XIII
Comenzó por el Diluvio, un gran panel situado a la entrada de la capilla. Para marzo ya tenía el dibujo listo para ser transferido al techo. El invierno no había aflojado todavía. La capilla estaba fría como el hielo. Un centenar de braseros no podrían calentar ni las partes más bajas.
Rosselli, que partió para Orvieto, contratado para un trabajo provechoso, había adiestrado a Michi en la mezcla del revoque y el método de aplicarlo. Miguel Ángel no estaba satisfecho con el color oscuro producido por la pozzolana, y le agregó más cal y mármol molido. Luego, él y Michi se encaramaron a las tres plataformas construidas por Rosselli para poder revocar y pintar la parte superior de la bóveda. Michi extendió una capa de intonato y luego colocó el dibujo, que Miguel Ángel usó, fijándolo por medio de carboncillo y ocre rojizo para unir las líneas.
Michi descendió y se puso a trabajar en la mezcla de colores. Miguel Ángel estaba ahora en lo alto de la plataforma, a unos veinte metros de altura sobre el suelo. Tenía trece años cuando subió por primera vez al andamio en Santa María Novella. Ahora tenía treinta y cuatro y, como entonces, sufría vértigo. Se volvió y tomó uno de los pinceles, cuyos pelos apretó entre los dedos, mientras recordaba que tenía que mantener líquidos los colores a esa hora temprana de la mañana.
Pintaba con la cabeza y los hombros pronunciadamente echados para atrás, mientras sus ojos miraban hacia arriba. La pintura goteaba sobre su cara. Se le cansaban enseguida la espalda y los brazos debido a la tensión de tan forzada postura. Durante la primera semana permitió a Michi que extendiese sólo pequeñas zonas de intonato cada día, pues procedía con suma cautela, experimentalmente. Sabía que, a ese paso, el cálculo de cuarenta años hecho por Granacci estaría más cerca de la verdad que los cuatro calculados por él. Sin embargo, aprendía conforme iba avanzando en el trabajo. Su panel de vida y muerte en violenta acción tenía poco o nada en común con los de Ghirlandaio, que a él le parecían carentes de vida. Se conformaba con ir tanteando lentamente, hasta que sintiera que dominaba aquel medio.
Al finalizar la primera semana, se levantó un fuerte y helado viento del norte. Miguel Ángel se dirigió a la Capilla, se encaramó al andamio y al llegar a la plataforma superior vio con espanto que todo el panel estaba arruinado. El revoque y la pintura no secaban. Por el contrario, goteaban incesantemente por los bordes y aquella humedad creaba un moho que iba extendiéndose sobre la pintura, absorbiéndola inexorablemente.
Pensó: «¡No sé mezclar los colores para la pintura al fresco! ¡Hace demasiados años que lo aprendí en la bottega de Ghirlandaio!»
Bajó la escalera desesperado, con los ojos llenos de lágrimas y se dirigió como ciego al palacio papal, donde se le hizo esperar largamente en una antecámara. Cuando fue admitido ante el Papa Julio II le preguntó:
—¿Qué sucede, hijo mío? Parece enfermo.
—He fracasado, Santo Padre.
—¿En qué sentido?
—Todo cuanto he pintado está arruinado. ¡Previne a Su Santidad que la pintura no era mi profesión!
—Vamos, levantad la cabeza, Buonarroti. Jamás os he visto…, aplastado. Os prefiero cuando me gritáis y me miráis airado.
—El techo ha empezado a gotear. La humedad está llenando de moho la pintura.
—¿No podéis secarlo?
—No sé cómo, Santidad. ¡Mis colores desaparecen mezclándose con el moho!
—¡No puedo creer en vuestro fracaso! —dijo el Papa. Se volvió hacia un funcionario y ordenó—: Id inmediatamente a casa de Sangallo y decidle que inspeccione el techo de la Capilla Sixtina sin pérdida de tiempo y me traiga su informe.
Miguel Ángel se retiró a una antecámara para esperar. Aquella era su peor derrota. No estaba acostumbrado al fracaso; aquella palabra era la única en su léxico que consideraba peor que verse obligado a trabajar en medios extraños a él. No podía dudar de que el Papa daría por terminado su contrato con él. Con toda seguridad no se le permitiría que esculpiese la tumba. Cuando un artista fracasaba de manera tan abyecta, estaba terminado. La noticia de su fracaso se extendería por toda Italia en pocos días. En lugar de regresar a Florencia triunfante, se arrastraría como un perro castigado, con la cola de su orgullo entre las piernas.
Antes de que tuviera tiempo de serenarse, fue introducido de nuevo en el salón del trono.
—Sangallo —preguntó el Papa—, ¿cuál es vuestro informe?
—No es nada serio, Santo Padre. Miguel Ángel aplicó la cal demasiado aguada y el viento norte provocó la exudación.
—¡Pero si es la misma composición que Ghirlandaio utilizaba en Florencia! —exclamó Miguel Ángel.
—La cal romana es de tramontina y no se seca tan fácilmente. La pozzolana que Rosselli le enseñó a mezclar con ella permanece blanda y a menudo desarrolla una eflorescencia mientras se seca. Sustituya la pozzolana por polvo de mármol, y use menos agua con esa cal. Con el tiempo, el aire consumirá el moho. Sus colores no sufrirán nada.
El viento cesó y salió el sol. El revoque se secó. Pero fue Sangallo quien recorrió el largo camino de la derrota, rumbo a Florencia. Cuando Miguel Ángel fue a la casa de la Piazza Scossacavalli, encontró todos los muebles cubiertos con sábanas y los efectos de la familia amontonados en el vestíbulo de la planta alta. Miguel Ángel sintió que se le oprimía el corazón.
—¿Qué ha sucedido?
Sangallo movió la cabeza melancólicamente.
—No me dan trabajo. ¿Sabe cuál es el único encargo que tengo ahora? ¡Colocar alcantarillas bajo las calles principales! ¡Noble trabajo para un arquitecto papal!, ¿no? Mis aprendices se han ido a trabajar con Bramante. Este ocupa ahora mi lugar, como juró que lo haría.
A la mañana siguiente, Sangallo y su familia se habían ido. Allá arriba, en su andamio, Miguel Ángel se sintió más solo en Roma que nunca, como si fuera él quien yacía melancólico e impotente en las últimas rocas grises que se levantaban todavía sobre las aguas.
El Diluvio le absorbió treinta y dos días de incesante pintura. Durante las últimas semanas, estaba completamente sin dinero. Sus ganancias anteriores, invertidas en casas y granjas para aumentar las rentas de la familia, no le aportaban ni un escudo. Por el contrario, cada carta le traía lamentaciones. En esos momentos, se sentía como uno de aquellos hombres desnudos que había pintado en el centro de su panel, intentando subir al Arca de Noé, donde otros hombres aterrados, levantaban contra ellos sus cachiporras por temor a que hiciesen zozobrar aquel último refugio.
¿Cómo era que solamente él no prosperaba con sus relaciones papales? El joven Rafael Sanzio, recientemente llevado a Roma por Bramante, se había conseguido inmediatamente un importante encargo particular. El Papa estaba tan encantado con la gracia y el encanto de sus obras, que le encargó que cubriese de frescos las habitaciones de su nueva residencia. Al recibir un suculento adelanto del Pontífice, Rafael alquiló una lujosa villa, instaló en ella a una joven y hermosa amante y tomó servidores para que atendiesen a ambos. Rafael estaba ya rodeado por una cohorte de admiradores y aprendices y cosechaba los mejores frutos que podía ofrecer Roma a un artista.
Miguel Ángel lanzó una mirada a las despintadas paredes de su casa, sin cortinas ni alfombras, con apenas unas cuantas piezas de mobiliario, pobres y deslucidas.
Una noche, mientras Miguel Ángel cruzaba la Piazza San Pietro, vio a Rafael, que caminaba hacia él, rodeado por sus aduladores y aprendices. Al cruzarse, Miguel Ángel le dijo secamente:
—¿Adónde va, rodeado de un séquito como un rey?
—¿Y adónde va usted, tan solo como un verdugo? —respondió Rafael mordazmente.
El hecho de que su aislamiento fuese voluntario no lo consolaba. Se dirigió a su mesa de dibujo y hundió su hambre y soledad en el trabajo, poniéndose a dibujar su próximo fresco: el Sacrificio de Noé. Conforme las figuras iban adquiriendo vida bajo sus rápidos dedos, el taller se llenó de energía, vitalidad y color. Su hambre, su sensación de soledad, desaparecieron. Se sentía seguro entre aquel mundo que él mismo creaba. «Jamás estoy menos solo que cuando estoy solo», murmuró para sí. Y suspiró, porque se sabía él mismo víctima de su propio carácter.