y escultura. Lorenzo de Medici, que contaba entonces cuarenta años, tenía un rostro que parecía haber sido fruto de la oscura piedra extraña de una montaña. Era un rostro irregular, muy lejos de ser hermoso. La piel era terrosa, pronunciado el mentón, respingona la nariz, oscuros los grandes ojos, semihundidas las mejillas y espesa la negra cabellera. Tenía una estatura mediana y un físico robusto, que mantenía en buen estado por medio de la equitación y la caza.
Era un estudioso de los clásicos, ávido lector de manuscritos griegos y latinos, un poeta que la Academia Platón comparaba con Petrarca y Dante, y había hecho construir la primera biblioteca pública de Europa, para la cual había reunido diez mil manuscritos y libros, la mayor colección desde la época de la famosa de Alejandría. Se le reconocía como el más decidido e importante mecenas de la literatura y las artes plásticas, y poseía una colección de esculturas, pinturas, dibujos y gemas talladas que había puesto a disposición de todos los artistas para su estudio y fuente de inspiración. Para los estudiosos reunidos en Florencia, que así se había convertido en el corazón de la sabiduría de Europa, Lorenzo de Medici había dispuesto villas en la ladera de Fusile, donde Pico della Mirandola, Angelo Poliziano, Marsilio Fiemo y Cristoforo Landino traducían manuscritos griegos y hebraicos recién descubiertos, escribían poesía, libros filosóficos y religiosos y ayudaban a crear lo que Lorenzo llamaba la «revolución del humanismo».
Miguel Ángel, al oír lo que Lorenzo decía a Bertoldo, advirtió que aquella voz tenía una cualidad algo agria y desagradable. No obstante, ésa parecía ser la única cualidad desagradable de Il Magnifico, de la misma manera que la fragilidad que se observaba en sus ojos era su única debilidad, y la falta del sentido del olfato, la única carencia con la que había nacido. Lorenzo, que entonces era el hombre más rico del mundo, solicitado y adulado por los soberanos y gobernantes de las ciudades-estado de toda Italia, así como por dinastías tan poderosas como Turquía y China, tenía un carácter abierto y encantador, y una carencia total de arrogancia. Gobernador de la República, en el mismo sentido que los gonfalonieri di Giustizia y la Signoria gobernaban lo referente a las leyes y ordenanzas de la ciudad, no tenía ejército, guardia ni escolta, y recorría las calles de Florencia solo, hablando con todos los ciudadanos como con iguales. Llevaba una sencilla vida familiar y era frecuente verlo tirado por el suelo con sus hijos, cuyos juegos compartía. Su palacio estaba abierto a todos los artistas, literatos y sabios del mundo.
En eso radicaba su genio. Ejercía una autoridad absoluta en materia de política, a pesar de lo cual gobernaba Florencia con tanta sensatez, inherente cortesía y dignidad, que las personas que de otro modo podrían haber sido enemigas suyas trabajaban con él en plena armonía. Ni siquiera su capacitado padre, Piero, ni su genial abuelo Cosimo, llamado el Pater Patriae por haber convertido a Florencia en una República después de varios centenares de años de sangrienta guerra entre guelfos y gibelinos, habían obtenido resultados tan felices. Florencia podía saquear el palacio de Lorenzo Il Magnifico en pocas horas, y expulsar a su dueño. Él sabía, lo mismo que el pueblo, y eso era precisamente lo que hacía funcionar tan admirablemente su gobierno, que no tenía título oficial. Porque así como carecía de arrogancia, le ocurría lo mismo con la cobardía: había salvado la vida de su padre en un audaz golpe militar, cuando tenía sólo diecisiete años, al invadir el campo de Afrente, en Nápoles, sin más ayuda que la que llevaba por las calles de Florencia, a fin de salvar la ciudad de una invasión.
Este era el hombre que ahora estaba a un par de metros de distancia de Miguel Ángel, hablando afectuosamente con Bertoldo sobre unas escrituras antiguas que acababan de llegar de Asia Menor. Porque la escultura era tan importante para Lorenzo como sus flotas de naves, que recorrían todos los mares del mundo conocido, sus cadenas de bancos por toda Europa, sus millones de florines de oro en productos y el inmenso volumen de sus operaciones comerciales. Algunos lo respetaban por sus fabulosas riquezas y otros por su poder, pero los estudiosos y artistas lo admiraban y amaban por la pasión que sentía hacia todo lo que fuese sabiduría, libertad de la mente, aprisionada por espacio de más de un milenio en oscuras mazmorras y que él había jurado liberar.
Se detuvo a charlar con los aprendices. Miguel Ángel se volvió para contemplar a la jovencita que caminaba al lado de Il Magnifico. Era una adolescente delicada, que vestía una túnica cuya amplia falda caía en suaves y sueltos pliegues, y un corpiño ajustado, bajo el cual llevaba una blusa amarilla, de cerrado cuello. Su rostro era tan pálido que ni siquiera el gorrito rosado que cubría su cabeza podía colorear sus delgadas mejillas.
Al pasar Lorenzo frente a su mesa y saludarle con un casi imperceptible movimiento de cabeza, los ojos de Miguel Ángel se encontraron con los de la niña. Dejó de trabajar y ella se detuvo, al parecer un poco asustada ante la feroz intensidad con que él la miraba. Por un instante Miguel Ángel pensó que ella iba a dirigirle la palabra, porque humedeció sus pálidos labios con la punta de la lengua. Luego, desvió la mirada y se reunió con su padre, que rodeó su cintura con un brazo. Después, ambos pasaron frente a la fuente, se dirigieron a la portada y salieron a la plaza.
Miguel Ángel se volvió a Torrigiani:
—¿Quién es esa jovencita? —preguntó.
—Contessina. Hija de Lorenzo. La última que queda en el palacio —le respondió Torrigiani.