XIV

Fue a ver a Beppe, al Duomo, y se enteró de que había un pequeño bloque de mármol en un patio vecino que le sería posible comprar a un precio razonable. El resto del dinero que le había sido adelantado para esculpir el San Juan se lo entregó a su padre.

No podía acostumbrarse a la idea de residir en el palacio Popolano, pero instaló su taller en el jardín. Los primos lo trataban como a un amigo y le invitaban frecuentemente al interior del palacio, a pesar de sus vestimentas de trabajo, para que viese las nuevas obras de arte adquiridas por los dos hermanos. En su casa había ahora solamente dos de sus hermanos, que compartían el dormitorio con él, pero puesto que Buonarroto se ofreció para dormir en la misma cama de Sigismondo, Miguel Ángel pudo prolongar el lujo al que ya estaba tan acostumbrado: una cama para él solo. Hacía mucho frío y nunca comía ni bebía nada hasta mediodía, por lo que llegaba siempre a casa con un tremendo apetito, lo cual hacía feliz a Lucrezia. Hasta Ludovico parecía satisfecho con él.

El jardín de los Popolano estaba cercado por un alto muro protector, con un porche triangular cubierto, bajo el que trabajaba Miguel Ángel para protegerse contra el frío. Sin embargo, no se sentía feliz y carecía de impulso creador. Se preguntaba a cada momento: «¿Por qué?».

El motivo de su escultura le resultaba simpático: el joven San Juan partiendo a predicar en el desierto. Florencia contaba ya con numerosas imágenes de San Juan. Estaba la de San Juan Bautista de Andrea Pisano en la puerta del Baptisterio, la estatua de bronce de Ghiberti en Orsanmichel, la de mármol de Donatello en el Campanile, el fresco de Ghirlandaio en Santa María Novella, el Bautismo de Cristo de Verrocchio, pintado para San Salvi con la ayuda de Leonardo da Vinci.

Mientras leía la Biblia, Miguel Ángel dedujo que Juan tendría unos quince años cuando partió al desierto para predicar a los samaritanos. La mayor parte de las representaciones existentes lo mostraban como un muchacho de corta edad, de cuerpo delgado, reducida estatura y rostro de niño. Pero eso no tenía por qué ser así. ¿Por qué no podía el joven San Juan ser un joven robusto, sano, animoso, bien equipado para los rigores a los que estaba a punto de exponerse?

La mente de Miguel Ángel era inquisitiva. Necesitaba saber las razones a que obedecían todas las cosas: los motivos filosóficos. Y leyó la historia de Juan en San Mateo:

«En aquellos días, Juan el Bautista apareció predicando en el desierto de Judea: "¡Arrepentíos!", clamaba, "El reino del cielo se acerca". Y era sobre San Juan sobre quien habló el profeta Isaías cuando dijo: "Hay una voz que dama en el desierto. Preparad el camino de Dios, allanad su senda"».

Pero el muchacho de quince años que partía por primera vez a predicar no era el mismo hombre que posteriormente bautizó a Jesús. ¿Cómo era entonces Juan? ¿Era su discurso imperativo, o simplemente el cumplimiento de la profecía contenida en el Viejo Testamento?… porque los primeros cristianos creían que, cuanto más fuertemente basaran su religión en el Viejo Testamento, más probabilidades tendrían de sobrevivir…

Si no era un ideólogo adiestrado. Miguel Ángel era un gran dibujante. Pasó semanas enteras dibujando, en todas partes de la ciudad, a cuanto joven encontraba y le era posible detener unos instantes. Aunque no tenía la intención de crear un San Juan macizo, tampoco estaba dispuesto a presentarlo frágil, delicado y elegante, como todos los que adornaban las iglesias de Florencia. Por lo tanto, diseñó y después esculpió en el bloque la flexibilidad de los miembros de un muchacho de quince años cubierto solamente con un taparrabos. Se negó a esculpir un halo para la figura o a poner en sus manos la tradicional cruz alta, como lo había hecho Donatello, pues no creía que el joven Juan hubiera llevado una cruz tantos años antes de que la misma apareciese en la vida de Cristo. Al final, resultó el retrato vital, potente, de un joven; pero cuando terminó de pulir la estatua, no podía decir exactamente lo que había querido expresar con ella.

Los primos Medici no necesitaban un significado. Se mostraron enteramente satisfechos e hicieron colocar la estatua en un nicho del muro posterior del jardín, donde podía ser vista desde las ventanas de la parte de atrás del palacio. Le pagaron el resto de los florines y le dijeron que podía continuar utilizando su jardín como taller.

Pero ni una palabra sobre un nuevo trabajo.

—No los culpo —dijo Miguel Ángel a Granacci, con aire melancólico—. Ese San Juan no es realmente nada especial.

Una honda desesperación se apoderó de él.

—He aprendido a esculpir figuras libres, visibles desde todos los ángulos, pero ¿cuándo llegaré a hacer una que sea extraordinaria? Siento que ahora, a punto de cumplir veintiún años, sé menos que cuando tenía diecisiete. ¿Cómo puede ser posible?

—No lo es —dijo Granacci.

—Bertoldo me dijo: «Tienes que crear una masa de trabajo». En los últimos cuatro años he esculpido seis piezas: el Hércules, la Crucifixión en madera, el Ángel, el San Petronio y el San Próculo, en Bolonia, y ahora este San Juan. Pero de todas, sólo el San Próculo tiene algo de original.

El día de su cumpleaños llegó desconsolado a su taller del jardín de los Popolano. Allí encontró un bloque de mármol blanco sobre su banco de trabajo. A través de la piedra, en letras dibujadas con carboncillo, caligrafía de Granacci, se leía: «Prueba otra vez».

Lo hizo de inmediato, sin dibujar ni hacer modelos de cera o arcilla. Esculpió un niño que había tenido en la mente mientras trabajaba en el San Juan. Era una criatura robusta, pagana, esculpida de acuerdo con la tradición romana. En momento alguno imaginó que estaba trabajando una pieza seria. En realidad, consideraba que aquello era un simple ejercicio, algo que le divertía esculpir, un antídoto a las confusiones y tensiones que le había producido el San Juan. Y por ello, la figura fluyó libremente, y del bloque emergió un delicioso niño de seis años, dormido, con el brazo derecho bajo la cabeza y las piernas cómodamente separadas.

Tardó sólo unas pocas semanas en esculpir la estatuita y pulirla. No había perseguido ni la perfección ni la esperanza de vender el trabajo. Era algo así como una diversión destinada a animarlo. Y ahora que estaba terminada, tuvo la intención de devolverle el mármol a Granacci con una nota que dijese: «Sólo un poco estropeado, te devuelvo el bloque».

Cuando Lorenzo Popolano vio la estatua terminada, se entusiasmó:

—Si pudiera tratarla para que pareciese haber estado sepultada en la tierra, yo la enviaría a Roma y pasaría por un Cupido antiguo —dijo—. Así la vendería por un precio mucho mayor. Tengo allí un representante muy astuto, Baldassare del Milanese, que se ocuparía de la venta.

Miguel Ángel había visto bastantes estatuas griegas y romanas como para saber cómo quedaría su estatuita. Trabajó cuidadosamente, tan divertido con la idea del inminente fraude como lo había estado mientras esculpía la pieza.

A Lorenzo le gustó el resultado.

—Resulta convincente —dijo—. Baldassare conseguirá un buen precio.

Lorenzo había adivinado exactamente lo que iba a ocurrir: el Bambino se vendió al primer interesado a quien fue ofrecido por Baldassare, el cardenal Riario di San Giorgi, sobrino-nieto del Papa Sixto IV. Lorenzo entregó a Miguel Ángel una bolsa de florines de oro: treinta en total. Miguel Ángel pensó que un Cupido antiguo podría venderse en Roma por cien florines, por lo menos. Pero aun así, aquellos treinta eran poco más o menos el doble de lo que podría haber obtenido en Florencia.

Poco antes de Cuaresma, Miguel Ángel vio a su hermano Giovansimone, que caminaba apresuradamente por la Vía Larga a la cabeza de un grupo de muchachos vestidos de blanco. Todos llevaban los brazos cargados de espejos, vestidos de seda y raso, cuadros, estatuas y estuches de joyas. Miguel Ángel asió de un brazo a su hermano y estuvo a punto de hacer que la carga se desparramara por el suelo.

—¡Giovansimone! —exclamó—. Hace cuatro meses que llegué de vuelta a casa y no te he visto una sola vez.

Giovansimone se desprendió riendo y exclamó:

—Ahora no tengo tiempo de hablarte. No dejes de estar en la Piazza della Signoria mañana al anochecer.

No le habría sido posible a Miguel Ángel, ni a ningún habitante de Florencia, dejar de presenciar el gigantesco espectáculo de la tarde siguiente. En los cuatro barrios principales de Florencia, el Ejército de Jóvenes de Savonarola, con sus ropajes blancos, apareció formado en cuatro grupos militares y precedidos de tambores, trompetas y un macero. Sus «soldados» cantaban: «¡Viva Cristo, rey de Florencia! ¡Viva María, la reina!». Al llegar frente a la torre, se acercaron a un enorme árbol que había sido levantado allí. A su alrededor se veía un andamio piramidal. Los ciudadanos de Florencia y de todas las aldeas circundantes llenaron rápidamente la plaza. La zona donde se iba a proceder a quemar todos los artículos suntuarios estaba rodeada de monjes de San Marco, que formaban un apretado cordón, cogidos de los brazos. Savonarola ocupaba un lugar prominente.

Los jóvenes formaron una enorme pira. En su base arrojaron montones de pelucas, potes de maquillaje, perfumes, espejos, piezas de seda procedente de Francia, cajas de cuentas de cristal, aros, brazaletes y botones de fantasía. Luego siguió toda una serie de artículos necesarios para el juego: una lluvia de naipes, dados, tableros de damas y ajedrez, con todas sus piezas. A continuación amontonaron libros manuscritos encuadernados en cuero, centenares de dibujos y cuadros al óleo, violas, laúdes y órganos. Tras eso, echaron a la pira antifaces, trajes de fiesta, marfiles tallados y obras de arte procedentes de Oriente. Miguel Ángel reconoció a Botticelli, que se acercó corriendo a la pira y arrojó a ella dibujos sobre Simonetta. Lo siguió Fra Bartolomeo, quien contribuyó a agrandar la pirámide con todos sus escritos.

En el balcón de la torre se hallaban los miembros de la Signoria, contemplando el fantástico espectáculo. El Ejército de Jóvenes había ido de casa en casa, exigiendo que se entregasen «todas las obras de arte contrarias a la fe». Cuando no se les entregaba lo que consideraban una suficiente contribución, penetraban en las residencias y las saqueaban. La Signoria no había hecho nada para proteger a la ciudad contra aquellos «ángeles de túnicas blancas».

Savonarola alzó los brazos reclamando silencio. El cordón de monjes lo imitó, levantando un verdadero bosque de brazos al cielo. De pronto apareció otro monje con una antorcha encendida, que entregó a Savonarola. Este la levantó mientras lanzaba una mirada por toda la plaza. Luego se acercó a la pira y fue aplicando la antorcha aquí y allá hasta que todo el andamio y su contenido fueron una inmensa masa de llamas.

Los componentes del juvenil ejército avanzaron para dar vueltas alrededor de la pira, mientras cantaban: «¡Viva Cristo! ¡Viva la Virgen!». Y la compacta multitud repitió aquellos gritos hasta enronquecer.

Miguel Ángel sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se pasó el dorso de una mano y luego el de la otra para enjugarlas, como hacía cuando era niño. Pero continuaban empañando sus ojos. Las llamas eran cada vez más altas. Deseaba alejarse de allí, irse todo lo lejos posible del Duomo…

La agonía y el éxtasis
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