III
En sus dibujos para la Crucifixión de Pedro, se empeñó audazmente en hallar una nueva expresión para la pintura. En el centro del diseño dibujó un agujero que se estaba abriendo para contener la cruz. Pedro aparecía clavado en ella, cabeza abajo, mientras la cruz estaba apoyada diagonalmente sobre una gran roca. Poco herido todavía por aquellos clavos, Pedro miraba al mundo con expresión indignada: su rostro maduro era fieramente elocuente en su condena, no sólo de los soldados que lo rodeaban y dirigían la crucifixión, o de los obreros que estaban ayudando a levantar la cruz, sino de todo el mundo: una acusación de tiranía y crueldad tan potente como la del Juicio Final.
Cuando estaba completando el boceto de los dos centuriones romanos y lamentaba no poder dibujar sus caballos con el genio con que Leonardo da Vinci había pintado siempre esos animales, las campanas de las iglesias comenzaron a tañer tristemente sobre la ciudad. Su criada irrumpió corriendo en el taller y exclamó:
—¡Messer!… ¡Sangallo ha muerto!
—¿Muerto? Pero si estaba construyendo en Terni…
—Enfermó repentinamente, y acaban de traer su cadáver a Roma.
El papa Pablo III despidió a Antonio da Sangallo con unas exequias espectaculares. Su féretro fue llevado por las calles con gran pompa y seguido por los artistas y artesanos que habían trabajado con él a través de los años. En la iglesia, Miguel Ángel, acompañado por Tommaso y Urbino, escuchó las loas tributadas al extinto, que fue calificado como «uno de los más grandes arquitectos desde que los antiguos construyeron Roma». Cuando regresaban, Miguel Ángel comentó:
—Ese panegírico es el mismo, palabra por palabra, que se escuchó cuando murió Bramante, a pesar de lo cual, el Papa León X suspendió todos los trabajos que realizaba Bramante para el Vaticano, de la misma manera que Pablo III suspendió la construcción del palacio Farnese por Antonio da Sangallo, los muros defensivos del Vaticano y San Pedro…
Tommaso se detuvo bruscamente, se volvió y miró a Miguel Ángel.
—¿Cree…? —inquirió.
—¡Oh, no, Tommaso!
El superintendente de la construcción sugirió que Giulio Romano, escultor y arquitecto, discípulo de Rafael, fuese llamado de Mantua, donde se hallaba, y designado arquitecto de San Pedro.
El papa Pablo III exclamó, enérgico:
—¡De ninguna manera! ¡Será Miguel Ángel Buonarroti y nadie más!
Miguel Ángel fue llamado por un paje y se dirigió al Vaticano en su hermoso caballo blanco.
El Papa estaba rodeado por un contingente de cardenales y cortesanos. Al verle, exclamó:
—Hijo mío… ¡Os designo arquitecto oficial de San Pedro!
—Santo Padre… ¡no puedo aceptar ese cargo!
Hubo un fugaz brillo en los ojos fatigados pero todavía astutos del Pontífice.
—¿Vais a decirme, acaso, que la arquitectura no es vuestra profesión?
Miguel Ángel enrojeció. Se había olvidado de que el papa Pablo III, entonces cardenal Farnese, se hallaba en aquel mismo salón del trono cuando Julio II lo contrató para decorar la Capilla Sixtina y él respondió angustiado: «No es mi profesión, Santidad».
—Santo Padre —dijo—, podría verme obligado a derribar todo cuanto ha construido Antonio da Sangallo, despedir a los contratistas empleados por él… Toda Roma estaría contra mí como una sola persona. Tengo que completar la Crucifixión de Pedro. En la actualidad tengo algo más de setenta años. ¿Dónde podría hallar la fuerza vital necesaria para construir, desde los cimientos, la iglesia más imponente de toda la cristiandad? No soy Abraham, Santo Padre, que vivió ciento setenta y cinco años…
El Papa se mostró singularmente despreocupado por toda aquella lista de dolores y lamentos. Sus ojos brillaron.
—Hijo mío, todavía sois joven. Cuando lleguéis a mi augusta edad de setenta y ocho años, os permitiré que habléis de vejez. ¡Antes, de ninguna manera! Y para entonces, ya habréis terminado de construir San Pedro… o la obra estará muy adelantada.
Miguel Ángel sonrió, aunque con evidente melancolía.
Salió de los terrenos del Vaticano por la Puerta Belvedere y emprendió la larga subida hasta la cima del Monte Mario. Después de descansar y observar la puesta del sol, descendió por el lado opuesto a San Pedro. Todos los trabajadores se habían retirado ya. Recorrió los cimientos construidos por Sangallo, las paredes bajas para la serie de altares, que se extendían por el lado sur. Los numerosos y pesados pilares, sobre los cuales Sangallo había tenido la intención de construir una nave, y dos pasillos tendrían que ser destruidos. Las grandes bases de cemento para las dos torres o campanarios tendrían que desaparecer, igual que los soportes que se estaban construyendo para la pesada cúpula.
Su recorrido de inspección terminó al anochecer. Al encontrarse frente a la capilla de María de la Fiebre, entró y se detuvo en la oscuridad ante su Piedad. Lo desgarraba un conflicto interior. Todo movimiento que había hecho desde el día en que denunció por primera vez la mezcla de cemento que Bramante empleaba lo había ido empujando hacia la un hecho insoslayable: hacerse cargo de aquella magna obra. Deseaba sinceramente salvar la iglesia, convertirla en un glorioso monumento al cristianismo. Siempre había tenido la sensación de que aquella era su iglesia, que, de no ser por él, posiblemente jamás habría sido concebida. Entonces, ¿no era él el responsable de la suerte definitiva del templo?
Sabia también la enorme dimensión de la tarea, la encarnizada oposición que encontraría, los largos años de durísimo trabajo. El final de su vida seria de un esfuerzo mucho más agotador que cualquier otro periodo anterior de la misma.
Pero de pronto, se serenó. ¡Claro que tenía que construir San Pedro! ¿Acaso la vida no era para ser trabajada y sufrida hasta el fin?
Se negó a recibir paga alguna por sus servicios como arquitecto, ni siquiera cuando el Papa le hizo llegar una bolsa que contenía cien ducados. Pintaba desde la primera luz del día hasta la hora del almuerzo en la capilla Paulina, y luego caminaba los pocos pasos que lo separaban de San Pedro para inspeccionar las obras de derribo. Los obreros se mostraban hoscos y mal dispuestos hacia él… pero obedecían las órdenes que les daba. Descubrió, con el consiguiente desaliento, que los cuatro pilares principales de Bramante, que habían sido preparados en distintas ocasiones por Rafael, Peruzzi y Sangallo, seguían defectuosos y no sostendrían la tribuna y la cúpula hasta que no se vertieran en ellos más toneladas de cemento. La revelación de aquella debilidad todavía evidente enfureció aún más al superintendente de la construcción y a los contratistas que habían trabajado a las órdenes de Sangallo; opusieron tantos obstáculos que el Papa tuvo que emitir un decreto declarando a Miguel Ángel superintendente, además de arquitecto, y ordenando a todos cuantos estaban empleados en la construcción de San Pedro que debían obedecer ciegamente sus órdenes. Miguel Ángel eliminó poco después a los contratistas y artesanos que a pesar de la orden se empeñaron en seguir siendo hostiles.
Desde aquel momento, la construcción comenzó a crecer con un impulso que asombró e incluso asustó a Roma.
Una Comisión de Conservadores Romanos, impresionada ante aquellos progresos, se presentó a preguntar a Miguel Ángel si se haría cargo de salvar la colina Capitolina y la ladera denominada Campidoglio, que habían sido sede de religión y gobierno del Imperio Romano, con sus templos a Júpiter y Juno Moneta. Aquel histórico lugar estaba ahora en ruinas. Los antiguos templos eran montones de piedras; el edificio del Senado era una arcaica fortaleza en cuyo terreno pastaban animales, y la extensión plana se hallaba convertida en un mar de barro en invierno y de tierra en verano. ¿Aceptaría Miguel Ángel la tarea de restaurar el Campidoglio a su grandeza de antaño?
—¿Qué si acepto? —dijo Miguel Ángel a Tommaso, cuando los Conservadores se habían retirado ya, dejándole que estudiase su ofrecimiento—. ¡Si pudiese ahora estar presente Giuliano da Sangallo! ¡Ése era su sueño! ¡Me ayudará, Tommaso! Podemos hacer que se materialice la esperanza suya de reconstruir Roma…
Los ojos de Tommaso bailaban como estrellas en una noche de viento.
—Gracias a sus enseñanzas, creo que puedo realizar esa obra. Verá cómo llego a convertirme en un buen arquitecto.
—Proyectaremos algo muy grande, Tommaso, cuyos trabajos necesiten los próximos cincuenta años. Cuando yo haya desaparecido, usted completará la obra de acuerdo con nuestros planos.
Ahora que trabajaba como arquitecto con titulo reconocido, designó a Tommaso ayudante suyo, asignando un espacio adicional en la casa para la arquitectura. Tommaso, que era un dibujante meticuloso, se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los arquitectos jóvenes más capaces de la ciudad.
Ascanio Colonna, hermano de Vittoria, se había visto envuelto en una disputa con el Papa relativa al impuesto sobre la sal, y su ejército particular fue atacado por las fuerzas papales. Se expulsó a Ascanio de Roma, y quedaron confiscadas todas las propiedades de la familia. La inquina del cardenal Caraifa hacia Vittoria se intensificó entonces. Varios de sus amigos huyeron a Alemania y se unieron a los luteranos, lo cual contribuyó aun más a condenar a Vittoria ante la Comisión de Inquisición. Entonces se refugió en el convento de Santa Ana de Finan, sepultado entre los jardines y columnas del antiguo Teatro de Pompeyo.
Cuando Miguel Ángel iba a visitarla los domingos por la tarde, algunas veces no conseguía arrancarle una sola palabra. Llevaba dibujos para tratar de interesarla en las obras que estaba realizando, pero ella sólo demostró interés cuando le anunció que le había conseguido un permiso especial para visitar la Capilla Sixtina a fin de contemplar el Juicio Final, o cuando él le habló de la cúpula de San Pedro, que todavía era un proyecto vago en su mente. Ella sabia que Miguel Ángel admiraba el Panteón y el Duomo de Florencia.
—Porque son escultura pura —dijo ella.
—¡Vittoria! ¡Cuánto bien me hace verla sonreír!
—¡No tiene que creer que soy desgraciada, Miguel Ángel! ¡Espero con tembloroso júbilo mi reunión con Dios!
—¡Cara!… ¡Debería enojarme con usted! ¿Por qué tiene tanta ansia por morir, cuando hay alguno de nosotros que la amamos tan tiernamente? ¿No es un egoísmo de su parte?
Ella tomó una de las manos de Miguel Ángel entre las suyas. En los primeros días de su amor, aquello habría sido para él un momento de inmensa importancia: ahora sólo podía sentir cuán duros eran los huesos de aquellas manos que aprisionaban la suya. Los ojos de Vittoria quemaban cuando susurró:
—¡Perdóneme que le haya decepcionado! Yo me lo puedo perdonar porque sé que no me necesita realmente. Un nuevo Descenso de la Cruz, en mármol, una escalinata real para el Campidoglio, una cúpula para San Pedro, ésos son sus verdaderos amores. Ha creado majestuosamente antes de conocerme y creará majestuosamente cuando yo me haya ido.
Antes de que tuviera tiempo para visitarla otro domingo, fue llamado al palacio Cesarini, residencia de un primo de Colonna que se había casado con una Cesarini. En la portada fue recibido por un servidor, que lo llevó a un jardín.
—¿La marquesa? —preguntó ansioso al médico que salió de la residencia a saludarlo.
—No verá la salida del sol —respondió el facultativo con tristeza.
Miguel Ángel recorrió el jardín mientras los cielos avanzaban en su ciclo. Por fin, a las cinco de la tarde, fue admitido en el palacio. Vittoria yacía con la cabeza apoyada en una gran almohada; sus cabellos de apagado cobre, envueltos en una capucha de seda. Parecía tan joven y hermosa como la primera vez que él la había visto. Su expresión era sublime, como si ya hubiera superado todas las dificultades y dolores terrenales.
Donna Filippa, la abadesa de Santa Ana de Finari, ordenó en voz baja, acongojada, que fuese llevado el féretro a la habitación. Estaba cubierto de alquitrán.
—¿Qué significa ese alquitrán? ¡La marquesa no ha muerto de enfermedad infecciosa! —exclamó Miguel Ángel.
—Tememos represalias, signore —murmuró la abadesa—. Tenemos que llevar a la marquesa al convento y sepultarla, antes de que sus enemigos puedan reclamar el cadáver.
Miguel Ángel ansiaba inclinarse y depositar un beso en la frente de su querida muerta. Lo contuvo el hecho de que, en vida, ella jamás le había ofrecido otra cosa que su mano.
Regresó a su casa, con el cuerpo y el alma doloridos. Se sentó ante su mesa de trabajo, tomó papel y pluma, y escribió:
Si estando cerca del fuego ardí con él, ahora que su apagada llama no se ve, no es extraño que me consuma lentamente hasta ser sólo ceniza, como el fuego.
En su testamento, Vittoria había pedido a la abadesa que eligiera el lugar de su tumba. El cardenal Caraifa prohibió el sepelio. Por espacio de casi tres semanas, el féretro permaneció en un rincón de la capilla del convento, sin que nadie se acercase a él. Por fin, Miguel Ángel fue informado de que había sido sepultada en el muro de la capilla, pero cuando llegó a la iglesia no le fue posible hallar la menor señal de aquel emparedamiento. La abadesa miró a su alrededor cautelosamente y luego respondió a su pregunta:
—La marquesa ha sido llevada a Nápoles. Descansará al lado de su esposo, en San Domenico Maggiore.
Miguel Ángel retornó a su casa extenuado, masticando aquella amarga hierba de la ironía: el marqués, que había huido de su esposa durante su vida matrimonial, la tendría ahora a su lado para siempre. Él, Miguel Ángel, que había hallado en Vittoria el supremo amor de su vida, jamás había podido estar junto a ella.